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Por entonces empecé a frecuentar algunas manifestaciones contra la dictadura. En mi obsesión por no querer involucrarme con ninguna organización, pensé que lo mejor era, al menos al principio, tomar nota mental o escrita de todo lo que veía para aprender y, de ser necesario, conocer a quien me interesara. Las seguí y estudié con la pretensión de conocer cómo se formaban, quién las dirigía y el procedimiento que utilizaba. En ocasiones llegué a temer por mi seguridad. Me repetía demasiado en algunos lugares o siguiendo a ciertos individuos, aunque disimuladamente, hasta sus puntos de origen y encuentro, encontrándome con sorpresas, asombrándome por quienes estaban detrás de algunas algaradas, generalmente las más violentas. Solía buscar caras conocidas, siempre esperando encontrarme con Jep, que según él participaba en todas. Y nunca lo vi, ni detrás, ni delante; y sí, aunque solo en alguna, a Joan y Carlota, que nunca lo habían comentado. Entonces Carlota vestía de manera más formal, supuse que para no llamar la atención, y llevaba una gorra cubriendo su cabeza.
El negocio montado
en la comuna, si se le podía llamar así, seguía
creciendo. El
número de asociados había aumentado,
y nosotros comercializábamos, ya con descaro, sus productos. Lo
que al principio
empezó para ayudar a quienes no tenían capacidad de
comercialización, y que nosotros bautizamos como cooperación,
terminó convirtiéndose en un negocio cuando nuestros amigos
empezaron a tratarnos
como simples intermediarios y nos pidieron responsabilidades.
Decidimos cobrar una
comisión según el grado de responsabilidad que se
nos exigía, y en caso que fuera excesiva hacíamos
de intermediarios, escogiendo
y comprando el producto,
para luego venderlo con un margen que nos diera beneficio.
De vez en cuando se nos presentaban problemas. En nuestra casa no,
que ya los habíamos discutido y superado. Pero cuando alguien no
pulía bien su producto, incumplía los plazos fijados o entregaba un
material distinto al pedido, generalmente no lo aceptábamos.
Entonces nos acusaban de materialistas, de excesivamente ambiciosos
o, incluso, de traidores a nuestra filosofía, sin pensar que su
vagancia o incompetencia podían echar a perder el trabajo y el
bienestar de todos. Al cliente le importaba poco quién había hecho
tal o cual cosa y sus circunstancias, él nos lo había encargado a
nosotros. Y no era raro que alguno intentara envenenar mi relación
con mis compañeros, utilizando nuestro antiguo talante de desprecio
al mercadeo y al beneficio. Y si prosperaba o insistía en su
cizañería, le respondía que si quería hacer lo que le viniera en
gana, por tener ínfula de artista, trabajar cuando le apeteciera o
hacerlo drogado hasta las cejas, no era nuestro problema ni sentíamos
ninguna obligación hacia él. Y un día, al llegar a casa después
de un día más duro de lo habitual, me encontré a dos que
pretendían un amotinamiento, soliviantados porque no tuve redaños
de entregar latón en cambio de alpaca, que era lo que nuestros
clientes habían visto como muestra y encargado. Mila estaba
encendida y a punto de llegar a las manos con ellos. Llegué a tiempo
y les dije que quien vendía, entregaba y cobraba el producto era yo,
y no estaba dispuesto a explicarle al cliente que la mercancía era
distinta y había llegado tarde, porque el artesano había decidido
cambiar de material y hacer vacaciones sin avisar. Y claro, aquello
terminó sentando como un tiro a gente acostumbrada a vender en
paradas hippies un producto hecho con total libertad, tanto temporal
como creativa.
Tiempo atrás, Alex, Bill o incluso Rina, quizá habrían caído
en la tentación, pero ahora, con la economía de la casa saneada
gracias al trabajo de todos y a la formalidad, con una clientela que
no conocían pero pagaba satisfecha en su día, prefirieron apartarse
y dejar que Mila y yo nos encargáramos.
En uno de mis largos paseos por las callejas del barrio Gótico, mientras hacía tiempo a la espera que una tienda de la calle Canuda abriera, me encontré con un viejo amigo del grupo de Alba. Era un tipo extrovertido y culto, ya mayor, con familia y muy sedentario, fotógrafo de profesión. Uno de los pocos que no marchó a Katmandú. Estuvimos hablando un buen rato. Y sentados en un banco de la Plaça de la Vila de Madrid, le conté nuestra aventura y cómo abandonamos a los demás. Y me explicó que había recibido una carta del norte de la India, por la cual y sin estar muy seguro, le contaban que uno de ellos había muerto de una extraña infección y algunos habían contraído la hepatitis o algo parecido y lo estaban pasando muy mal. Y cuando le pregunté quiénes eran, el tipo se encogió de hombros.
- Qué más da uno que otro, si ninguno de ellos volverá-
Y entendí el mensaje. Nuestro antiguo grupo de amigos
conscientemente había decidido el camino de la droga y de la
autodestrucción, y si alguno sobrevivía, sería en forma de muerto
viviente.
Yo ya no podía soportar la droga. En casa se fumaba algún que
otro porro de marihuana, generalmente cultivada con macetas en el
jardín. Y se hacía después de cenar, de la misma manera que
cualquier otro podía fumar tabaco. Y conversábamos dentro de la
nube aromática y embriagadora de su humo, pero nada más. Para mí
aquello no era droga sino algo que Alex, Bill y Rina disfrutaban
durante la sobremesa y no siempre. De vez en cuando Sole hacía una
calada y Mila nunca. Una vez que le ofrecieron, con una mueca
graciosa y cargada de ironía dijo que le dormía el sexo. A mí ni
siquiera eso, porque solo conocerlos les expliqué que no fumaba ni
tabaco.
La comuna había de mantenerse y eso costaba dinero. Y aunque el
teléfono pareciera un lujo innecesario, todos lo queríamos,
principalmente yo que lo necesitaba para contactar con nuestros
clientes. Los niños necesitaban estar cómodos, sus papillas, la
leche, su ropa y sus juguetes. Y queríamos vivir bien tanto en
invierno como en verano, y para eso se necesitaban estufas, agua
caliente y pagar la factura del gas y de la electricidad. Y nadie
quería pasar hambre, ya lo hicimos en su momento y sabíamos lo que
era. Y queríamos una cama para cada uno, con un colchón adecuado
para no sufrir dolores de espalda; y sábanas y toallas suficientes,
y detergente y, aunque sencilla, una lavadora que funcionara.
Y muchos se creían con derecho a utilizar nuestro techo y
nuestras cosas sin haber arrimado el hombro, utilizar nuestro
teléfono sin pedir permiso o sin dejar unas monedas a cambio; y más
de uno se presentaba sin siquiera una botella de vino, sentándose en
nuestra mesa esperando el rancho, convencido que nuestra despensa
servía para esos menesteres. O llegaban de noche con la presunción
de cepillarse a Mila o alguna amiga de visita, que estaban muy buenas
y probablemente de cama fácil por vivir como vivían.
Hippies de medio pelo, pasado por el secador de la peluquera
vecina para aguantar el crepado; progres con pico de oro y postín de
intelectuales, con la neurona estancada en sus bajos. De todo se
podía encontrar en nuestra puerta, y por muchos filtros que
pusiéramos, siempre se colaba algún indeseable con ínfulas, o una
desquiciada con ganas de pasar de mano en mano o tirarse, cuando
descubría que aquello no era lo soñado, al primer desparejado que
se le pusiera a tiro, que en este caso solía ser yo o algún
aterrizado despistado. Yo era incapaz de caer, no porque alguna no me
gustara o no sintiera la necesidad sino porque mis sentimientos
estaban en otro lugar, soñando con Anna, que no podía olvidarla, o
imaginando una imposible aventura amorosa con Mónica, de la que cada
momento estaba más enamorado. El deseo a las compañeras de los
amigos, aún más cuando careces de prejuicios y eres consciente que
ellas también, son imposibles de evitar. Menos aún con una mujer
como ella.
Mis convicciones y lo que en tan poco tiempo había visto y
vivido, no me permitían olvidar a los amigos de María. Consciente
que no era lo mejor y que no coincidíamos en casi nada, la intuición
me decía que podía confiar en ellos. Con el resto de movimientos y
de partidos políticos era tan poco coincidente como con ellos,
excepto en sus teorías sociopolíticas, que individualmente o ya de
manera práctica obviaban casi insultantemente. Según ella su
fortaleza residía en la confianza que se profesaban y el respeto a
la libertad de opinión. Curiosamente, en un mundo como el militar,
donde cada individuo es un número, cualquiera podía abandonar el
grupo con la convicción que nunca sería traicionado ni traicionaría
a los antiguos compañeros. María lo tenía tan interiorizado, que
cuando me contaba que alguien había marchado o uno de los suyos
había conseguido sumar a unos cuantos, no se planteaba la posible
traición o que alguien se fuera de la lengua por bebido que
estuviera; podía dudar de muchas cosas, pero eso no lo tenía en
cuenta. Y a mi, al considerarme ya uno de los suyos, me trataba del
mismo modo. Sin embargo, la percepción que yo tenía de los grupos
de la izquierda era todo lo contrario, entre ellos se traicionaban y
cualquiera podía ser utilizado bajo el pretexto del bien grupal.
Hasta el momento, los pocos que había conocido pasaban el día
vigilándose con desconfianza, midiendo sus pasos y evitando
compartir la información con sus propios compañeros.
María no era ajena a mi modo de pensar, de hecho, aunque con
mucha delicadeza, me informaba sobre sus amigos, cómo eran, lo que
pensaban y lo que más les inquietaba, y también me ayudaba en mi
preparación. Me conocía y sabía que no me añadiría sin las
respuestas precisas y la garantía de ser tratado como un igual.
Ella, sin embargo, no se cansaba de repetir que nuestro encuentro no
había pasado de ser un tanteo y que jamás aceptarían como
compañero a alguien que no tuviera algo que aportar, que no fuera
introducido por uno de ellos y, aún menos, a un sumiso.
- Popol, los sumisos aceptan cualquier trato que les facilite la vida y son proclives a la traición. Para nosotros el más insumiso es el más válido. El insumiso no se va por la puerta de atrás sino por la principal, y antes de eso discute hasta el límite-
A mi lo que más me preocupaba, además de mi inmadurez y la gran
seguridad que ellos aparentaban, es que no tenía nada que aportar ni
sabía cómo hacerlo. Y sin eso, cómo podría exigir, aunque desde
la humildad, un trato de igual. Tal vez por eso volví a frecuentar
la camarilla, esta vez tomando nota mental de todo lo que veía, oía
e intuía. Me habían cogido cariño y me trataban como el amigo
pobre pero digno, que sabía jugar al póquer y tratar a sus chicas,
que tenía historias divertidas que contar y vivencias distintas a
las suyas. Un tipo tan inofensivo que, con él, la prudencia verbal
estaba de más.
Pero lo más importante y que más me ayudó
fue que gracias a mi empeño para mejorar el francés, para poder
defenderme con los muchos clientes franceses que habían montado
tiendas en la Costa Brava, me matriculé en el Liceo Francés, donde
entablé una relación distendida con otro estudiante.
El tipo se me acercó, no fui el único ni el primero, pero los
demás, por una u otra causa, siempre habían tomado las de
Villadiego. Hablaba poco y con cuidado, era muy culto o lo fingía
con evidente éxito. Salíamos de la academia muy tarde, parábamos
en un bar cercano y tomábamos una cerveza. Le gustaba hablar de
política, principalmente de socialismo y de comunismo. No sé por
qué, quizá su cara, su peinado, la sobriedad de su hablar. No lo
parecía o lo fingía con mucha maestría, pero tuve una corazonada.
Le comenté que todos éramos socialistas, que el comunismo estaba
muy bien, siempre y cuando se ciñera a los cánones nacionales. El
comunismo era internacionalista y pretendía estandarizar a todo el
mundo bajo una misma bandera, a blancos, negros, chinos, eslavos,
latinos, anglosajones. Apoyar el comunismo era perder la identidad.
Mi imagen de joven serio, formal y consecuente ayudó. Patriota,
pero con reservas; nacionalista moderado, aunque serlo no estuviera
de moda en aquel momento; decepcionado con el gobierno, que a cambio
de comprensión e inversiones, cedía posiciones al capitalismo
liberal de los países europeos.
Cuando terminé la perorata no podía ni creérmelo. Después de
todo aquel tipo me importaba poco, de modo que me daba lo mismo lo
que pensara de mi. Me reía de mi mismo, que es lo más sano y
divertido, y hasta casi logré convencerme, como si yo fuera el
extraño. El tipo simuló alterarse, pero sin mucha convicción.
Había detalles en los que no estaba de acuerdo. Cerrarse en banda
podía significar la pérdida del comercio, del turismo.
¡El turismo! Y ya que yo fabricaba productos para él, había
tenido mucho tiempo para pensar en el problema. Y le respondí que el
país había olvidado la investigación, que con la excusa del que
inventen ellos, éramos rehenes de sus patentes, que era mejor crecer
para parecernos a ellos y no terminar siendo sus camareros por ser
más baratos que nadie.
Una tarde en cambio de tomar la cerveza de turno me pidió que le siguiera y me presentó a sus amigos, así, sin más, en una reunión, aparentemente de improviso. No les gustó e hicieron lo posible para demostrarlo. El tipo se mantuvo inflexible, aunque visiblemente incómodo. Estaba claro que necesitaban gente, hacer proselitismo, pero según ellos yo no daba la talla o eso me pareció.
Un grupo de ultra. Mis amigos lo habrían tratado de ultraderecha, aunque eso último estuviera muy cogido de los pelos, porque parecía más de izquierda que mucha de la oposición que se definía como tal. Me mantuve en silencio. La reunión duró poco, quizá por mi presencia, y se debatió una presentación que debían hacer en una próxima asamblea general. En aquel momento eran seis o siete, ahora no recuerdo. Aparte del que me introdujo, que tendría unos veinticinco, el siguiente más joven debía pasarme diez años, y el que llevaba la voz cantante veinte lo menos, aunque por su calvicie podían ser más.
El siguiente día de curso me
aseguró
que había causado buena impresión. No lo entendí, en todo el
tiempo no había abierto
la boca y no podían conocerme de nada. Pensé
que no perdía nada con volver, solo el pellejo, que tal como iban a
ir las cosas ya no vendría
de eso.
Eran organizados y
disciplinados, potencialmente muy peligrosos. Tenían sus jefes, sus
subalternos. No
seguían ningún patrón conocido por mí. Mantenían contactos con
el gobierno y
con los mandos
policiales, pero no
tan
fluidos como quisieran
y en algunos casos muy
tensos. Excepto mi
presunto amigo, que
parecía el más inocente,
el resto no vestía la
típica camisa azul;
tampoco
obedecían a un organigrama
que yo pudiera reconocer,
como por ejemplo el militar;
sin embargo, los banderines sobre la mesa y la foto de
Calvo Sotelo colgada en
la pared, dejaban muy
claro su origen,
pero no tanto
su ideología sociopolítica,
que para mi seguía siendo un misterio.
Cuando tuve ocasión, a
mi amigo le
pregunté a quién obedecían, respondió
que a ellos mismos y al país. No
quise
interrogarle más,
pero estaba claro
que eran policías, al menos en su mayoría.
Al principio no se
interesaron por mi opinión,
que de poco habría
servido porque tampoco la
tenía. Y
poco a poco, a medida que
se iban añadiendo los encuentros
fueron debatiendo asuntos más interesantes, como
si mi presencia no comportara ningún riesgo. La
infiltración, el descubrimiento y la represión en el
interior de los grupos
subversivos. Y un día, cuando ya me sentí un poco más seguro,
pensé en jugármela. Hasta
ese momento me había
mantenido en silencio,
excepto para soltar
alguna ocurrencia
inocente, un comentario sobre un barrio, una calle o un bar
determinado, mientras
escuchaba maravillado lo
mucho
que se hablaba, pero
también que se callaba
en mi presencia. Y les hablé de algunos de los que había vigilado
en mis correrías por las manifestaciones, de cómo contactaban entre
ellos y la relación que alguno mantenía con la policía; y también
de la camarilla, de mis cenas y comidas en el gobierno civil. Y lo
hice como de pasada, sin darle importancia, de manera que para ellos
pareciera una
trivialidad. Me
escucharon
en silencio, simulando
que eso estaba
bajo su control,
pero no se me escapó su perplejidad.
Aquel joven,
tímido y sin sangre, no
solo era partícipe de
información vetada para ellos, sino
que, sin entrar de lleno, también había descubierto algunos
entresijos de la infiltración policial en las manifestaciones.
En la siguiente reunión y ya
sin ambages debatieron sobre la mejor manera de desactivar
violentamente un grupo subversivo.
Y esta vez me atreví a
opinar, levanté la mano, para pedir palabra, que era lo que se solía
hacer, y con toda la
inocencia del mundo les pregunté
si no habían pensado en hacerlo al revés, ayudar al establecimiento
de uno para atraer a su
gente y luego
desactivarlo.
Y me reí en mi interior, cuando, con un discurso casi kafkiano, dejé
que me convencieran de lo inapropiado que resultaba, cuando
yo sabía que era uno de los sistemas que empleaba la policía
política.
- El fin condiciona más que los medios- les dije simulando que su objetivo era el mío.
Unas semanas antes y casi sin querer ni proponérmelo, había comenzado una relación estable con María. Lo improbable había llegado de la mano de nuestras charlas privadas, casi siempre en su dormitorio, sobre sus amigos, su ideología y los cambios que se iban produciendo dentro del régimen y entre los mandos del mismo ejército. Una noche que dijo estar cansada, me preguntó si no me sabría mal seguir hablando con ella en la cama. Me senté a su lado para terminar lo que estábamos hablando y acto seguido marchar, pero ella abrió la sábana y me propuso pasar la noche juntos.
- Así estaremos más cómodos- me dijo.
Aun siendo una invitación
muy atractiva, no
era lo que yo buscaba ni deseaba. De hecho yo
seguía enamorado de Anna y muy
perdidamente de Mónica,
la primera desaparecida por completo y la segunda imposible para mí.
Me desnudé hasta quedar en ropa interior, hablando como
un bobo ya sin motivo.
Ella se puso de lado y con
un solo dedo empezó a
acariciar mi pecho y mi
vientre mientras me
hablaba de algo que olvidé de inmediato.
Fueron unos
meses maravillosos,
no con el
ardor y
la
excitación que
habría sentido
de haber sido Mónica,
pero sí con
la intensidad y pasión
que aporta el sexo.
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