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Después
de las vacaciones de agosto mis amigos organizaron una cena para
celebrar mi llegada, querían saber de mis andanzas y tropelías, y
quién era la mujer que había enloquecido a su amigo hasta el punto
de hacerle olvidar a Alba. Eso último no fue posible. Anna decidió
seguir pasando desapercibida, evitando cualquier circunstancia que
pudiera comprometerla.
Quedamos en un restaurante de la calle Avinyó, en el mismo centro
de la vieja Barcelona, sencillo, barato y de buena comida. Éramos
ocho, de algunos nunca hablo, no influyen en la historia que me he
propuesto contar. Y de aquella cena conservo una emotiva fotografía,
supongo que tomada por un camarero o un comensal vecino. En ella
salimos los cuatro que más tarde conformaríamos el sólido grupo de
amigos y de aventuras: Joan, Jep, Toni y yo mismo. Y también estaba
Jordi, que para nosotros fue muy importante su hermana Mireia.
Era un grupo de amigos completamente masculino, que podría pasar por onanista
para quien no nos conociera bien. Todos de la infancia. Aún
conservo fotografías de pequeños, con dos, tres, cuatro años.
Nuestros padres eran amigos y crecimos juntos, compartiendo ideas parecidas y
formados en las mismas calles. La amistad creada
con el tiempo y las confidencias hizo que no existieran secretos
entre nosotros, ni familiares, ni personales. Nuestras debilidades e
ideologías y nuestros gustos eran expuestos con total libertad.
Habíamos compartido los primeros roces y caricias con las mismas
chicas.
De la cena recuerdo muy poco, incluso encontrar la fotografía fue
una sorpresa, y al mirarla intento rememorar el encuentro con poco
éxito. Mi recuerdo, muy intenso e imborrable, es de cuando nos
despedimos. Jep, Joan y Tony quisieron seguir la fiesta conmigo.
Habían quedado con las chicas de los dos primeros.
Andamos hasta la Catedral y cogimos el Metro hasta el nuevo piso
que Jep había alquilado. Nos esperaban allí. Habían cenado y
preparado el salón para recibirnos.
Cuando la vi sentí un vuelco en el corazón. Era Mónica, más
atractiva si cabe que la noche en que Jep y yo la conocimos, en
compañía de una exótica y atractiva mujer, Carlota. Si Mónica volvió a atraer mi mirada y hasta mi corazón, Carlota
me fascinó.
Hacía demasiado que no veía a mis viejos amigos. Quizá
los problemas inherentes a mi casa, la situación creada con mis
compañeros, y la política, que hasta entonces había carecido de
importancia para mi, hicieron que olvidara algo tan sencillo como la
relación con los amigos de la infancia.
De Jep lo esperaba todo, no había de extrañarme encontrarlo
junto a Mónica, aunque en aquel momento me impresionara mucho; pero
con Joan era distinto y Carlota superaba cualquier cosa imaginable.
Su cabello parecía cortado por ella misma, en su casa, sin espejo y
con una tijera de podar arbustos; de un tono ligeramente pelirrojo,
más parecido a castaño, le llegaba justo bajo la nuca y caía sobre
su cara en irregulares mechones. Sus ojos, ni pequeños ni grandes,
eran oscuros y de una viveza que en aquel momento se me antojó
brutal, buscaban los míos de manera inquietante e inquisitiva. De
nariz suavemente aguileña, y gruesos labios ligeramente salidos para
afuera, que dejaban ver su perfecta y blanca dentadura. Su barbilla
un poco salida y con hoyuelo. Su cara, además de exótica, era
terriblemente sensual y de peculiar belleza, de tal modo que podías
estar mirándola durante horas sin cansarte. Pero era cómo vestía
lo que más llamaba la atención. Una camiseta rota de tan
desgastada, con un gran siete como escote y recortada de cualquier
manera en sus cantos, con algunos agujeros repartidos
desordenadamente. El pantalón con la misma tesitura, de tejano
gastado, casi reventado, lleno de agujeros y cortado justo por debajo
de sus rodillas. Nunca había visto nada igual, ni entre los hippies
más exóticos. Parecía producto de una pose, el interés por mostrar
una imagen entre descuidada y salvaje, la misma que su corte de pelo.
El calzado no le iba a la zaga, unas zapatillas de lona con cordones,
agujereadas de manera que parecían sandalias. Yo aún seguía
mirándola, mis ojos no daban abasto, mientras cuatro pares lo hacían
conmigo cargados de ironía, y los suyos de manera tan intensa que
aturdido terminé desviando la vista.
Al fin y haciendo que mi ensimismamiento se trasformara en
desconcierto, Carlota me preguntó sin rodeos
- ¿Eres de los que necesitan llevar la iniciativa o de los que esperan?-
Di un respingo, por qué no reconocerlo. Mis amigos, esos que
siempre había considerado convencionales, se habían enrollado con
las chicas más sorprendentes y atractivas que podía imaginarse.
Mónica era bella, la más que había conocido o incluso visto en mi
vida; Carlota también lo era, pero más por su atractivo que por el
típico estándar de belleza. La chica, sin su peculiar forma de
vestir y de peinarse, habría sido objetivo de bastantes miradas
masculinas; pero la belleza de Mónica, su atractivo, eran tan
sublimes que todo a su alrededor pasaba desapercibido, excepto la
mujer que tenía a su lado.
Me sentí feliz, tanto por mis dos amigos como por Tony y por mí
mismo. Yo sabía lo importante que era gustar a nuestras chicas y que
nos gustaran. Siempre quisimos que nuestras compañeras
atrajeran a los cuatro, aunque luego ellas escogieran solo a uno.
Pero lo que más me emocionó fue encontrar a Mónica, que me
fascinaba en todos los sentidos. Y volví a sentirme taladrado por su
increíble mirada, sus oscuros y expresivos ojos, que no me
abandonaban por mucho que me moviera por la sala.
Y no pude más que repetir la historia de mi viaje y mis andanzas
con Anna.
Terminamos hablando toda la noche, de cine, de literatura, de
política, de filosofía. Aquellas dos chicas eran asombrosas. Mónica principalmente, ya que por su extrema juventud no me cabía a la
cabeza cómo podía saber tanto y hablar de aquel modo, cuando no llegaba aún a
los dieciocho y solo su cuerpo, estilizado y bien formado, con un
poco de imaginación los aparentase. Era imposible quitarle la vista
de encima, de su entreabierto escote, de sus preciosas piernas, de
sus ojos, aun sabiendo que los tenía fijos en mí. Y me preocupé
por Jep, lo que podía pensar, y disimuladamente vigilé su reacción.
Y le vi sonreír satisfecho. Supuse que ya conocía la atracción mutua que ella y yo sentíamos.
Y hablamos de nuestra manera de pensar y de ser, lo que pensábamos sobre el amor, la amistad, el sexo, el compañerismo y la convivencia. Y nos descubrimos iguales. Teníamos la misma manera de pensar, quizá con timidez, pero demostrando el ansia de luchar contra los convencionalismos y la represiva educación que habíamos recibido.
Hacía tiempo que había dejado de creer en la pareja como eje de
convivencia. Los constantes incidentes familiares o de parejas de
amigos, habían calado muy hondo en mi espíritu, convenciéndome que
este modelo estaba superado y se basaba en el artificio y la
necesidad socio económica de la sociedad. La vida en comuna o tribal
era mucho mejor, más respetuosa con la libertad individual y
colectiva. Los incidentes no se solucionaban a dos bandas sino en
más, y las cosas se veían de otra manera. Los compañeros mediaban
y atemperaban el problema, y la solución se buscaba entre todos.
En la comuna, excepto algunos casos prontamente aislados, nunca
dejamos que los problemas se enquistaran; y esos pocos siempre habían llegado por gente externa, sobrevenida por la necesidad, el esnobismo
o la esperanza de sexo fácil.
Para mí lo más importante era la razón, pese a que mis
principios se tambalearan en un momento de debilidad, cuando soñé
que podría vivir con Anna. Y fuera de este sentimiento, incluso los
que te inculca la familia, la razón me decía que debía abandonar
cualquier tentación de pertenencia a una persona, a un grupo de ellas
o sentirme dueño de cualquiera.
Pasamos la noche en casa de Jep y me hizo feliz ver que la
relación de los cuatro había llegado tan lejos.
Por la mañana, al intentar averiguar si el cuarto de baño estaba
ocupado, encontré a Carlota saliendo de él. Volvía a vestir como
el día anterior y su cabello era un revoltijo de desordenados
mechones mojados y cortados despreocupadamente. Al salir del baño
encontré a las dos chicas desayunando en el comedor. Su atractivo
era inmanente, era imposible dejar de mirarlas. Me dirigí a Carlota
y le pregunté dónde compraba la ropa.
- En los Encantes- respondió - con cien pelas (pesetas) me visto
entera y a mi gusto, con comodidad y sin problemas de imagen-
- ¿Tan rota?- Pregunté entre inocente e irónico.
- La lavo con lejía y jabón, donde quedan manchas paso la
tijera, y los bordes si están rotos los recorto-
- ¿Y si la mancha coincide en un pezón o en una nalga?- Le
pregunté con ironía.
- Si me gusta mucho igual le coso un parche, aunque a veces ni
eso-
Y ahí se quedó. La seguí observando, esta vez sin burla. Aquella chica me gustaba, no era la típica niña que buscaba marcar la diferencia y tampoco la progre de boquilla.
- ¿Sabes tía? Me gustas un huevo-
- Tú a mí también, pero no lo olvides, quiero conocer a Anna.
Por lo que sé de ella ha de ser la leche-
.
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