sábado, 7 de noviembre de 2020

El Camino Infinito, 4ª parte

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De Sven Hoppe - www.camera-colonia.de, CC BY-SA 3.0, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=287934

 

Aquel mismo año, Alba abrazó el hipismo incondicionalmente como una forma de vivir y de ser, y poco a poco me dejé arrastrar por sus ideas y por su personalidad, pero principalmente por convicción. Ella tenía quince años, uno menos que yo. Nuestras charlas empezaron a rondar sobre la filosofía Brahman, la paz y la libertad. El año anterior, cerca de nuestro instituto, se habían dado los sucesos de la caputxinada, en que el movimiento estudiantil había sobrepasado lo anecdótico, los profesores se alineaban con los estudiantes y muchos sacerdotes se habían apuntado a la revuelta. Nosotros éramos distintos, no creíamos en la política ni lo que representaba; nos burlábamos de los marxistas y de los nacionalistas, los únicos que se hacían notar y que representaban algo parecido a una resistencia al régimen. Éramos muy jóvenes, completamente despolitizados, un auténtico producto del régimen, amorfo, desinformado, inofensivo, pero dispuesto a conseguir la libertad más absoluta a través del amor y de la paz. Para nosotros, el aire que se respiraba en el extranjero no era muy distinto al de España. Creíamos que la libertad era algo más de lo que se nos intentaba hacer ver, y dividíamos a la gente entre los que creían en ella y los que preferían el alineamiento bajo una bandera o el dogma de una ideología.

Mi amiga al poco abandonó el instituto. Había sido una alumna brillante, lo aprobaba todo con matrículas y podría haber estudiado cualquier cosa, pero prefirió estudiar en una escuela de pintura, que era lo que siempre había soñado. Yo la seguía donde fuera, pero ya no como un loco desquiciado de amor.

Durante el verano, supongo que con los diecisiete recién cumplidos, Artur y yo tuvimos nuestra primera aventura con chicas, si se le puede llamar así. Debió ser en Junio, porque no recuerdo a mucha gente. Habíamos ido a pasar el fin de semana a Cadaqués. Lo hacíamos a menudo. Nos gustaba bañarnos desnudos en las calas de Cap de Creus.
Acampamos en el camping y bajamos al pueblo. La noche era preciosa, aún la recuerdo. En la playa, frente al Casino, había una plataforma de cemento sobre la que colgaban luces de colores y ristras de banderines. Vimos dos chicas bailando descalzas y nos acercamos. Eran vascas, de nuestra edad, y habían hecho una escapada. Tendrían dieciséis o diecisiete años. Las llevamos a Les Arrels, una impresionante discoteca al aire libre en medio de la montaña, formada por múltiples terrazas con viejos olivos y grandes y retorcidas raíces. Y nos sedujeron. Nosotros éramos muy cortos en esto. Después cogimos una pequeña barca varada en la playa y las llevamos al centro de la bahía, allí donde nadie podía vernos, rodeados de una oscuridad absoluta. Era incómodo, tanto que no había quien se entendiera. Terminamos en su tienda de campaña sin pasar de las caricias y los besos, hasta que unos turistas alemanes, alertados por el ruido y las risas, alertaron a los guardas. Tuvimos que salir corriendo con ellos tras nosotros, pero la emoción de descubrir que podíamos gustar a unas chicas nos cambió por completo e hizo que durante un tiempo solo pensáramos en ellas.

Pasado el verano nos relacionamos con un grupo de amigos, no recuerdo quién nos los presentó. Era muy peculiar y desinhibido, de la infancia. Nosotros no pintábamos nada, se notaba y me hacía sentir muy violento. Yo, pese nuestra aventura veraniega, seguía con mis complejos. Cada fin de semana se encontraban en una casa distinta, la que había disponible; y allí se bailaba, se jugaba a las cartas y se charlaba hasta la noche. Las chicas sacaban a bailar a los chicos, era la costumbre. Llevaban las riendas y decidían con quien emparejarse. Porque era eso, en cuanto una escogía, el chico pasaba a ser suyo durante lo que restaba de día, tanto en el juego como en el baile, que siempre era lento. Yo nunca bailaba, ninguna me escogía, y a Artur contadas veces. No éramos habituales y solo íbamos cuando se nos invitaba y diera la casualidad que no tuviésemos algo mejor qué hacer.

A mi me gustaba horrores una chica de baja estatura, bien formada y estilizada, de ojos grandes, almendrados y oscuros, y muy morena. Cuando bailaba con alguien, lo miraba a los ojos fijamente y le acariciaba el pecho. Me fascinaba su manera de ser y su personalidad. A veces se hablaba de nuestra manera de pensar y de ser, de política y de sexo, nunca con prejuicios, entonces explicaba mis ideas sobre el amor libre, la pareja, el mundo hippie y su filosofía. Yo era contrario a la pareja como centro de relación, creía, y aún lo veo así, que la condiciona, reprime y coarta, construye barreras artificiales que restringen el amor y la amistad.
Un día vimos que hablaban entre ellos de manera queda y un par de veces cómo miraban en nuestra dirección. No sabíamos de qué se trataba, no discutían ni parecían preocupados. Al final, una de las chicas se nos acercó y nos preguntó, como si fuera lo más natural del mundo, si queríamos participar en una orgía. Yo no entendía nada, pero alegremente dije que sí, mientras mi amigo, atenazado por la sorpresa, hizo como si no le gustara la idea y se sintiera forzado. La chica, entonces, con un desparpajo impresionante, le dijo que no hacía falta ya que sobraban chicos; y lo hizo terminantemente, dando por cerrado el asunto. Artur, que era muy atractivo y no estaba acostumbrado a esos desprecios, al día siguiente ya se había arrepentido.

Habíamos quedado para la semana siguiente, en una pequeña casita a las afueras de Sarriá, casi al pie de la montaña. Estaba todo muy bien preparado, con meticulosidad y gusto; luces cubiertas con pañuelos rojos, verdes, en semi penumbra. Ellas eran cinco, cuatro vestidas en ropa interior muy sensual, me abrieron la puerta sin ninguna vergüenza. La música era suave, para bailar muy lento y ambientar la situación. No recuerdo cuántos chicos éramos, quizá ocho, todos los del grupo y yo. No todas habían aceptado participar. La morena que tanto me gustaba iba vestida como siempre. Había venido como acto de solidaridad y para ver la situación. Lo decía abiertamente, sin cortarse, y el resto lo aceptó como lo más natural.
Nos duchamos e íbamos saliendo del baño en ropa interior, alguno con solo los calzoncillos. Yo no me sentía cohibido. En los refugios de alta montaña nos cambiábamos sin esconder nuestros cuerpos, y de haber chicas solo teníamos el cuidado de llevar puesta la ropa interior.
Tal como iba la fiesta y por la naturalidad con que todos actuaban pensé que no debía ser su primera vez, pero lo era. Hacía poco que en sus pequeñas reuniones empezaban a prodigarse los besos y las caricias, Artur era uno de los que repartían y recibían, pero nadie terminaba de emparejarse, quizá porque ninguno se sentía con ánimo de empezar.

Tuvimos el cuidado de llevar preservativos, aunque estábamos convencidos que no harían falta. No era su intención que la fiesta terminase con sexo total. Aunque se sintieran cómodas, estaban en minoría y pensé que no las tendrían todas consigo. Lo vi correcto. ¿Qué podía hacer sino?
Solo sentarnos y beber algo, la chica vestida se puso a mi lado. Me había escogido y me pareció maravilloso, el sexo tampoco era tan importante y ella me encantaba. En el fondo no esperaba gran cosa, el grupo seguía con su costumbre, las chicas sacaban a bailar a los chicos, la diferencia consistía en la ropa interior. Salimos a bailar. Debía ser curioso ver a un tipo alto, grande y fuerte, en ropa interior, bailando con una chica bajita, delgada y de ojos almendrados, vestida, mirándolo fijamente a los ojos y acariciándole el pecho. Me excitó mucho. Los demás estaban igual, solo que sus manos ya se movían por el interior de la poca ropa de sus parejas y se besaban. El resto de compañeros esperaban sentados en las butacas o el sofá de la estancia, mirando el panorama tranquilos, sin preocuparse, hablando entre ellos de las cosas más diversas. Una de las chicas, ya medio desnuda, al pasar rozándonos con su pareja, dijo a mi compañera.

-Ya va siendo hora- así, sin malicia ni tono especial, con la misma naturalidad con que nos hablábamos en cualquier otro momento.

Mi compañera se rió, me besó en la boca y se desnudó de cintura para arriba. Su cabeza justo me llegaba a la barbilla, le levanté el mentón para recrearme en sus ojos, eran una maravilla. Se pegaba a mí, pero yo la separaba, le acariciaba el cuerpo y lo admiraba, y ella parecía feliz. Poco a poco las chicas fueron separándose de sus parejas y sacaban a bailar a otro y otro. Los que esperábamos en el sofá o las butacas nos manteníamos en silencio, temerosos de romper el hechizo y sin entender cómo había sucedido.

La orgía empezó en aquel momento y transcurrió como cualquiera de sus fiestas. Con la misma tranquilidad y serenidad. Esparcimos cojines y colchones por el suelo, no había nada preparado y se notaba, porque los buscábamos por las habitaciones en compañía de alguien familiarizado con la casa. Entre ellas hablaban sobre cómo hacerlo mejor y qué nos podía gustar, y a menudo nos preguntaban si había algo que nos atrajera en especial. En mi inocencia e inexperiencia, percibí en ellos algo que sabía que no entraba dentro de lo que en aquellos tiempos se consideraba normal, aunque a partir de entonces me esforzaría en convertirlo en mi normalidad. No era una orgía sino otra de sus fiestas, pero esta vez se practicaba el sexo de una manera libre, sin prejuicios, y como en cualquier otra de ellas, las chicas eran quienes dirigían la orquesta.
Terminamos bien entrada la mañana. Recogimos la casa hasta dejarla impecable y nos despedimos. Días mas tarde, o quizá al siguiente, ahora no recuerdo, llamé a Artur para contarle lo sucedido. Me sentía maravillosamente bien, había perdido la virginidad de la manera más divertida y salvaje que se podía imaginar. Iluso de mi, estaba convencido de haber aprendido en un solo día, más que la mayoría en un año y algunos en toda una vida.

Nos seguimos viendo hasta la primavera, ya no de la misma manera, la experiencia había cambiado el tipo de relación. Nos convertimos en parte del grupo y los encuentros muchas veces eran de todo el fin de semana. Las chicas que no participaron hicieron el esfuerzo de romper un tabú que en realidad nunca había existido. Más adelante se emparejaron y dejamos de vernos con tanta asiduidad. Algunos encontraron su compañero fuera del grupo, otros buscaron intimidad, y al final el grupo desapareció.
Artur cambió su manera de ser, aceptó la lección y abandonó su prepotencia. Había descubierto que era tan normal como cualquiera. Yo perdí la timidez, me sentía mucho más seguro, pero lo más importante que aprendí es que en el sexo todos somos distintos y que no es difícil dar placer a la pareja, Y lo que es más importante, que podía dar y recibir amor de más de una chica, por enamorado que estuviera de una de ellas. Este concepto del amor, que con Alba aceptaba por necesidad, lo interioricé por completo.

Años después me encontré con uno de ellos, y al preguntarle me contó que se veían muy poco y con algunos nada. Y sentí su melancolía.

 

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