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De entre nosotros el que mejor navegaba era Richard. De un marino
británico y con título de capitán no cabía esperar otra cosa.
Todos nos sentíamos seguros con él al mando, mucho más Joan, Amara
y yo, que conocíamos bien el mar.
Richard no tenía un ápice
de machista, era, por así decirlo, el machista 0, eso que aún hoy
parece tan difícil de conseguir como de ejercer; no obstante, en un
barco cambiaba, no por lo cotidiano, que en eso era extrañamente
sumiso con las mujeres, sino en lo que el mar y el barco se refiere.
En eso Richard era un fiel producto de nuestra generación, que podía
extrapolarse en las motos de carreras, el fútbol y mil cosas más,
potenciado por haber servido en la marina de su país. Por eso me
extrañó mucho, muchísimo cabe decir, cuando Amara me confesó que
los británicos, estando a solas con ella la llamaban la capitán. No
capitana sino capitán.
-Todos son marinos, Popol, unos más y
otros menos, pero Richard les dijo que yo era tan buena follando como
capitaneando un barco; que conmigo al timón, se sentía tan seguro
que con el mejor de sus colegas.
Y dejando de lado lo
que Richard pensara sobre el buen hacer de Amara en la cama, pensé
en su arrojo, que podía ser de temer sino fuera porque conocía sus
capacidades y su pericia. Amara había aprendido a nuestro lado y a
base de muchas travesías, tempestades y entradas en la bahía de
Cadaqués con fuerte viento y a vela, algo de lo que casi nadie se
atrevía. Amara era el producto de una feroz lucha a muerte contra
los miedos inculcados de pequeña por su familia. Amara no podía ser
menos que Anna, Mila o Mónica, sus grandes amigas-hermanas, tan
osadas y fuertes. Ella tenía que sentirse igual a ellas, olvidando
lo que hoy se llama género, y abandonando el poco residuo que podía
quedarle de su educación como sexo débil. Y sin duda el mar era el
mejor sitio para demostrarse tan fuerte o débil, sentir el mismo
valor o miedo que cualquiera de nosotros.
Luego recordé una
noche que íbamos los seis en el barco, Mila, Amara, Joan, Richard,
Vicki y yo. Una travesía que cada año hacíamos de Barcelona a
Menorca por la Mercè. A Joan y a mi nos gustaba especialmente porque
esos días suelen coincidir con tempestades, y navegar con fuertes
vientos y un buen oleaje es algo que nos atrae quizá demasiado.
Algunos años los días festivos pueden coincidir con el mar en su
máxima virulencia, en este caso lo prudente es no salir. Nosotros
sabíamos que que era uno de esos, los partes meteorológicos no dejaban
ninguna duda, no obstante estábamos convencidos, también por ellos,
que no sería excesivamente fuerte. Por supuesto, de haber escuchado
el parte meteorológico de Marsella nos habríamos quedado.
Recuerdo que nos
íbamos turnando, algo muy normal en un barco de aquellas
características y con tanta tempestad. Richard y yo estábamos con
Mila y Vicki en la cabina, y él salió para ayudar cuando en
realidad aún no era su turno. Que Joan y Amara estuvieran
enfrentando la tempestad solos no era algo que pudiera soportar. Solo
salir se encontró con la estampa de Amara en el timón, señalando
una gran ola a Joan según me contó ella después. En el
Mediterráneo es común que las olas sean altas y cortas, y que no
sigan un mismo rumbo; de modo que a veces y según el lugar, puedes
encontrarte con movimientos extraños y grandes olas que chocan unas
contra otras, lo cual complica la navegación y la convierte
sumamente peligrosa. Al momento con un grito preguntó a Richad qué
hacía allí fuera, mandándolo bastante irritada de vuelta a la
cabina. Obviamente, a un tipo como Richard la imagen debió
impresionarle, aún más sabiendo que le atraía mucho.
A partir de aquel día, para un marino
como él, Amara debió convertirse en leyenda.
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