sábado, 10 de octubre de 2020

El Camino Infinito, 2ª parte

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Imagen de Stefan Keller en Pixabay

 

Yo tendría doce, ella uno menos. Alba fue mi primer amor, el más apasionado de todos.

¡Doce años! Hoy los cuento con asombro. De los doce hasta los veinte. ¡Cuántos años enamorado de la misma mujer!

Las aulas, como correspondía en aquel tiempo, eran separadas. Me había fijado en ella en la clase de canto, el único momento en que chicos y chicas podían encontrarse. Su mirada, su serena belleza, me cautivaron.

Entonces, como muchas otras veces, vivía con mis abuelos, en su grandiosa vivienda del ensanche barcelonés. Más de cuatrocientos metros cuadrados de casa, con sirvienta y cocinera.

Recuerdo los altos techos, artesonados y con frescos, que mi abuelo hizo restaurar. Nadie sabía que estaban pero un día, al desprenderse la pintura que los cubría, aparecieron. Y el ascensor de madera labrada, que me fascinaba con sus cientos de cristalitos moviéndose mientras subía. Lo utilizaba a menudo, aunque mis abuelos vivieran en el primer piso; el principal se llamaba entonces, porque es donde había vivido la gente principal del edificio. Y las grandes cristaleras de vidrio emplomado, el escritorio de caoba, que hacía de librería y que se alzaba casi hasta el techo -para buscar un volumen de la gran enciclopedia, había que subir por una escalera que se bamboleaba por su altura- y los armarios, a los que, pese a mi altura, no alcanzaba a lo más alto. Y recuerdo las puertas correderas de madera maciza, que por muchos años que hubiesen pasado nunca se atascaban; y los múltiples cuartos de baño y, sobre todo, lo que más me fascinaba, el cuartucho de las herramientas, que para la mayoría hubiese sido una buena estancia, para arreglar cualquier problema que conllevara una casa de esas dimensiones. También recuerdo el calentador a gas, arcaico, con un laberinto de tubitos de metal cromado, que milagrosamente o porque antes las cosas se hacían de otra manera, todavía funcionaba.

Cada día cogía el Metro hasta la Plaza Catalunya. Me encantaban los viejos vagones de madera, con sus asientos de listones barnizados, sus preciosos agarraderos cromados y bien cuidados. Entonces a nadie se le ocurría pintarrajear los vagones. Los nuevos, hoy ya retirados, eran una maravilla de la aerodinámica con su estructura redondeada, su interior forrado de fibra y los asientos tapizados, los de primera con terciopelo verde, los de segunda en escay.

Los fines de semana jugábamos a fútbol con los vecinos en el patio de la casa. Era una familia numerosa. Y veíamos la tele en su casa. Debía ser una de las primeras y muy cara, porque no la recuerdo pequeña. La Ponderosa es la primera serie de la que tengo recuerdo.

El tamaño del patio hacía honor al de la casa, era el más grande de toda la manzana, y mantenerlo limpio representaba un gran esfuerzo por la carbonilla de las calefacciones de hoteles y bancos. A veces saltaba el hijo del vecino del otro lado para jugar con nosotros, que mucho después fue uno de los peores presidentes del Barça. Yo era el más joven, por tanto el que jugaba menos. Con los años debería habituarme. En todo lo que me enfrenté a lo largo de mi vida, siempre fui el más joven de mi sexo, quizá por eso me entendía tan bien con las chicas.

De los doce años poco más recuerdo con la suficiente emoción y precisión, a no ser mi locura por Alba y los conciertos en los que cantábamos, disfrazados de campesinos austriacos, suizos, alemanes o a saber. El resto de mi vida era anodina, encerrado en la casa de mis abuelos los fines de semana, estudiando matemáticas y literatura, o ideando y construyendo máquinas imposibles en la habitación de las herramientas.

Quizá tardara un año, todo un curso para conocerla. Verla en la clase de canto ya no me bastaba. Mis amigos hacían esfuerzos para evitar salir escogidos ronqueando y desafinando hasta conseguirlo; yo, al contrario, miraba de afinar lo mejor que podía, aclarar la voz para llegar a la suya y poder acercarme a ella, cosa que nunca conseguí. Debía tener entre trece y catorce años cuando al fin pude hablar con ella. Nos esperábamos a la salida. Los chicos por un lado, las chicas por otro y nosotros por el nuestro. El director de la escuela, un avispado sacerdote, hacía que las chicas salieran antes para evitar encuentros que incitaran al pecado. Alba pronto aprendió a hacerse la remolona en la calle, supongo que cuando sus progenitores dejaron de exigirle puntualidad, y esperaba a un chico de mi clase que conocía de su calle. Primero fuimos tres, nosotros dos y ella; más tarde se unió Eva, una de sus amigas, famosa actriz años más tarde.

Nos sentábamos en el poyete de una vieja casa, siempre la misma. Allí hablábamos de la vida y la muerte, de la estupidez de los credos, de música y de amistad, nunca de política o de libertad. Éramos demasiado jóvenes para eso. Y recuerdo que por ella supe del Pirineo y sus montañas, de los pequeños lagos donde se bañaba en verano.

Hoy recuerdo aquellos días a cámara lenta, momento a momento, conversación a conversación. Año tras año moría por estar con ella, sentado en el escalón, escuchando su voz y departiendo nuestras ideas, aunque por aquel tiempo yo no tuviera demasiadas. Al fin, cuando se hacía tarde, la acompañábamos hasta su casa.

En caso que la situación, las clases o el tiempo impidieran nuestro encuentro, me acercaba a un bar cercano al Metro de Sarriá para jugar a las máquinas o al futbolín con Artur y un grupo de amigos. Era un experto en eso. Tomábamos una coca-cola, un zumo de cualquier cosa y pasábamos una hora jugando hasta cansarnos. A los once o doce años en casa de mi amigo construíamos cohetes y petardos con riesgo de quemarnos. Fabricábamos pólvora en grandes cantidades para reventarla en los lugares más impensables, casas abandonadas, jardines secretos o galerías subterráneas construidas durante la guerra, olvidadas desde entonces en una casa que sirvió de cuartel general. Más adelante nuestros juegos eran más de adultos y buscábamos el modo de gustar a las chicas o nos centrábamos en el deporte.

Con mi abuelo mantenía una relación intensa y afectiva, casi de padre y amigo. Fue el hombre que más me enseñó y el que me inculcó los principios con los que más adelante me regiría. Nunca se avergonzaba de nada, ni intentaba influenciar si no era con el ejemplo, porque lo importante para él no era el convencionalismo sino el convencimiento. Era un hombre profundamente religioso, catorce años más joven que mi abuela, atractivo y fiel, elegante y, por encima de todo, amigo de sus amigos, tuvieran la ideología que tuvieran. Los respetaba de la misma manera que él era respetado. Mi abuelo me enseñó a transigir, al contrario que mi padre, que no concebía otras ideas que las suyas, y también a saber valorar mis cualidades y mi potencial. Nunca se cansaba de demostrarme que lo importante no es ser el más inteligente o fuerte sino tener conciencia de hasta dónde se puede llegar. Le gustaba pescar y tenía gran cantidad de cañas y aparejos. Me compró una pequeña con todo lo necesario. Me enseñó a cebar los anzuelos, qué gusanos eran los mejores para cada lugar, cómo hacerlo con cangrejos; y hacía lo posible para no demostrar su malestar, cuando, con aquella miniatura, pescaba más que él con toda su grandeza. Pasados unos años, quizá tuviera catorce, me compró una caña grande y buena, y bien provista. Debió considerar que ya la merecía. Y algunos fines de semana íbamos a pescar con sus amigos, durmiendo en hoteles, comiendo y cenando en buenos restaurantes. En estas reuniones nunca escuché historias de la guerra, que cada uno la había hecho en su bando pero sí charlas sobre negocios, fútbol, comidas y paisajes.

Mi abuela era la ternura sin fin, la madre que hubiese querido, sin el egoísmo y el despotismo de la mía. En su juventud había hecho de modelo, siempre escondiéndose de sus padres y hermanos, extraordinariamente religiosos e integristas, para los que el papel de la mujer se circunscribía a servir al hombre.

Recuerdo que en verano y durante las vacaciones, escribía largas misivas a Alba aunque nunca declarando mi amor pues era demasiado vergonzoso para eso. En ellas le hablaba de nuestras conversaciones e inquietudes, que ya era mucho para mí. Yo veraneaba en un pueblo de la playa donde tenía un pequeño y variopinto grupo de amigos de la infancia: Joan, Jep, Toni y demás. Y les trasladaba mis inquietudes y conocimientos, que no eran sino los compartidos con mis tres amigos en el pequeño peyote de Sarriá.

Poco a poco mi familia fue volviéndose más deprimente, abotargada en sus fracasos y su falta de espíritu. Mi madre, acostumbrada a no trabajar y a un refinamiento que no podía permitirse; y mi padre, enfermo psíquico, incapaz de desembarazarse de su impotencia y de enfrentarse a los constantes desprecios de su mujer, fueron cerrando mi mundo como si del suyo se tratara. Mi espíritu rebelde, el que todo joven lleva dentro, se desbordaba durante los meses de invierno en aquellas tertulias de juventud, que hoy recuerdo muy maduras, profundas e inquietantes, y que definirían nuestro futuro carácter.

A los quince años recuerdo que todavía Alba y yo nos encontrábamos en el mismo lugar, yo con el temor de que el tiempo rompiera el encanto, que un día encontrara alguien que la satisficiera más y mejor; ella con el mismo temor, asombrada de que un tipo como yo, que aparentaba ser mucho mayor, se fijara en una chica como ella. Por entonces había crecido con desmesura, medía casi un metro ochenta y mi cuerpo iba a la medida; sin embargo, mi mente seguía siendo infantil, algo más que la de mis amigos, o eso creía.

 

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5 comentarios:

  1. El primer amor suele ser un ensayo general de todos los amores que vendrán. Lo peor es no poder reescribir el guión...

    Pero vivir sin libro de instrucciones, equivocándose, a tientas, sin certificados de garantía es lo único que vale la pena.

    Un abrazo sin distancia social ni máscarilla

    L'agüela

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    1. Absolutamente de acuerdo. Es curioso como una cosa te lleva a la otra, y cuando repasas te das cuenta que sin una de ellas el hilo sería imposible. Lo que hoy vives y amas, por años que tengas o por muchas vicisitudes que hayas pasado, es producto de lo que hiciste y amaste.
      Veo, amiga mía, que te mantienes en pie. Y me alegro.

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  2. Me gustó esta historia y tuve que pensar en algo similar que me pasó. Me enamoré locamente de una piba argentina a los catorce años. Elle tenía doce años. Cuando nos despedimos ella tenía trece años. Mi abuelo también era importante para mí.

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