______________________________________
Aquel mismo año, Alba abrazó el hipismo incondicionalmente como una forma de vivir y de ser, y poco a poco me dejé arrastrar por sus ideas y por su personalidad, pero principalmente por convicción. Ella tenía quince años, uno menos que yo. Nuestras charlas empezaron a rondar sobre la filosofía Brahman, la paz y la libertad. El año anterior, cerca de nuestro instituto, se habían dado los sucesos de la caputxinada, en que el movimiento estudiantil había sobrepasado lo anecdótico, los profesores se alineaban con los estudiantes y muchos sacerdotes se habían apuntado a la revuelta. Nosotros éramos distintos, no creíamos en la política ni lo que representaba; nos burlábamos de los marxistas y de los nacionalistas, los únicos que se hacían notar y que representaban algo parecido a una resistencia al régimen. Éramos muy jóvenes, completamente despolitizados, un auténtico producto del régimen, amorfo, desinformado, inofensivo, pero dispuesto a conseguir la libertad más absoluta a través del amor y de la paz. Para nosotros, el aire que se respiraba en el extranjero no era muy distinto al de España. Creíamos que la libertad era algo más de lo que se nos intentaba hacer ver, y dividíamos a la gente entre los que creían en ella y los que preferían el alineamiento bajo una bandera o el dogma de una ideología.
Mi amiga al poco abandonó el instituto. Había sido una alumna brillante, lo aprobaba todo con matrículas y podría haber estudiado cualquier cosa, pero prefirió estudiar en una escuela de pintura, que era lo que siempre había soñado. Yo la seguía donde fuera, pero ya no como un loco desquiciado de amor.
Durante
el verano, supongo que con los diecisiete recién cumplidos, Artur y
yo tuvimos nuestra primera aventura con chicas, si se le puede llamar
así. Debió ser en Junio, porque no recuerdo a mucha gente. Habíamos
ido a pasar el fin de semana a Cadaqués. Lo hacíamos a menudo. Nos
gustaba bañarnos desnudos en las calas de Cap de Creus.
Acampamos en
el camping y bajamos al pueblo. La noche era preciosa, aún la
recuerdo. En la playa, frente al Casino, había una plataforma de
cemento sobre la que colgaban luces de colores y ristras de
banderines. Vimos dos chicas bailando descalzas y nos acercamos. Eran
vascas, de nuestra edad, y habían hecho una escapada. Tendrían
dieciséis o diecisiete años. Las llevamos a Les Arrels, una
impresionante discoteca al aire libre en medio de la montaña,
formada por múltiples terrazas con viejos olivos y grandes y
retorcidas raíces. Y nos sedujeron. Nosotros éramos muy cortos en
esto. Después cogimos una pequeña barca varada en la playa y las
llevamos al centro de la bahía, allí donde nadie podía vernos,
rodeados de una oscuridad absoluta. Era incómodo, tanto que no había
quien se entendiera. Terminamos en su tienda de campaña sin pasar de las caricias y los besos, hasta que unos turistas alemanes, alertados
por el ruido y las risas, alertaron a los guardas. Tuvimos que salir
corriendo con ellos tras nosotros,
pero la emoción de descubrir que podíamos gustar a unas chicas nos
cambió por completo e hizo que durante un tiempo solo pensáramos en
ellas.
Pasado el verano nos relacionamos con un grupo de amigos, no recuerdo quién nos los presentó. Era muy peculiar y desinhibido, de la infancia. Nosotros no pintábamos nada, se notaba y me hacía sentir muy violento. Yo, pese nuestra aventura veraniega, seguía con mis complejos. Cada fin de semana se encontraban en una casa distinta, la que había disponible; y allí se bailaba, se jugaba a las cartas y se charlaba hasta la noche. Las chicas sacaban a bailar a los chicos, era la costumbre. Llevaban las riendas y decidían con quien emparejarse. Porque era eso, en cuanto una escogía, el chico pasaba a ser suyo durante lo que restaba de día, tanto en el juego como en el baile, que siempre era lento. Yo nunca bailaba, ninguna me escogía, y a Artur contadas veces. No éramos habituales y solo íbamos cuando se nos invitaba y diera la casualidad que no tuviésemos algo mejor qué hacer.
A mi me
gustaba horrores una chica de baja estatura, bien formada y
estilizada, de ojos grandes, almendrados y oscuros, y muy morena.
Cuando bailaba con alguien, lo miraba a los ojos fijamente y le
acariciaba el pecho. Me fascinaba su manera de ser y su personalidad.
A veces se hablaba de nuestra manera de pensar y de ser, de política y de sexo, nunca con prejuicios, entonces explicaba
mis ideas sobre el amor libre, la pareja, el mundo hippie y su filosofía. Yo era contrario a la pareja como centro de relación, creía, y aún lo veo
así, que la condiciona, reprime y coarta, construye barreras
artificiales que restringen el amor y la amistad.
Un día
vimos que hablaban entre ellos de manera queda y un par de veces cómo
miraban en nuestra dirección. No sabíamos de qué se trataba, no
discutían ni parecían preocupados. Al final, una de las chicas se nos
acercó y nos preguntó, como si fuera lo más natural del mundo, si
queríamos participar en una orgía. Yo no entendía nada, pero
alegremente dije que sí, mientras mi amigo, atenazado por la
sorpresa, hizo como si no le gustara la idea y se sintiera forzado.
La chica, entonces, con un desparpajo impresionante, le dijo que no
hacía falta ya que sobraban chicos; y lo hizo terminantemente, dando
por cerrado el asunto. Artur, que era muy atractivo y no estaba
acostumbrado a esos desprecios, al día siguiente ya se había
arrepentido.
Habíamos
quedado para la semana siguiente, en una pequeña casita a las
afueras de Sarriá, casi al pie de la montaña. Estaba todo muy bien
preparado, con meticulosidad y gusto; luces cubiertas con pañuelos
rojos, verdes, en semi penumbra. Ellas eran cinco, cuatro vestidas en
ropa interior muy sensual, me abrieron la puerta sin ninguna
vergüenza. La música era suave, para bailar muy lento y ambientar
la situación. No recuerdo cuántos chicos éramos, quizá ocho,
todos los del grupo y yo. No todas habían aceptado participar. La
morena que tanto me gustaba iba vestida como siempre. Había venido
como acto de solidaridad y para ver la situación. Lo decía
abiertamente, sin cortarse, y el resto lo aceptó como lo más
natural.
Nos
duchamos e íbamos saliendo del baño en ropa interior, alguno con
solo los calzoncillos. Yo no me sentía cohibido. En los refugios de
alta montaña nos cambiábamos sin esconder nuestros cuerpos, y de
haber chicas solo teníamos el cuidado de llevar puesta la ropa
interior.
Tal
como iba la fiesta y por la naturalidad con que todos actuaban pensé
que no debía ser su primera vez, pero lo era. Hacía poco que en sus
pequeñas reuniones empezaban a prodigarse los besos y las caricias,
Artur era uno de los que repartían y recibían, pero nadie terminaba
de emparejarse, quizá porque ninguno se sentía con ánimo de
empezar.
Tuvimos el cuidado de
llevar preservativos, aunque estábamos convencidos que no
harían falta. No era su intención que la fiesta terminase con sexo total. Aunque se sintieran cómodas, estaban en minoría y pensé que
no las tendrían todas consigo. Lo vi correcto. ¿Qué podía hacer
sino?
Solo
sentarnos y beber algo, la chica vestida se puso a mi lado. Me había
escogido y me pareció maravilloso, el sexo tampoco era tan
importante y ella me encantaba. En el fondo no esperaba gran cosa, el
grupo seguía con su costumbre, las chicas sacaban a bailar a los
chicos, la diferencia consistía en la ropa interior. Salimos a
bailar. Debía ser curioso ver a un tipo alto, grande y
fuerte, en ropa interior, bailando con una chica bajita, delgada y de ojos
almendrados, vestida, mirándolo fijamente a los ojos y acariciándole
el pecho. Me excitó mucho. Los demás estaban igual, solo que sus
manos ya se movían por el interior de la poca ropa de sus parejas y se
besaban. El resto de compañeros esperaban sentados en las butacas o
el sofá de la estancia, mirando el panorama tranquilos, sin
preocuparse, hablando entre ellos de las cosas más diversas. Una de
las chicas, ya medio desnuda, al pasar rozándonos con su pareja, dijo a mi compañera.
-Ya va siendo hora- así, sin malicia ni tono especial, con la misma naturalidad con que nos hablábamos en cualquier otro momento.
Mi compañera se rió, me besó en la boca y se desnudó de cintura para arriba. Su cabeza justo me llegaba a la barbilla, le levanté el mentón para recrearme en sus ojos, eran una maravilla. Se pegaba a mí, pero yo la separaba, le acariciaba el cuerpo y lo admiraba, y ella parecía feliz. Poco a poco las chicas fueron separándose de sus parejas y sacaban a bailar a otro y otro. Los que esperábamos en el sofá o las butacas nos manteníamos en silencio, temerosos de romper el hechizo y sin entender cómo había sucedido.
La
orgía empezó en aquel momento y transcurrió
como cualquiera de sus fiestas. Con la misma tranquilidad y
serenidad. Esparcimos cojines y colchones por el suelo, no había
nada preparado y se notaba, porque los buscábamos por las
habitaciones en compañía de alguien familiarizado con la casa.
Entre ellas hablaban sobre cómo hacerlo mejor y qué nos podía
gustar, y a menudo nos preguntaban si había algo que nos
atrajera en especial. En mi inocencia e inexperiencia, percibí en
ellos algo que sabía que no entraba dentro de lo que en aquellos tiempos se consideraba normal, aunque a partir de
entonces me esforzaría en convertirlo en mi normalidad. No era una orgía sino otra
de sus fiestas, pero esta vez se practicaba el
sexo de una manera libre, sin prejuicios, y como en cualquier otra de ellas,
las chicas eran quienes dirigían la orquesta.
Terminamos
bien entrada la mañana. Recogimos la casa hasta dejarla impecable y
nos despedimos. Días mas tarde, o quizá al siguiente, ahora no
recuerdo, llamé a Artur para contarle lo sucedido. Me sentía
maravillosamente bien, había perdido la virginidad de la manera más
divertida y salvaje que se podía imaginar. Iluso de mi, estaba
convencido de haber aprendido en un solo día, más que la mayoría
en un año y algunos en toda una vida.
Nos seguimos viendo hasta la primavera, ya no de la misma manera, la
experiencia había cambiado el tipo de relación. Nos convertimos en
parte del grupo y los encuentros muchas veces eran de todo el fin de
semana. Las chicas que no participaron hicieron el esfuerzo de romper
un tabú que en realidad nunca había existido. Más adelante se
emparejaron y dejamos de vernos con tanta asiduidad. Algunos
encontraron su compañero fuera del grupo, otros buscaron intimidad,
y al final el grupo desapareció.
Artur cambió su manera de
ser, aceptó la lección y abandonó su prepotencia. Había
descubierto que era tan normal como cualquiera. Yo perdí la timidez,
me sentía mucho más seguro, pero lo más importante que aprendí es
que en el sexo todos somos distintos y que no es difícil dar placer
a la pareja, Y lo que es más importante, que podía dar y recibir
amor de más de una chica, por enamorado que estuviera de una de
ellas. Este concepto del amor, que con Alba aceptaba por necesidad,
lo interioricé por completo.
Años después me encontré con uno de ellos, y al preguntarle me contó que se veían muy poco y con algunos nada. Y sentí su melancolía.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario