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En el instituto habíamos formado un pequeño grupo de amigos: Artur, Jordi, Sebas y yo. Jordi, el más inteligente y con el que compartía las tardes sentado con Alba, era el más bajo de todos, pero fuerte y elástico, muy moreno, de tez pálida y cara ovalada y de mirada rápida y penetrante. Y Sebas, el más robusto de los tres, también moreno, muy introvertido y de pocas palabras, y el que nos arrastró a la montaña.
Con
ellos aprendí a amar la naturaleza, a distinguir las clases de
bosque y los árboles, los animales y la solidez de la nieve.
Salíamos pronto, con el primer tren de la mañana desde la estación
de la Plaza Catalunya, que se llenaba con gente de todo tipo,
estudiantes y trabajadores que iban a pasar el fin de semana a sus
casas, y excursionistas como nosotros. No recuerdo el precio del
billete, pero no era caro; el Estado financiaba el ferrocarril, que
era considerado un servicio público tan importante como el autobús
o el Metro. Me encantaba el recorrido, verde, abrupto y lleno de
túneles. Para mí era una fascinante aventura, repleta de emociones,
de gente por conocer, casi siempre mayor que nosotros. Llegábamos a
Puigcerdà alrededor de las diez de la mañana, casi siempre al final
del invierno y al principio de la primavera, cuando las nevadas son
más copiosas. Cerca de la estación había una sencilla pensión
donde cogíamos un par de habitaciones; una para Artur y para mí, y
la otra para nuestros amigos Sebas y Jordi. Era nuestra base de
operaciones por si algo salía mal o para nuestra vuelta. Nos
conocían y nos alertaban de cualquier cambio de tiempo que el
servicio meteorológico, tan impreciso entonces, hubiese obviado.
Aprendimos
a racionar nuestros alimentos, a comprar los más energéticos y
guardar lo justo para un caso de apuro, a valorar nuestra fuerza y
nuestra resistencia, a conocer nuestro cuerpo y saber dónde estaba
su límite, tanto el físico como el psicológico. Y aprendimos a
controlar nuestros miedos, como perder el vértigo que me atenazaba
desde pequeño, a escalar las paredes de piedra o atravesar torrentes
de hielo.
Con el
dinero que ganaba, trabajando algunos días de fiesta en jugueterías
y tiendas de deporte, compré las herramientas, las cuerdas, el
fogón, las botas. La mochila y el saco eran de Artur, cuya familia,
aparte de ser inmensamente rica, parecía haberme adoptado.
Y
recuerdo las charlas, otra vez sobre la vida y la muerte, el futuro,
el sexo o la improbable existencia de un dios, durante las heladas
noches y frente al fuego de los refugios de Meranges, de Alp o de
cualquier otro lugar del Pirineo. Éstas parecían la continuación
de las que compartía con Alba. Nos sentíamos fuertes y heroicos.
Despreciábamos la debilidad.
De
aquel tiempo recuerdo una terrible aventura. Era Semana Santa, había
nevado copiosamente y, pese las recomendaciones que nos habían hecho
en el pueblo, quisimos llegar al refugio de los lagos de Meranges. A
medio camino Artur sufrió el típico mal de montaña. Nunca lo
habíamos experimentado, sabíamos que existía, pero no sabíamos
qué era ni a qué se debía, y mucho menos cómo combatirlo. Yo era
el más alto y de mayor envergadura, por lo que me lo cargué sobre
la espalda hasta llegar al refugio. Recuerdo que en cuanto lo vio se
le pasaron todos los males. Quien ya no estaba tan entero era yo. Los
últimos metros se habían convertido en un suplicio y nadie estaba
en condiciones de ayudarme. A la vuelta, tres días después,
descubrimos que habían habido inundaciones.
Los deslizamientos de tierra habían cortado la línea férrea y la
carretera, por lo que tuvimos que quedarnos unos días más. El
milagro, decían en el pueblo, es que hubiéramos vuelto por nuestro
propio pie.
Aquella
excursión nos descubrió hasta dónde podíamos llegar, fue como un
pequeño ensayo para conocer nuestro límite. A partir de entonces
hicimos travesías que, en cualquier otro momento del año no habrían
supuesto ningún problema, pero que en Abril, cuando el piso empieza
a ceder por el deshielo y su grueso aumenta por las grandes nevadas,
nos obligaban a ser más prudentes. Jordi
aprovechaba esas largas excursiones para hablar conmigo. Intentaba
convencerme que Alba no era la mejor mujer para mí, la conocía
mucho más que yo.
- Esta
chica es muy rara. Ya sé que es inteligente, pero tiene unas ideas
muy extrañas. Aparte de eso, nunca podrás hacer nada con ella-.
Eso
decía de mil maneras distintas, sabiendo lo muy enamorado que estaba
y el poco futuro que me esperaba.
Generalmente
estábamos solos, casi nunca encontrábamos a nadie que hiciera
nuestro camino, era demasiado arriesgado y costoso. Durante las
grandes nevadas la gente evitaba los caminos de alta montaña. Para
salir del refugio debíamos hacer agujeros en la puerta y en las
ventanas. La nieve se precipitaba desde el tejado, acumulándose
alrededor del edificio y, cuando conseguíamos salir, nos gustaba ver
el lugar desde lejos, nuestro refugio enterrado bajo el desolado
paisaje.
Al año
siguiente y por las mismas fechas recibimos nuestro primer bautismo
de fuego. Teníamos dieciséis años, Artur diecisiete. Decidimos
completar la travesía de Núria a Setcases y otra vez cayó una gran
nevada. Era normal por las fechas. La última o penúltima suele
producirse a principios de la primavera y, dependiendo la calidad del
piso, son muy frecuentes los aludes y hundimientos.
Fue una
gran travesía. Andábamos siguiendo un camino preestablecido y en
diagonal, de manera que si uno caía en una trampa de hielo, los
demás pudieran socorrerlo. Y lo hacíamos sin picar el suelo, con
raquetas en los pies y pasos rápidos y cortos, para evitar un exceso
de presión en el piso. Antes de salir de Barcelona habíamos
fabricado nuestras propias raquetas con planchas de plástico, que
recortamos, agujereamos y deformamos con cuerdas hasta conseguir la
curva que buscábamos.
A medio
camino construimos un iglú con un gran pino negro como armazón.
Doblamos las primeras ramas que quedaban al aire y las cubrimos de
nieve hasta formar una gran tienda de campaña circular. Con latas
vacías y la rama más recta que encontramos fabricamos una pequeña
abertura en la parte superior, y en la inferior abrimos un agujero
con las mochilas haciendo de puerta. Con más nieve forramos las
paredes interiores hasta dejarlas lisas. En su interior se mantenía
la temperatura y gracias al farol de camping gas iluminamos la
estancia. Era la primera vez que construíamos uno así, los demás,
siempre como ensayo y sin necesidad, los habíamos hecho cavando un
agujero del mismo tamaño que la tienda, luego la plantábamos
reforzada con multitud de fuertes ramas, y la cubríamos con finos
bloques de nieve prensada. Nadie nos lo había enseñado, pero era
más práctico, rápido y funcional que cualquier otro invento sacado
de los manuales del buen montañero.
Al
salir el sol continuamos la caminata, esta vez tranquilos, ya que
sabíamos qué hacer en caso de encontrar algún problema.
Llegamos
a Setcases muy pronto y bastante descansados. En el pueblo,
pequeñísimo por entonces, había mucho movimiento. El pequeño
hostal estaba a reventar, con gente entrando y saliendo, algunos con
apariencia de expertos montañeros. Cerca de la puerta había unos
cuantos guardias civiles junto a dos Land Rover. Entramos en el bar
del hostal, teníamos ganas de comer algo y descansar, aunque
temíamos que aquella noche la pasaríamos en la tienda. Preguntamos
qué había pasado para que tanta gente estuviera nerviosa y dando
vueltas. Recuerdo que estábamos en la barra, sentados en los
taburetes, las mochilas al lado de la puerta y los anoraks sobre
ellas.
Un
numeroso grupo de excursionistas había salido de Nuria el día
anterior y todavía no había llegado, nos dijeron. Unos familiares
les estaban esperando, y al ver la situación y el tiempo, habían
llamado a la guardia civil, cuyo mando, del que nunca supimos su
nombre y graduación, estaba organizando una partida de salvamento.
Nos
miramos... no habíamos visto ninguna señal que indicara que por
allí hubiese pasado gente.
- Qué
raro. Nosotros venimos de allí y no hemos visto nada, ni una señal.
Unos
tipos de la barra parecían no creerlo, pero nuestra pinta decía lo
contrario. Era evidente que acabábamos de llegar y no de hacer el
pino.
Nos
preguntaron y se sorprendieron, y hasta que no les contamos lo del
iglú no dejaron de mirarnos con incredulidad. Había demasiado en
juego para que unos chavales se hicieran los graciosos. Uno de ellos
salió disparado y volvió con el mando, y éste nos pidió que los
ayudáramos.
-
Parece que entendéis más de montaña que muchos de los que estamos
aquí- nos dijo.
Comimos
un bocadillo, bebimos un vaso de vino, llenamos nuestras cantimploras
y nos acercamos a ellos. Con asombro vimos a un grupo que, mal
preparado y peor vestido, pensaba ir a rescatar a otro que, a buen
seguro, lo consideraba enemigo. Su vestuario era el típico, no les
faltaba ni la capa, y solo se habían permitido cambiar el tricornio
por una gorra de lana.
Un
joven recién salido del servicio militar entabló conversación
conmigo, se le notaba nervioso, era de Jaén y pocas veces había
visto tanta nieve. Le pregunté cómo se atrevía a salir vestido de
tal guisa, y respondió que era lo que marcaba el reglamento.
Entonces entendí. Era una cuestión de fe en su particular libro de
Mao. Si el reglamento decía eso y se seguía a rajatabla, nada podía
salir mal. Le importaba un pito que habláramos catalán entre
nosotros, solo quería estar cerca de alguien asequible para darse
más confianza. Le habían contado que aquellos jóvenes acababan de
hacer el mismo camino y estaban dispuestos a ayudarlos. Sus
compañeros estaban en su misma tesitura, pero no se atrevían. Me
dieron pena y, a la vez, sentí un profundo respeto.
Tardamos
casi todo el día en encontrarlos. Fue agotador. A medio camino, la
pista empezó a confundirse con el llano y el sargento organizó la
partida de manera que pareciera un peine, en forma de gigantesca
diagonal para que nadie pudiera perderse o caer en una trampa, y los
de la retaguardia pudieran ayudar; igual que solíamos hacer
nosotros, pero más alejados unos de otros y a lo grande. Una manera
muy lógica de no dejar ni un rincón sin necesidad de arriesgar. A
los guardias civiles, ateridos de frío, pero incansables, solo les
faltaba el mosquetón; aunque sí vi que llevaban su pistola
reglamentaria, aún no sé porqué. Quizá el reglamento les
impidiera ir desarmados incluso en un caso como aquel.
Cuando
la orografía del camino requería el estrechamiento del abanico,
coincidía con el tipo de Jaén, que prudente se situaba a mi lado;
entonces le intentaba transmitir mis conocimientos, pobres a mi
parecer, pero prácticos por la realidad. Le contaba cómo debía
andar y qué debía hacer antes de pasar por una hondonada de forma
sospechosa. Y le aconsejaba acerca del margen a dejar en un borde
para evitar su desprendimiento. Aquel tipo, buscando la compañía
del que creía experto, se había puesto en uno de los peores sitios
y así se lo hice saber; y no pareció importarle, pero temí que en
un momento de celo pudiera asomarse a un precipicio con la intención
de ver algo.
Los
encontró uno de ellos, lloraba de satisfacción y de desconsuelo. Lo
primero por ser él y el cuerpo, y no uno de los expertos montañeros;
lo segundo porque estaban muertos de frío o helados, ahora no
recuerdo. Eran tres, dos habían caído en un riachuelo, en la típica
trampa, muy parecida a la que tanto prevenía a mi compañero;
mortal, porque una vez dentro es imposible salir sin suficiente ayuda
exterior, y el agua y el frío hacen el resto. Al otro lo encontraron
algo más lejos y encogido. Mi compañero de Jaén me lanzó una
mirada de complicidad, había entendido. Al resto lo encontramos con
hipotermia y en una especie de cueva. Sus tres amigos no quisieron
esperar y salieron a la desesperada habiendo oscurecido, los que se
quedaron solo perdieron unos cuantos dedos.
Nunca
hay que andar de noche por el monte nevado, no conozco a nadie que lo
haya conseguido. Las trampas son mortales y las hay por doquier.
El mando se felicitaba y agradeció nuestra ayuda. Sabía que los había encontrado gracias a trabajar en equipo y haber podido cubrir mucho espacio; también que habíamos escogido la parte más accidentada, con lo que era más difícil coincidir con ellos. Lo hicimos así porque éramos conscientes que, pese nuestra juventud, estábamos muy preparados; y lo contrario hubiese costado más tiempo, algo de lo que nuestros rescatados no disponían.
En el pueblo esperaban unos periodistas y la noticia dio la vuelta por toda Europa. Y por mucho que intentamos evitarlo salimos en un plano de las noticias. Hubiésemos preferido el anonimato para evitar dar explicaciones a nuestras familias, que pensaban que andábamos por sitios más civilizados. Pero nos perdió la curiosidad por averiguar en qué condiciones habían salido. Y nos horrorizamos. Era imposible hacer una travesía tan larga, con comida tan difícil de preparar y poco calórica, sin suficientes hidratos de carbono. Nosotros llevábamos incluso caramelos para un caso de apuro o un momento de debilidad, y leche condensada en tubos. Y sus pies estaban congelados por no llevar algo tan simple como unos calcetines adecuados. Recuerdo que el mando de la guardia civil, al darse cuenta de nuestra desolación, nos miró y con cara de impotencia se encogió de hombros.
Un año más tarde, Artur y yo ayudamos a buscar a un célebre médico y experto montañero, que se había perdido en pleno invierno y en la misma población. Lo encontraron a los pocos días, ya habiendo desistido en la búsqueda, sentado en una piedra y mirando el pueblo desde lo alto. Estaba muerto de frío. Más tarde me enteré de que padecía una enfermedad fatal. Años más tarde, un día que recordamos el tema, Artur y yo nos prometimos que, en un caso parecido, el sano ayudaría al enfermo para terminar de la misma manera. Paradójicamente, el primero en enfermar sería el afortunado, ya que disfrutaría de la compañía del otro.
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