miércoles, 25 de agosto de 2021

El Poder de una Convicción, 5ª parte

_________________________________________________ 

 

Por entonces empecé a frecuentar algunas manifestaciones contra la dictadura. En mi obsesión por no querer involucrarme con ninguna organización, pensé que lo mejor era, al menos al principio, tomar nota mental o escrita de todo lo que veía para aprender y, de ser necesario, conocer a quien me interesara. Las seguí y estudié con la pretensión de conocer cómo se formaban, quién las dirigía y el procedimiento que utilizaba. En ocasiones llegué a temer por mi seguridad. Me repetía demasiado en algunos lugares o siguiendo a ciertos individuos, aunque disimuladamente, hasta sus puntos de origen y encuentro, encontrándome con sorpresas, asombrándome por quienes estaban detrás de algunas algaradas, generalmente las más violentas. Solía buscar caras conocidas, siempre esperando encontrarme con Jep, que según él participaba en todas. Y nunca lo vi, ni detrás, ni delante; y sí, aunque solo en alguna, a Joan y Carlota, que nunca lo habían comentado. Entonces Carlota vestía de manera más formal, supuse que para no llamar la atención, y llevaba una gorra cubriendo su cabeza. 

El negocio montado en la comuna, si se le podía llamar así, seguía creciendo. El número de asociados había aumentado, y nosotros comercializábamos, ya con descaro, sus productos. Lo que al principio empezó para ayudar a quienes no tenían capacidad de comercialización, y que nosotros bautizamos como cooperación, terminó convirtiéndose en un negocio cuando nuestros amigos empezaron a tratarnos como simples intermediarios y nos pidieron responsabilidades. Decidimos cobrar una comisión según el grado de responsabilidad que se nos exigía, y en caso que fuera excesiva hacíamos de intermediarios, escogiendo y comprando el producto, para luego venderlo con un margen que nos diera beneficio.
De vez en cuando se nos presentaban problemas. En nuestra casa no, que ya los habíamos discutido y superado. Pero cuando alguien no pulía bien su producto, incumplía los plazos fijados o entregaba un material distinto al pedido, generalmente no lo aceptábamos. Entonces nos acusaban de materialistas, de excesivamente ambiciosos o, incluso, de traidores a nuestra filosofía, sin pensar que su vagancia o incompetencia podían echar a perder el trabajo y el bienestar de todos. Al cliente le importaba poco quién había hecho tal o cual cosa y sus circunstancias, él nos lo había encargado a nosotros. Y no era raro que alguno intentara envenenar mi relación con mis compañeros, utilizando nuestro antiguo talante de desprecio al mercadeo y al beneficio. Y si prosperaba o insistía en su cizañería, le respondía que si quería hacer lo que le viniera en gana, por tener ínfula de artista, trabajar cuando le apeteciera o hacerlo drogado hasta las cejas, no era nuestro problema ni sentíamos ninguna obligación hacia él. Y un día, al llegar a casa después de un día más duro de lo habitual, me encontré a dos que pretendían un amotinamiento, soliviantados porque no tuve redaños de entregar latón en cambio de alpaca, que era lo que nuestros clientes habían visto como muestra y encargado. Mila estaba encendida y a punto de llegar a las manos con ellos. Llegué a tiempo y les dije que quien vendía, entregaba y cobraba el producto era yo, y no estaba dispuesto a explicarle al cliente que la mercancía era distinta y había llegado tarde, porque el artesano había decidido cambiar de material y hacer vacaciones sin avisar. Y claro, aquello terminó sentando como un tiro a gente acostumbrada a vender en paradas hippies un producto hecho con total libertad, tanto temporal como creativa.
Tiempo atrás, Alex, Bill o incluso Rina, quizá habrían caído en la tentación, pero ahora, con la economía de la casa saneada gracias al trabajo de todos y a la formalidad, con una clientela que no conocían pero pagaba satisfecha en su día, prefirieron apartarse y dejar que Mila y yo nos encargáramos.

En uno de mis largos paseos por las callejas del barrio Gótico, mientras hacía tiempo a la espera que una tienda de la calle Canuda abriera, me encontré con un viejo amigo del grupo de Alba. Era un tipo extrovertido y culto, ya mayor, con familia y muy sedentario, fotógrafo de profesión. Uno de los pocos que no marchó a Katmandú. Estuvimos hablando un buen rato. Y sentados en un banco de la Plaça de la Vila de Madrid, le conté nuestra aventura y cómo abandonamos a los demás. Y me explicó que había recibido una carta del norte de la India, por la cual y sin estar muy seguro, le contaban que uno de ellos había muerto de una extraña infección y algunos habían contraído la hepatitis o algo parecido y lo estaban pasando muy mal. Y cuando le pregunté quiénes eran, el tipo se encogió de hombros.

- Qué más da uno que otro, si ninguno de ellos volverá-

Y entendí el mensaje. Nuestro antiguo grupo de amigos conscientemente había decidido el camino de la droga y de la autodestrucción, y si alguno sobrevivía, sería en forma de muerto viviente.
Yo ya no podía soportar la droga. En casa se fumaba algún que otro porro de marihuana, generalmente cultivada con macetas en el jardín. Y se hacía después de cenar, de la misma manera que cualquier otro podía fumar tabaco. Y conversábamos dentro de la nube aromática y embriagadora de su humo, pero nada más. Para mí aquello no era droga sino algo que Alex, Bill y Rina disfrutaban durante la sobremesa y no siempre. De vez en cuando Sole hacía una calada y Mila nunca. Una vez que le ofrecieron, con una mueca graciosa y cargada de ironía dijo que le dormía el sexo. A mí ni siquiera eso, porque solo conocerlos les expliqué que no fumaba ni tabaco.
La comuna había de mantenerse y eso costaba dinero. Y aunque el teléfono pareciera un lujo innecesario, todos lo queríamos, principalmente yo que lo necesitaba para contactar con nuestros clientes. Los niños necesitaban estar cómodos, sus papillas, la leche, su ropa y sus juguetes. Y queríamos vivir bien tanto en invierno como en verano, y para eso se necesitaban estufas, agua caliente y pagar la factura del gas y de la electricidad. Y nadie quería pasar hambre, ya lo hicimos en su momento y sabíamos lo que era. Y queríamos una cama para cada uno, con un colchón adecuado para no sufrir dolores de espalda; y sábanas y toallas suficientes, y detergente y, aunque sencilla, una lavadora que funcionara.
Y muchos se creían con derecho a utilizar nuestro techo y nuestras cosas sin haber arrimado el hombro, utilizar nuestro teléfono sin pedir permiso o sin dejar unas monedas a cambio; y más de uno se presentaba sin siquiera una botella de vino, sentándose en nuestra mesa esperando el rancho, convencido que nuestra despensa servía para esos menesteres. O llegaban de noche con la presunción de cepillarse a Mila o alguna amiga de visita, que estaban muy buenas y probablemente de cama fácil por vivir como vivían.
Hippies de medio pelo, pasado por el secador de la peluquera vecina para aguantar el crepado; progres con pico de oro y postín de intelectuales, con la neurona estancada en sus bajos. De todo se podía encontrar en nuestra puerta, y por muchos filtros que pusiéramos, siempre se colaba algún indeseable con ínfulas, o una desquiciada con ganas de pasar de mano en mano o tirarse, cuando descubría que aquello no era lo soñado, al primer desparejado que se le pusiera a tiro, que en este caso solía ser yo o algún aterrizado despistado. Yo era incapaz de caer, no porque alguna no me gustara o no sintiera la necesidad sino porque mis sentimientos estaban en otro lugar, soñando con Anna, que no podía olvidarla, o imaginando una imposible aventura amorosa con Mónica, de la que cada momento estaba más enamorado. El deseo a las compañeras de los amigos, aún más cuando careces de prejuicios y eres consciente que ellas también, son imposibles de evitar. Menos aún con una mujer como ella.

Mis convicciones y lo que en tan poco tiempo había visto y vivido, no me permitían olvidar a los amigos de María. Consciente que no era lo mejor y que no coincidíamos en casi nada, la intuición me decía que podía confiar en ellos. Con el resto de movimientos y de partidos políticos era tan poco coincidente como con ellos, excepto en sus teorías sociopolíticas, que individualmente o ya de manera práctica obviaban casi insultantemente. Según ella su fortaleza residía en la confianza que se profesaban y el respeto a la libertad de opinión. Curiosamente, en un mundo como el militar, donde cada individuo es un número, cualquiera podía abandonar el grupo con la convicción que nunca sería traicionado ni traicionaría a los antiguos compañeros. María lo tenía tan interiorizado, que cuando me contaba que alguien había marchado o uno de los suyos había conseguido sumar a unos cuantos, no se planteaba la posible traición o que alguien se fuera de la lengua por bebido que estuviera; podía dudar de muchas cosas, pero eso no lo tenía en cuenta. Y a mi, al considerarme ya uno de los suyos, me trataba del mismo modo. Sin embargo, la percepción que yo tenía de los grupos de la izquierda era todo lo contrario, entre ellos se traicionaban y cualquiera podía ser utilizado bajo el pretexto del bien grupal. Hasta el momento, los pocos que había conocido pasaban el día vigilándose con desconfianza, midiendo sus pasos y evitando compartir la información con sus propios compañeros.
María no era ajena a mi modo de pensar, de hecho, aunque con mucha delicadeza, me informaba sobre sus amigos, cómo eran, lo que pensaban y lo que más les inquietaba, y también me ayudaba en mi preparación. Me conocía y sabía que no me añadiría sin las respuestas precisas y la garantía de ser tratado como un igual. Ella, sin embargo, no se cansaba de repetir que nuestro encuentro no había pasado de ser un tanteo y que jamás aceptarían como compañero a alguien que no tuviera algo que aportar, que no fuera introducido por uno de ellos y, aún menos, a un sumiso.

- Popol, los sumisos aceptan cualquier trato que les facilite la vida y son proclives a la traición. Para nosotros el más insumiso es el más válido. El insumiso no se va por la puerta de atrás sino por la principal, y antes de eso discute hasta el límite-

A mi lo que más me preocupaba, además de mi inmadurez y la gran seguridad que ellos aparentaban, es que no tenía nada que aportar ni sabía cómo hacerlo. Y sin eso, cómo podría exigir, aunque desde la humildad, un trato de igual. Tal vez por eso volví a frecuentar la camarilla, esta vez tomando nota mental de todo lo que veía, oía e intuía. Me habían cogido cariño y me trataban como el amigo pobre pero digno, que sabía jugar al póquer y tratar a sus chicas, que tenía historias divertidas que contar y vivencias distintas a las suyas. Un tipo tan inofensivo que, con él, la prudencia verbal estaba de más.
Pero lo más importante y que más me ayudó fue que gracias a mi empeño para mejorar el francés, para poder defenderme con los muchos clientes franceses que habían montado tiendas en la Costa Brava, me matriculé en el Liceo Francés, donde entablé una relación distendida con otro estudiante.
El tipo se me acercó, no fui el único ni el primero, pero los demás, por una u otra causa, siempre habían tomado las de Villadiego. Hablaba poco y con cuidado, era muy culto o lo fingía con evidente éxito. Salíamos de la academia muy tarde, parábamos en un bar cercano y tomábamos una cerveza. Le gustaba hablar de política, principalmente de socialismo y de comunismo. No sé por qué, quizá su cara, su peinado, la sobriedad de su hablar. No lo parecía o lo fingía con mucha maestría, pero tuve una corazonada. Le comenté que todos éramos socialistas, que el comunismo estaba muy bien, siempre y cuando se ciñera a los cánones nacionales. El comunismo era internacionalista y pretendía estandarizar a todo el mundo bajo una misma bandera, a blancos, negros, chinos, eslavos, latinos, anglosajones. Apoyar el comunismo era perder la identidad.
Mi imagen de joven serio, formal y consecuente ayudó. Patriota, pero con reservas; nacionalista moderado, aunque serlo no estuviera de moda en aquel momento; decepcionado con el gobierno, que a cambio de comprensión e inversiones, cedía posiciones al capitalismo liberal de los países europeos.
Cuando terminé la perorata no podía ni creérmelo. Después de todo aquel tipo me importaba poco, de modo que me daba lo mismo lo que pensara de mi. Me reía de mi mismo, que es lo más sano y divertido, y hasta casi logré convencerme, como si yo fuera el extraño. El tipo simuló alterarse, pero sin mucha convicción. Había detalles en los que no estaba de acuerdo. Cerrarse en banda podía significar la pérdida del comercio, del turismo.
¡El turismo! Y ya que yo fabricaba productos para él, había tenido mucho tiempo para pensar en el problema. Y le respondí que el país había olvidado la investigación, que con la excusa del que inventen ellos, éramos rehenes de sus patentes, que era mejor crecer para parecernos a ellos y no terminar siendo sus camareros por ser más baratos que nadie.

Una tarde en cambio de tomar la cerveza de turno me pidió que le siguiera y me presentó a sus amigos, así, sin más, en una reunión, aparentemente de improviso. No les gustó e hicieron lo posible para demostrarlo. El tipo se mantuvo inflexible, aunque visiblemente incómodo. Estaba claro que necesitaban gente, hacer proselitismo, pero según ellos yo no daba la talla o eso me pareció. 

Un grupo de ultra. Mis amigos lo habrían tratado de ultraderecha, aunque eso último estuviera muy cogido de los pelos, porque parecía más de izquierda que mucha de la oposición que se definía como tal. Me mantuve en silencio. La reunión duró poco, quizá por mi presencia, y se debatió una presentación que debían hacer en una próxima asamblea general. En aquel momento eran seis o siete, ahora no recuerdo. Aparte del que me introdujo, que tendría unos veinticinco, el siguiente más joven debía pasarme diez años, y el que llevaba la voz cantante veinte lo menos, aunque por su calvicie podían ser más. 

El siguiente día de curso me aseguró que había causado buena impresión. No lo entendí, en todo el tiempo no había abierto la boca y no podían conocerme de nada. Pensé que no perdía nada con volver, solo el pellejo, que tal como iban a ir las cosas ya no vendría de eso.
Eran organizados y disciplinados, potencialmente muy peligrosos. Tenían sus jefes, sus subalternos.
No seguían ningún patrón conocido por mí. Mantenían contactos con el gobierno y con los mandos policiales, pero no tan fluidos como quisieran y en algunos casos muy tensos. Excepto mi presunto amigo, que parecía el más inocente, el resto no vestía la típica camisa azul; tampoco obedecían a un organigrama que yo pudiera reconocer, como por ejemplo el militar; sin embargo, los banderines sobre la mesa y la foto de Calvo Sotelo colgada en la pared, dejaban muy claro su origen, pero no tanto su ideología sociopolítica, que para mi seguía siendo un misterio. Cuando tuve ocasión, a mi amigo le pregunté a quién obedecían, respondió que a ellos mismos y al país. No quise interrogarle más, pero estaba claro que eran policías, al menos en su mayoría.

Al principio no se interesaron por mi opinión, que de poco habría servido porque tampoco la tenía. Y poco a poco, a medida que se iban añadiendo los encuentros fueron debatiendo asuntos más interesantes, como si mi presencia no comportara ningún riesgo. La infiltración, el descubrimiento y la represión en el interior de los grupos subversivos. Y un día, cuando ya me sentí un poco más seguro, pensé en jugármela. Hasta ese momento me había mantenido en silencio, excepto para soltar alguna ocurrencia inocente, un comentario sobre un barrio, una calle o un bar determinado, mientras escuchaba maravillado lo mucho que se hablaba, pero también que se callaba en mi presencia. Y les hablé de algunos de los que había vigilado en mis correrías por las manifestaciones, de cómo contactaban entre ellos y la relación que alguno mantenía con la policía; y también de la camarilla, de mis cenas y comidas en el gobierno civil. Y lo hice como de pasada, sin darle importancia, de manera que para ellos pareciera una trivialidad. Me escucharon en silencio, simulando que eso estaba bajo su control, pero no se me escapó su perplejidad. Aquel joven, tímido y sin sangre, no solo era partícipe de información vetada para ellos, sino que, sin entrar de lleno, también había descubierto algunos entresijos de la infiltración policial en las manifestaciones.
En la siguiente reunión y ya sin ambages debatieron sobre la mejor manera de desactivar violentamente un grupo subversivo. Y esta vez me atreví a opinar, levanté la mano, para pedir palabra, que era lo que se solía hacer, y con toda la inocencia del mundo les pregunté si no habían pensado en hacerlo al revés, ayudar al establecimiento de uno para atraer a su gente y luego desactivarlo. Y me reí en mi interior, cuando, con un discurso casi kafkiano, dejé que me convencieran de lo inapropiado que resultaba, cuando yo sabía que era uno de los sistemas que empleaba la policía política. 

- El fin condiciona más que los medios- les dije simulando que su objetivo era el mío. 

Unas semanas antes y casi sin querer ni proponérmelo, había comenzado una relación estable con María. Lo improbable había llegado de la mano de nuestras charlas privadas, casi siempre en su dormitorio, sobre sus amigos, su ideología y los cambios que se iban produciendo dentro del régimen y entre los mandos del mismo ejército. Una noche que dijo estar cansada, me preguntó si no me sabría mal seguir hablando con ella en la cama. Me senté a su lado para terminar lo que estábamos hablando y acto seguido marchar, pero ella abrió la sábana y me propuso pasar la noche juntos.

- Así estaremos más cómodos- me dijo. 

Aun siendo una invitación muy atractiva, no era lo que yo buscaba ni deseaba. De hecho yo seguía enamorado de Anna y muy perdidamente de Mónica, la primera desaparecida por completo y la segunda imposible para mí. Me desnudé hasta quedar en ropa interior, hablando como un bobo ya sin motivo. Ella se puso de lado y con un solo dedo empezó a acariciar mi pecho y mi vientre mientras me hablaba de algo que olvidé de inmediato.
Fueron un
os meses maravillosos, no con el ardor y la excitación que habría sentido de haber sido Mónica, pero sí con la intensidad y pasión que aporta el sexo.

 

.

No hay comentarios:

Publicar un comentario