sábado, 24 de octubre de 2020

El Camino Infinito, 3ª parte

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Imagen de Michel Huché en Pixabay

En el instituto habíamos formado un pequeño grupo de amigos: Artur, Jordi, Sebas y yo. Jordi, el más inteligente y con el que compartía las tardes sentado con Alba, era el más bajo de todos, pero fuerte y elástico, muy moreno, de tez pálida y cara ovalada y de mirada rápida y penetrante. Y Sebas, el más robusto de los tres, también moreno, muy introvertido y de pocas palabras, y el que nos arrastró a la montaña.

Con ellos aprendí a amar la naturaleza, a distinguir las clases de bosque y los árboles, los animales y la solidez de la nieve. Salíamos pronto, con el primer tren de la mañana desde la estación de la Plaza Catalunya, que se llenaba con gente de todo tipo, estudiantes y trabajadores que iban a pasar el fin de semana a sus casas, y excursionistas como nosotros. No recuerdo el precio del billete, pero no era caro; el Estado financiaba el ferrocarril, que era considerado un servicio público tan importante como el autobús o el Metro. Me encantaba el recorrido, verde, abrupto y lleno de túneles. Para mí era una fascinante aventura, repleta de emociones, de gente por conocer, casi siempre mayor que nosotros. Llegábamos a Puigcerdà alrededor de las diez de la mañana, casi siempre al final del invierno y al principio de la primavera, cuando las nevadas son más copiosas. Cerca de la estación había una sencilla pensión donde cogíamos un par de habitaciones; una para Artur y para mí, y la otra para nuestros amigos Sebas y Jordi. Era nuestra base de operaciones por si algo salía mal o para nuestra vuelta. Nos conocían y nos alertaban de cualquier cambio de tiempo que el servicio meteorológico, tan impreciso entonces, hubiese obviado.
Aprendimos a racionar nuestros alimentos, a comprar los más energéticos y guardar lo justo para un caso de apuro, a valorar nuestra fuerza y nuestra resistencia, a conocer nuestro cuerpo y saber dónde estaba su límite, tanto el físico como el psicológico. Y aprendimos a controlar nuestros miedos, como perder el vértigo que me atenazaba desde pequeño, a escalar las paredes de piedra o atravesar torrentes de hielo.
Con el dinero que ganaba, trabajando algunos días de fiesta en jugueterías y tiendas de deporte, compré las herramientas, las cuerdas, el fogón, las botas. La mochila y el saco eran de Artur, cuya familia, aparte de ser inmensamente rica, parecía haberme adoptado.

Y recuerdo las charlas, otra vez sobre la vida y la muerte, el futuro, el sexo o la improbable existencia de un dios, durante las heladas noches y frente al fuego de los refugios de Meranges, de Alp o de cualquier otro lugar del Pirineo. Éstas parecían la continuación de las que compartía con Alba. Nos sentíamos fuertes y heroicos. Despreciábamos la debilidad.

De aquel tiempo recuerdo una terrible aventura. Era Semana Santa, había nevado copiosamente y, pese las recomendaciones que nos habían hecho en el pueblo, quisimos llegar al refugio de los lagos de Meranges. A medio camino Artur sufrió el típico mal de montaña. Nunca lo habíamos experimentado, sabíamos que existía, pero no sabíamos qué era ni a qué se debía, y mucho menos cómo combatirlo. Yo era el más alto y de mayor envergadura, por lo que me lo cargué sobre la espalda hasta llegar al refugio. Recuerdo que en cuanto lo vio se le pasaron todos los males. Quien ya no estaba tan entero era yo. Los últimos metros se habían convertido en un suplicio y nadie estaba en condiciones de ayudarme. A la vuelta, tres días después, descubrimos que habían habido inundaciones. Los deslizamientos de tierra habían cortado la línea férrea y la carretera, por lo que tuvimos que quedarnos unos días más. El milagro, decían en el pueblo, es que hubiéramos vuelto por nuestro propio pie.
Aquella excursión nos descubrió hasta dónde podíamos llegar, fue como un pequeño ensayo para conocer nuestro límite. A partir de entonces hicimos travesías que, en cualquier otro momento del año no habrían supuesto ningún problema, pero que en Abril, cuando el piso empieza a ceder por el deshielo y su grueso aumenta por las grandes nevadas, nos obligaban a ser más prudentes. Jordi aprovechaba esas largas excursiones para hablar conmigo. Intentaba convencerme que Alba no era la mejor mujer para mí, la conocía mucho más que yo.
- Esta chica es muy rara. Ya sé que es inteligente, pero tiene unas ideas muy extrañas. Aparte de eso, nunca podrás hacer nada con ella-.
Eso decía de mil maneras distintas, sabiendo lo muy enamorado que estaba y el poco futuro que me esperaba.

Generalmente estábamos solos, casi nunca encontrábamos a nadie que hiciera nuestro camino, era demasiado arriesgado y costoso. Durante las grandes nevadas la gente evitaba los caminos de alta montaña. Para salir del refugio debíamos hacer agujeros en la puerta y en las ventanas. La nieve se precipitaba desde el tejado, acumulándose alrededor del edificio y, cuando conseguíamos salir, nos gustaba ver el lugar desde lejos, nuestro refugio enterrado bajo el desolado paisaje.

Al año siguiente y por las mismas fechas recibimos nuestro primer bautismo de fuego. Teníamos dieciséis años, Artur diecisiete. Decidimos completar la travesía de Núria a Setcases y otra vez cayó una gran nevada. Era normal por las fechas. La última o penúltima suele producirse a principios de la primavera y, dependiendo la calidad del piso, son muy frecuentes los aludes y hundimientos.
Fue una gran travesía. Andábamos siguiendo un camino preestablecido y en diagonal, de manera que si uno caía en una trampa de hielo, los demás pudieran socorrerlo. Y lo hacíamos sin picar el suelo, con raquetas en los pies y pasos rápidos y cortos, para evitar un exceso de presión en el piso. Antes de salir de Barcelona habíamos fabricado nuestras propias raquetas con planchas de plástico, que recortamos, agujereamos y deformamos con cuerdas hasta conseguir la curva que buscábamos.
A medio camino construimos un iglú con un gran pino negro como armazón. Doblamos las primeras ramas que quedaban al aire y las cubrimos de nieve hasta formar una gran tienda de campaña circular. Con latas vacías y la rama más recta que encontramos fabricamos una pequeña abertura en la parte superior, y en la inferior abrimos un agujero con las mochilas haciendo de puerta. Con más nieve forramos las paredes interiores hasta dejarlas lisas. En su interior se mantenía la temperatura y gracias al farol de camping gas iluminamos la estancia. Era la primera vez que construíamos uno así, los demás, siempre como ensayo y sin necesidad, los habíamos hecho cavando un agujero del mismo tamaño que la tienda, luego la plantábamos reforzada con multitud de fuertes ramas, y la cubríamos con finos bloques de nieve prensada. Nadie nos lo había enseñado, pero era más práctico, rápido y funcional que cualquier otro invento sacado de los manuales del buen montañero.
Al salir el sol continuamos la caminata, esta vez tranquilos, ya que sabíamos qué hacer en caso de encontrar algún problema.
Llegamos a Setcases muy pronto y bastante descansados. En el pueblo, pequeñísimo por entonces, había mucho movimiento. El pequeño hostal estaba a reventar, con gente entrando y saliendo, algunos con apariencia de expertos montañeros. Cerca de la puerta había unos cuantos guardias civiles junto a dos Land Rover. Entramos en el bar del hostal, teníamos ganas de comer algo y descansar, aunque temíamos que aquella noche la pasaríamos en la tienda. Preguntamos qué había pasado para que tanta gente estuviera nerviosa y dando vueltas. Recuerdo que estábamos en la barra, sentados en los taburetes, las mochilas al lado de la puerta y los anoraks sobre ellas.
Un numeroso grupo de excursionistas había salido de Nuria el día anterior y todavía no había llegado, nos dijeron. Unos familiares les estaban esperando, y al ver la situación y el tiempo, habían llamado a la guardia civil, cuyo mando, del que nunca supimos su nombre y graduación, estaba organizando una partida de salvamento.
Nos miramos... no habíamos visto ninguna señal que indicara que por allí hubiese pasado gente.
- Qué raro. Nosotros venimos de allí y no hemos visto nada, ni una señal.
Unos tipos de la barra parecían no creerlo, pero nuestra pinta decía lo contrario. Era evidente que acabábamos de llegar y no de hacer el pino.
Nos preguntaron y se sorprendieron, y hasta que no les contamos lo del iglú no dejaron de mirarnos con incredulidad. Había demasiado en juego para que unos chavales se hicieran los graciosos. Uno de ellos salió disparado y volvió con el mando, y éste nos pidió que los ayudáramos.
- Parece que entendéis más de montaña que muchos de los que estamos aquí- nos dijo.
Comimos un bocadillo, bebimos un vaso de vino, llenamos nuestras cantimploras y nos acercamos a ellos. Con asombro vimos a un grupo que, mal preparado y peor vestido, pensaba ir a rescatar a otro que, a buen seguro, lo consideraba enemigo. Su vestuario era el típico, no les faltaba ni la capa, y solo se habían permitido cambiar el tricornio por una gorra de lana.
Un joven recién salido del servicio militar entabló conversación conmigo, se le notaba nervioso, era de Jaén y pocas veces había visto tanta nieve. Le pregunté cómo se atrevía a salir vestido de tal guisa, y respondió que era lo que marcaba el reglamento. Entonces entendí. Era una cuestión de fe en su particular libro de Mao. Si el reglamento decía eso y se seguía a rajatabla, nada podía salir mal. Le importaba un pito que habláramos catalán entre nosotros, solo quería estar cerca de alguien asequible para darse más confianza. Le habían contado que aquellos jóvenes acababan de hacer el mismo camino y estaban dispuestos a ayudarlos. Sus compañeros estaban en su misma tesitura, pero no se atrevían. Me dieron pena y, a la vez, sentí un profundo respeto.

Tardamos casi todo el día en encontrarlos. Fue agotador. A medio camino, la pista empezó a confundirse con el llano y el sargento organizó la partida de manera que pareciera un peine, en forma de gigantesca diagonal para que nadie pudiera perderse o caer en una trampa, y los de la retaguardia pudieran ayudar; igual que solíamos hacer nosotros, pero más alejados unos de otros y a lo grande. Una manera muy lógica de no dejar ni un rincón sin necesidad de arriesgar. A los guardias civiles, ateridos de frío, pero incansables, solo les faltaba el mosquetón; aunque sí vi que llevaban su pistola reglamentaria, aún no sé porqué. Quizá el reglamento les impidiera ir desarmados incluso en un caso como aquel.
Cuando la orografía del camino requería el estrechamiento del abanico, coincidía con el tipo de Jaén, que prudente se situaba a mi lado; entonces le intentaba transmitir mis conocimientos, pobres a mi parecer, pero prácticos por la realidad. Le contaba cómo debía andar y qué debía hacer antes de pasar por una hondonada de forma sospechosa. Y le aconsejaba acerca del margen a dejar en un borde para evitar su desprendimiento. Aquel tipo, buscando la compañía del que creía experto, se había puesto en uno de los peores sitios y así se lo hice saber; y no pareció importarle, pero temí que en un momento de celo pudiera asomarse a un precipicio con la intención de ver algo.
Los encontró uno de ellos, lloraba de satisfacción y de desconsuelo. Lo primero por ser él y el cuerpo, y no uno de los expertos montañeros; lo segundo porque estaban muertos de frío o helados, ahora no recuerdo. Eran tres, dos habían caído en un riachuelo, en la típica trampa, muy parecida a la que tanto prevenía a mi compañero; mortal, porque una vez dentro es imposible salir sin suficiente ayuda exterior, y el agua y el frío hacen el resto. Al otro lo encontraron algo más lejos y encogido. Mi compañero de Jaén me lanzó una mirada de complicidad, había entendido. Al resto lo encontramos con hipotermia y en una especie de cueva. Sus tres amigos no quisieron esperar y salieron a la desesperada habiendo oscurecido, los que se quedaron solo perdieron unos cuantos dedos.

Nunca hay que andar de noche por el monte nevado, no conozco a nadie que lo haya conseguido. Las trampas son mortales y las hay por doquier.

El mando se felicitaba y agradeció nuestra ayuda. Sabía que los había encontrado gracias a trabajar en equipo y haber podido cubrir mucho espacio; también que habíamos escogido la parte más accidentada, con lo que era más difícil coincidir con ellos. Lo hicimos así porque éramos conscientes que, pese nuestra juventud, estábamos muy preparados; y lo contrario hubiese costado más tiempo, algo de lo que nuestros rescatados no disponían.

En el pueblo esperaban unos periodistas y la noticia dio la vuelta por toda Europa. Y por mucho que intentamos evitarlo salimos en un plano de las noticias. Hubiésemos preferido el anonimato para evitar dar explicaciones a nuestras familias, que pensaban que andábamos por sitios más civilizados. Pero nos perdió la curiosidad por averiguar en qué condiciones habían salido. Y nos horrorizamos. Era imposible hacer una travesía tan larga, con comida tan difícil de preparar y poco calórica, sin suficientes hidratos de carbono. Nosotros llevábamos incluso caramelos para un caso de apuro o un momento de debilidad, y leche condensada en tubos. Y sus pies estaban congelados por no llevar algo tan simple como unos calcetines adecuados. Recuerdo que el mando de la guardia civil, al darse cuenta de nuestra desolación, nos miró y con cara de impotencia se encogió de hombros.

Un año más tarde, Artur y yo ayudamos a buscar a un célebre médico y experto montañero, que se había perdido en pleno invierno y en la misma población. Lo encontraron a los pocos días, ya habiendo desistido en la búsqueda, sentado en una piedra y mirando el pueblo desde lo alto. Estaba muerto de frío. Más tarde me enteré de que padecía una enfermedad fatal. Años más tarde, un día que recordamos el tema, Artur y yo nos prometimos que, en un caso parecido, el sano ayudaría al enfermo para terminar de la misma manera. Paradójicamente, el primero en enfermar sería el afortunado, ya que disfrutaría de la compañía del otro.

 

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