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De camino al río encuentro una mujer joven y atractiva, viste
pantalón de color beig y un top de bolillo crudo y con relieves
marrón claro. Me fijo en ella porque llegando a una empresa se pone
una chaqueta, que está de más por el calor que hace. A su espalda y
a unos veinte metros, tres hombres vestidos con mono siguen su
camino, probablemente en dirección a la misma empresa. Escucho un
murmullo, que en mis tiempos habría sido una exclamación soez. Todo
ha cambiado y quieras o no el machismo se ha disipado, quedando de él
eso que llaman minimachismos, que en realidad es el residuo de una
patética incultura.
La chica, al cubrir
su atractivo cuerpo, probablemente está intentando evitar ser
objeto. No es sexismo sino prejuicio. Los hombres, por otros motivos,
haga calor o frío también cubren su cuerpo con distintos estilos de
chaqueta, e incluso ese ornamento del siglo XVII llamado corbata, que
no sirve para nada y molesta más que luce. El aparatoso vestuario
del hombre, convenientemente homologado con unas formas muy
definidas, no deja de ser un vulgar uniforme que, al marcar sus
formas, lo hace más señorial y atractivo. Es decir, otro
prejuicio.
Los piropos, comentarios o exclamaciones
sexistas, no son exclusiva masculina, aunque sí y por desgracia, al
hombre se le permitía soltarlos a una mujer sin demasiado pudor, que
en el mejor de los casos se sentía verbalmente violentada.
De joven entrené a
un grupo de chicas, de una escuela femenina en la parte alta de la
ciudad, la zona de las mejores escuelas o al menos las más caras.
Dieron conmigo gracias a amigos comunes que ahora no vienen al caso.
La directora, una monja reciclada, junto al padre de una de las
chicas, un alto mando policial reconvertido, se empecinaron en que
sus pupilas habían de recibir un cursillo de defensa personal.
Las dos primeras
semanas (el curso era de solo una hora semanal) habrían estado bien
sino fuera por la expectación que el curso provocó. En los
ventanales de la parte superior de la escuela, se agolparon grupos de
chicas para seguir la práctica con fuertes risas. Antes de empezar
con la tercera la directora había habilitado una gran sala en el
sótano de la vieja escuela, que tanto servía para el laboratorio
como sala de canto.
Durante las semanas
siguientes tomé una cierta confianza con dos de las chicas, una de
ellas precisamente la hija del alto mando, que en un aparte y tras
ver que la expectación aún se dejaba sentir, con un tremendo
desparpajo me dijo que yo no podía imaginar la de pajas que aquellas
chicas se hacían a mi costa. Y al ver mi confusión, me preguntó si
no oía las exclamaciones que soltaban. Obviamente, algunos grititos
oía, pero por centrarme en mi trabajo no los escuchaba.
Al
llegar a mi casa, lo primero que hice es mirarme al espejo. Fue
entonces cuando me di cuenta de mi apariencia. Instintivamente o no,
me estaba vistiendo para la ocasión, es decir, como un joven y
elegante entrenador de defensa personal, de una escuela femenina de
la clase más alta.
La historia, como todas, tuvo su miga. La
confianza, o mejor decir empatía, con las dos chicas devino por su
empeño en aprender, cabe decir que con una extraña sobredosis de
brutalidad. La una por ser hija de quien era y la otra por
solidaridad con su amiga. Al principio les enseñé a muscular, y
para ello nada mejor que el balonmano y el baloncesto con pelotas
medicinales. Eso fue por consejo de Mila. Luego vino la lucha en sí,
y fue entonces cuando las dos chicas se descubrieron.
Las recuerdo muy
normales, la hija del mando de apariencia más delicada.
Personalmente les habría aconsejado tomar clases de guitarra, aunque
con el paso del tiempo descubrí que la tocaban y bastante bien,
cantando canciones de protesta y pacifistas típicas de la época y
la edad. La apariencia no me había engañado.
A los dos meses
empecé a preocuparme, porque tal como el resto seguía el curso
correctamente, aquel par de locas dos ponían un especial énfasis en
atacarme con suma violencia, de manera que a veces no me quedaba otra
que defenderme con cierta dureza, por lo cual a su casa se llevaban
algún que otro moratón. Yo intentaba frenarlas hasta el día que la
chica me confesó, con el desparpajo que solía, que ella pasaba por
dos exámenes, el mío y el de su padre, y que un moratón, por
pequeño que fuera, para su padre era motivo de orgullo, casi de
lágrimas.
Me las quedé
mirando, perplejo es poco, principalmente a la otra, que no tenía
ninguna necesidad; pero solía acompañar a su amiga, quedándose a
veces a cenar y a dormir, y mostraba sus moratones para explicar lo
que habían aprendido y cómo. Una podía ser forzada, que lo era,
pero dos ya no, y las chicas además de buenas amigas eran listas.
A
la semana siguiente y tras una dura sesión, redacté una carta para
su progenitor, en la que contaba que encima llevaba tantos moratones
como su hija, por lo cual daba fe que era capaz de defenderse, no
solo de un hombre con malas intenciones sino de dos a la vez.
Debo
reconocer que no funcionó, las dos chicas siguieron en sus trece,
según Mila porque les debía gustar dar y recibir.
-Eso del
padre suena un poco a camelo barato. Algo habrá, pero ellas lo magnifican – me explicó tras un día
especialmente duro.
Cabe decir que la cosa no terminó muy
bien, y, aunque no fuera despedido, el curso finalizó por presiones
de un grupo de padres, que no entendían como sus hijas habían
aprendido a arrancar ojos, descoyuntar hombros y otras lindezas, que
yo y cualquiera que quisiera que su hija saliera bien parada de un
encontronazo con un par de indeseables, consideraba indispensable.
A
los violadores no se les puede dar ni media oportunidad. No basta con
saber rechazarlos sino que hay que inhabilitarlos para que no puedan
responder. Artur y yo así se lo enseñamos a Anna, y gracias a eso y
a su valor, Mónica, Carla y ella pudieron salvarse de cuatro
energúmenos.
Seguramente el padre de la chica lo entendió y le
satisfizo, no así otros padres, que prefieren que sus hijas no
opongan resistencia para evitar males mayores.
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