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Anna y yo, a partir de nuestra llegada a Lahore,
nos habíamos convertido en uno y, por mucho que supiera que nunca
sería mía porque no lo era de nadie, creía que ya nada podría
separarnos. Nuestra
libertad era
innegociable. La
suya siempre lo había sido, mientras que a su lado yo había
aprendido a descubrir una parte de la mía que nunca había imaginado
que existiera. Y
después de lo vivido estábamos dispuestos a
morir y matar por defenderla.
Yo era consciente que
tras nuestra vuelta las cosas cambiarían, dejaríamos de vivir
pegados el uno junto al otro y, si bien nuestra relación sentimental
y de amistad había quedado marcada para toda la vida, recuperaríamos
nuestras anteriores vidas y los encuentros poco a poco se irían
espaciando. No obstante, había algo que ya nada ni nadie podría
cambiar, Anna y yo habíamos creado una extraña, sorda, invisible,
casi imperceptible dependencia mutua. Podíamos vivir muy alejados
uno del otro, pero en un momento de necesidad, tanto ella como yo
sabíamos que jamás nos fallaríamos. No
era dependencia sino todo lo contrario, porque en caso de haberla
sentido, de inmediato nos habríamos alejado. Era algo más intenso,
para lo que no tengo palabras para expresarlo. Seguramente como mejor
podría definirse, es que, pese la posible lejanía o falta de
contacto, seguiríamos siendo uno.
Al día siguiente llegué a casa. No me esperaban. Creían que estaría más tiempo, meses o incluso un año, que era lo que nuestros antiguos compañeros de viaje pretendían. No sé cuánto tiempo tardé en contarles nuestra historia, no toda porque hay cosas que solo a la familia puedes contar, y coincidí con la famosa abogada feminista y también la laboralista, que años más tarde se convertiría en dirigente de un partido político de la derecha independentista. Pero entonces era la historia de Popol la que interesaba, que rompía todos los moldes. El chico joven e inmaduro, que antes escuchaba en silencio y en un rincón, había vuelto con un bagaje para muchos difícil de creer y más seguro de si mismo.
A menudo me vestía
con el shalwar
kamez, me sentía incómodo con mi ropa
europea, los
tejanos ceñidos y con cremallera, las camisas con cuello, botones,
puños. Iba a trabajar vestido a la usanza
europea, pero
cuando salía a
comprar algo por el barrio o llevar los niños al parque, me vestía
al modo de Cachemira.
Volví a ganarme la
vida, no fue tan difícil, y poco a poco la historia vivida fue
quedando en el olvido. Las necesidades de la comuna, los problemas
cotidianos, que poco tiempo antes me habían
parecido triviales
y hasta estúpidos, volvían a tener vigencia y
ser importantes.
Jep había conseguido
nuevos productos, con más diseño y vanguardistas. Y tuve que
buscar nuevos materiales, técnicas más
novedosas y abrir nuevos mercados; y
renovar permisos municipales para instalar paradas en más pueblos y
barrios, en las fiestas patronales o de verano. Y tuve
que buscar nuevas amistades entre los
policías municipales, conseguir que no registraran
innecesariamente nuestras paradas en
búsqueda de una droga inexistente. Y es que el vecino de más edad,
con pinta de sumiso, pelo corto y camisa bien planchada, podía
permitirse la falta de un permiso, tenerlo caducado y hasta fumar un
porro en público. Nosotros no. Era la imagen y
la edad lo
que marcaba la diferencia.
Algunos me miraban con desconfianza.
Algo no cuadraba debían pensar. ¿Qué hace un tipo como este,
vestido normal y de pelo corto, con esos mamarrachos? Se
preguntarían. Y yo me reía al ver que no sabían si pedirme la
documentación o esperar mejor momento. Y en casos como este, los
buscaba y enfrentaba con la realidad.
- Buenos días agente,
somos nuevos en la feria, ¿quiere ver nuestros permisos?-
Y se retiraban
mustios, confusos
y decepcionados.
Su instinto represor había sido reprimido, momentáneamente se
dirían. Pero
con nosotros ya
no podrían, al
poco me encontraban hablando animadamente con los vecinos de parada:
el de la ropa, el de los juguetes y, a veces, desayunando en el
Casino con algún
concejal.
Anna, poco a poco, casi imperceptiblemente, fue
diluyéndose. No tenía teléfono y el que podía utilizar del
trabajo, no me lo había dado. De vez en
cuando me llamaba, preguntaba cómo me iba
o se presentaba en casa como si viniera de visita. En esos casos, si
la situación lo permitía, que casi
siempre era así, se quedaba a dormir.
Otras veces era yo el que
pasaba algunos días en su casa, los justos para mantener nuestra
peculiar llama
encendida.
Aquella mujer no era de nadie, nunca lo sería o eso creía yo.
Más intimidad, convivencia y hermandad que conmigo era imposible;
más amor que el sentido el uno por el otro era difícil. Y, no
obstante, no éramos pareja, nunca lo habíamos sido.
Un día, creo que a primeros de Septiembre, me propuso ir a un concierto de Pete Seeger cerca de la Universidad. A mi me gustaba mucho, su música y su personalidad, y había sido anunciado con profusión. No sabía nada de sus inquietudes políticas y tampoco me importaban. Habíamos quedado en una salida de Metro, no recuerdo cuál. Me esperaba con una amiga. Me sorprendió su parecido, igual de alta y estilizada, morena y atractiva; un poco más robusta, de cabello ondulado, Anna con flequillo y María sin él. Vestía de manera más clásica y refinada. Recuerdo muy bien su sonrisa, que por sus hoyuelos parecía perpetua. Tan simpática como extrovertida, no percibí timidez por mi presencia sino al contrario, al momento se situó de modo que yo quedara en el centro. Me llamó la atención la separación en sus incisivos, muy parecida a la de Anna pero ligeramente en forma de uve.
Llegamos tarde o eso nos pareció. El concierto había sido
prohibido a última hora por el Gobierno Civil, y la Diagonal estaba
tomada por la policía, había cientos de “grises” que era como
los llamábamos entonces por el color de su uniforme, a caballo y con
furgones de cristales enrejados. La gente estaba en el centro,
cercada excepto por el lado de los edificios universitarios, aunque
desde donde nos encontrábamos no podíamos apreciarlo. Y vimos a la
policía cargar contra la gente de manera despiadada, sin aparente
motivo.
Correrías, golpes de porra, policías cebándose a patadas con
los caídos. Y un furgón abrió una brecha entre la gente sin pensar
si la atropellaba.
Nos encontrábamos fuera de aquel espacio y entramos en los jardines del Palacio Real. Desde allí vimos el espectáculo sin saber a cuento de qué venía. Los guardas habían cerrado las puertas a nuestro paso y nos sentimos a salvo. Yo estaba muy nervioso, mis dos compañeras, sin embargo, observaban lo que pasaba tras la cerca con pasmosa serenidad, sin alterarse ni denotar preocupación. Muchos corrían con sangre en la cara o en las manos. Me sentí fatal y me retiré unos metros con los guardas. Ellas prefirieron mantenerse en el gran portón de hierro, para ver lo más cerca posible todo lo que pasaba.
Terminó tal como empezó. La policía se replegó cuando pareció haberse cansado de apalizar. Había detenido a una docena de estudiantes y con aquello parecía estar satisfecha. Cogimos el Metro y nos fuimos a la Cova del Drac. Yo estaba alterado, era la primera vez que veía algo así y me había impresionado. Sabía por mis amigos Jep, Joan y Toni, y por los que a veces irrumpían en nuestra casa, el carácter de las manifestaciones y la exagerada y demente violencia con que eran reprimidas por la policía, que solo podía ser producto de mucha anfetamina y odio. Jep innumerables veces había intentado motivarme, siempre infructuosamente, más por su carácter dogmático y alineado a una ideología que no me convencía, que por mi falta de interés; pero aquella vez, haberlo visto tan de cerca me produjo asco. Sentí una profunda repugnancia por la inmundicia de los sátrapas y el descerebramiento inhumano de sus esbirros. No podía imaginar tanta saña y violencia gratuita por parte de la policía hacia sus ciudadanos, ni siquiera en Pakistán, donde su gobierno no dudaba en enviar a sus jóvenes a la guerra.
Nosotros solo
quisimos asistir a un concierto que
parecía muy interesante, pero no hasta el punto de arriesgar el
físico. De haber sido desconvocado, seguramente me habría
molestado, pero nada más. Pete
Seeger me gustaba, pero podía pasar sin él.
Y aquellos tipos, sin necesidad, habían decidido que no con
violencia y ensañamiento. Habíamos tenido suerte de haber llegado
tarde. Anna y María escuchaban mis quejas
en silencio, como
si no fuera con ellas, manteniendo
la misma postura de horas antes tras la
verja del Palacio Real. De pronto María me
preguntó que si en cambio de hablar tanto estaría dispuesto a
actuar. No lo hizo despectivamente ni de manera que pareciera un
desafío sino tranquilamente, como aquel que ofrece
un plato sencillo y poco caro
a alguien que no para de decir lo mucho que
le gustaría. Respondí que
sí, pero que hasta el momento a
todos mis amigos
y conocidos, comprometidos con
un cambio de régimen, los encontraba
excesivamente dogmáticos y muy
manipulados.
Las dos chicas se rieron.
- Como todos- dijeron. Y yo seguí con mi discurso.
No me gustaban las banderas ni los
discursos que se tomaban
como ideales al
pie de la letra. No era nacionalista y
odiaba ir tras una bandera, y estaba harto de los que decían que era
mía y tenía que
defenderla. Defenderla para quién, preguntaba.
Tenía amigos anarquistas y en la CNT,
pero habían terminado
trabajando para el resto y
también se habían inventado
otra bandera, eso sí,
lo suficiente ambigua para que nadie se sintiera mal. En
cuanto a la izquierda, los que había conocido lo eran tanto como
cualquiera, peleándose entre ellos por estúpidas nimiedades que
solo llevaban a la inmovilidad.
- Pasan más tiempo peleándose
entre ellos que contra quienes los persiguen- dije casi riéndome.
- Ese es el problema, ¿no te parece?
Manipulados por unos y utilizados por todos, y así la situación
termina eternizándose. Solo hay una manera,
destruir el régimen desde dentro- dijo María.
Anna me observaba del mismo modo que su amiga, pero en silencio y aparentando falta de interés por las palabras de María, simulando que le importaba poco el modelo de lucha, siempre que sirviera para destruir el sistema. Sin embargo, yo era muy consciente de su lucha interna. Para Anna no todo vale. De hecho para ella solo debería existir un camino, imposible de tan sobrehumano.
María se hizo habitual en nuestros encuentros.
Aquella semana nos vimos dos
o tres veces más.
Anna llamaba, quedaba conmigo y se presentaba con ella. Era aragonesa
y se conocían de pequeñas, del pequeño pueblo donde veraneaban.
Hablaban de su lago, de haber nadado de un extremo a otro de
adolescentes, cuando sus hermanos mayores no podían. Ahora, durante
un tiempo y mientras María buscaba
un alojamiento, vivían juntas.
Imaginé
aquellas dos mujeres en la misma cama y me reí interiormente.
Estaba seguro que la bisexualidad de Anna no podía
encajar con
el carácter de María, sin embargo, durante aquellos días mi
maravillosa amiga
hermana amante evitó acostarse conmigo.
Y poco a poco María fue introduciéndose en mi
mundo. Nos encontrábamos a solas, charlábamos hasta altas horas de
la noche de política, de ciencia, de música
y de literatura, mientras Anna, por una u otra razón, o simplemente
sin ella, no se presentaba. Y, tal como había
pasado antes con ella,
María empezó a
ser apreciada por
mis compañeros.
Mi nueva amiga conocía el amor que Anna y yo
compartíamos y no lo entendía. A veces pasaba la noche en nuestra
casa, sin atreverse a confesar que lo hacía porque Anna había
llevado un hombre
a su cama, con la confianza que ella podría estar con nosotros.
Anna era así, y
lo aceptabas o la dejabas.
Una de esas noches, durante la cena, hablamos
de la relación que manteníamos entre los de la casa; y también de
la mía con Anna, de nuestra libertad y
nuestro amor; y conté algunas anécdotas del
viaje que, aunque
sencillas, mostraban muy bien lo que sentíamos el uno por el otro.
Dormíamos en la misma cama, no había otra. Yo
solía hacerlo desnudo, pero con ella vestía
con un pijama que me molestaba en extremo.
Aquella noche María nos contó
que salía con un chico de Zaragoza, que lo quería mucho y nunca
había pensado en estar con otro, pero que su relación era abierta y
liberal y no la comprometía a nada. Estaba especialmente espléndida
y simpática, mucho más abierta de lo
normal, habíamos bebido algo más de lo
habitual, pero sin que nadie pudiera pensar que lo hacíamos con
alguna intención. Tardó
mucho en salir del baño,
de manera exagerada, tanto que Rina y Mila introdujeron la cabeza en
mi dormitorio y guiñaron un ojo. Yo lo
aproveché para escribir y dar cuerpo a
nuestro pequeño negocio.
Por entonces habíamos contactado y hecho amistad con mucha gente,
pequeños talleres y cooperativas que producían piezas de artesanía.
Habíamos conseguido organizarlos y centralizar la venta de sus
productos, y así evitar la competencia en estilos y diseños, de
modo que podíamos estar en las mismas ferias y mercados sin pelear
entre nosotros.
Al oír la puerta levanté la vista.
En un primer momento sentí temor, María
era muy bella, pero lo último que quería era una aventura con una
compañera de la casa y aún menos con la
amiga de Anna. Estaba
maravillosa, y si bien durante unos momentos sentí
deseo, pronto me di cuenta que no era su intención. De haber sido
así aquella noche habría cometido una locura, aunque quizá no lo
fuera. Es posible que ella pensara lo mismo, o tal vez no y en
sus planes no entrara yo.
Durante la cena nos había preguntado si sería bien recibida y si podría disponer de una habitación. Le dijimos que si. Previéndolo por cómo iba su convivencia con Anna, unos días antes lo habíamos comentado entre nosotros. Y por la mañana, aún recuperándome del golpe de aquella misma noche, con la ayuda de Alex, preparé el dormitorio que quedaba vacío.
María hablaba muy a menudo de la democracia que deseaba, y de la dictadura y su opresión. Parecía que quisiera sondear al resto de mis compañeros. También hablaba conmigo a solas, como si temiera que se enfriara mi repentina rabia y determinación. No hacía falta. Desde entonces me había estado informando por amigos de la CNT y por Jep de la situación de los pequeños grupos políticos, de sus debilidades y cómo esquivaban la policía política, y lo que el partido comunista y la CNT hacían al respecto, que eran quienes movían casi todo.
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Ahora miramos todo hacia atrás.
ResponderEliminarPero no esta mal. Haber vivido cosas aunque a ratos nos gasearan en la Gran Vía y alguno se llevara algún porrazo.
Y bueno, ellas.
rojo y negro