viernes, 6 de agosto de 2021

De machismo, piropos y violencia

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De camino al río encuentro una mujer joven y atractiva, viste pantalón de color beig y un top de bolillo crudo y con relieves marrón claro. Me fijo en ella porque llegando a una empresa se pone una chaqueta, que está de más por el calor que hace. A su espalda y a unos veinte metros, tres hombres vestidos con mono siguen su camino, probablemente en dirección a la misma empresa. Escucho un murmullo, que en mis tiempos habría sido una exclamación soez. Todo ha cambiado y quieras o no el machismo se ha disipado, quedando de él eso que llaman minimachismos, que en realidad es el residuo de una patética incultura.
La chica, al cubrir su atractivo cuerpo, probablemente está intentando evitar ser objeto. No es sexismo sino prejuicio. Los hombres, por otros motivos, haga calor o frío también cubren su cuerpo con distintos estilos de chaqueta, e incluso ese ornamento del siglo XVII llamado corbata, que no sirve para nada y molesta más que luce. El aparatoso vestuario del hombre, convenientemente homologado con unas formas muy definidas, no deja de ser un vulgar uniforme que, al marcar sus formas, lo hace más señorial y atractivo. Es decir, otro prejuicio.


Los piropos, comentarios o exclamaciones sexistas, no son exclusiva masculina, aunque sí y por desgracia, al hombre se le permitía soltarlos a una mujer sin demasiado pudor, que en el mejor de los casos se sentía verbalmente violentada.


De joven entrené a un grupo de chicas, de una escuela femenina en la parte alta de la ciudad, la zona de las mejores escuelas o al menos las más caras. Dieron conmigo gracias a amigos comunes que ahora no vienen al caso. La directora, una monja reciclada, junto al padre de una de las chicas, un alto mando policial reconvertido, se empecinaron en que sus pupilas habían de recibir un cursillo de defensa personal.
Las dos primeras semanas (el curso era de solo una hora semanal) habrían estado bien sino fuera por la expectación que el curso provocó. En los ventanales de la parte superior de la escuela, se agolparon grupos de chicas para seguir la práctica con fuertes risas. Antes de empezar con la tercera la directora había habilitado una gran sala en el sótano de la vieja escuela, que tanto servía para el laboratorio como sala de canto.
Durante las semanas siguientes tomé una cierta confianza con dos de las chicas, una de ellas precisamente la hija del alto mando, que en un aparte y tras ver que la expectación aún se dejaba sentir, con un tremendo desparpajo me dijo que yo no podía imaginar la de pajas que aquellas chicas se hacían a mi costa. Y al ver mi confusión, me preguntó si no oía las exclamaciones que soltaban. Obviamente, algunos grititos oía, pero por centrarme en mi trabajo no los escuchaba.
Al llegar a mi casa, lo primero que hice es mirarme al espejo. Fue entonces cuando me di cuenta de mi apariencia. Instintivamente o no, me estaba vistiendo para la ocasión, es decir, como un joven y elegante entrenador de defensa personal, de una escuela femenina de la clase más alta.

La historia, como todas, tuvo su miga. La confianza, o mejor decir empatía, con las dos chicas devino por su empeño en aprender, cabe decir que con una extraña sobredosis de brutalidad. La una por ser hija de quien era y la otra por solidaridad con su amiga. Al principio les enseñé a muscular, y para ello nada mejor que el balonmano y el baloncesto con pelotas medicinales. Eso fue por consejo de Mila. Luego vino la lucha en sí, y fue entonces cuando las dos chicas se descubrieron.
Las recuerdo muy normales, la hija del mando de apariencia más delicada. Personalmente les habría aconsejado tomar clases de guitarra, aunque con el paso del tiempo descubrí que la tocaban y bastante bien, cantando canciones de protesta y pacifistas típicas de la época y la edad. La apariencia no me había engañado.
A los dos meses empecé a preocuparme, porque tal como el resto seguía el curso correctamente, aquel par de locas dos ponían un especial énfasis en atacarme con suma violencia, de manera que a veces no me quedaba otra que defenderme con cierta dureza, por lo cual a su casa se llevaban algún que otro moratón. Yo intentaba frenarlas hasta el día que la chica me confesó, con el desparpajo que solía, que ella pasaba por dos exámenes, el mío y el de su padre, y que un moratón, por pequeño que fuera, para su padre era motivo de orgullo, casi de lágrimas.
Me las quedé mirando, perplejo es poco, principalmente a la otra, que no tenía ninguna necesidad; pero solía acompañar a su amiga, quedándose a veces a cenar y a dormir, y mostraba sus moratones para explicar lo que habían aprendido y cómo. Una podía ser forzada, que lo era, pero dos ya no, y las chicas además de buenas amigas eran listas.
A la semana siguiente y tras una dura sesión, redacté una carta para su progenitor, en la que contaba que encima llevaba tantos moratones como su hija, por lo cual daba fe que era capaz de defenderse, no solo de un hombre con malas intenciones sino de dos a la vez.
Debo reconocer que no funcionó, las dos chicas siguieron en sus trece, según Mila porque les debía gustar dar y recibir.
-Eso del padre suena un poco a camelo barato. Algo habrá, pero ellas lo magnifican – me explicó tras un día especialmente duro.

Cabe decir que la cosa no terminó muy bien, y, aunque no fuera despedido, el curso finalizó por presiones de un grupo de padres, que no entendían como sus hijas habían aprendido a arrancar ojos, descoyuntar hombros y otras lindezas, que yo y cualquiera que quisiera que su hija saliera bien parada de un encontronazo con un par de indeseables, consideraba indispensable.
A los violadores no se les puede dar ni media oportunidad. No basta con saber rechazarlos sino que hay que inhabilitarlos para que no puedan responder. Artur y yo así se lo enseñamos a Anna, y gracias a eso y a su valor, Mónica, Carla y ella pudieron salvarse de cuatro energúmenos.
Seguramente el padre de la chica lo entendió y le satisfizo, no así otros padres, que prefieren que sus hijas no opongan resistencia para evitar males mayores.

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