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A
Jep lo conoció durante una cena en casa de unos amigos, y le gustó
o eso aparentó. Su labia, su fuerte personalidad, su masculinidad,
mucho más acusada que la mía, debieron pesar. Hacía tiempo que
quería conocerlo. Le
había hablado mucho de
él, de lo mucho que nos
había ayudado en el trabajo, de su arte, de
sus ideas y de
su militancia, de lo comprometido que estaba, de sus amigos de la CNT
y
del partido en el
que decía militar.
Conectaron al
instante y no me sorprendió. El carácter y el físico de María, su
dureza e intrepidez, forzosamente le habían de llamar la atención.
Ella estaba especialmente atractiva, mientras que
Mónica disimulaba
su gran sexualidad, su belleza; parecía
indispuesta, alejada
de
su entorno, como si
observara la situación
desde la lejanía. Se me acercó y preguntó:
- ¿Es tu pareja?
Y respondí con la verdad.
- En principio su pareja vive
y trabaja en Zaragoza, con
ella mantengo una curiosa relación, que no
es de pareja pero lo
parece. Tenemos
un buen rollo, nada más-
Lo cierto es que ni
en los momentos de más cercanía la había considerado como tal.
María no era mi pareja, nunca lo había sido. De
hecho empezaba a creer que su compañero tampoco lo era y que su
relación era producto
del contacto entre familias de militares y solo
se mantenía gracias a la lejanía. María era
muy parecida a Anna,
aunque le costara
reconocerlo. Al menos eso creía
entonces.
Jep fue seducido con el arte
más antiguo, dejando que creyera ser él el seductor. Al finalizar la
cena se quedaron en la casa, él
con una excusa que no engañaba a nadie, mientras que ella
ni siquiera sintió la
necesidad de buscarla. Su
manera de ser, esa que siempre me ha atraído principalmente en las
mujeres, lo impidió. María es incapaz de engañar, las cosas las
hace de frente y si hay que pagar por ello, no pide
ni acepta la compasión y
afronta el coste con
entereza.
Fue la noche más estúpida o
una de las peores que recuerdo. María se acostó con Jep.
Materialmente se lo folló, primero
con sordidez, acercándose a él sin contemplaciones y utilizando una
aparente cercanía ideológica. Supo hacerlo, parecía conocer su
personalidad y la explotó de tal modo que incluso
sentí un cierto orgullo
por su pericia.
Acompañé a Mónica a
la casa
de sus padres, no podía hacer otra cosa.
Estaba desconcertada, no sabía cómo enfrentar la situación;
nuestra relación se basaba en la libertad absoluta, pero
aquello había atentado
contra el respeto que creía merecer.
No le dolía que su
compañero se acostara con otra, ella también lo hacía con otros
hombres, pero nunca así, plantándola en sus narices y sin saber
dónde ir. Con
su acto, Jep y María habían despedazado su honor.
Al pie del
portal de su antigua
casa hablamos de mil
cosas, intensamente, como nunca había hecho con nadie, fuera de
Artur
y de
Anna. Y volví a sentirme fascinado por aquella chica.
Nos despedimos con un beso en
la mejilla.
Y me di cuenta que solo
necesitaba dar un paso para hacerla
mía, en la manera que tanto
yo como aquella
jovencísima mujer podíamos
ser propietarios o
propiedad de alguien.
Entonces quizá
podría haberle propuesto lo
que hoy se me antoja un disparate,
y la historia, la nuestra y la de muchos otros, habría
cambiado, pero no lo hice y ella se despidió tranquila. Me explicó
que estaba
pasando un extraño y
doloroso período y
no lo llevaba bien, en
aquel momento creí
que para excusarse, pero era
evidente que físicamente
lo estaba pasando mal y quería que yo lo supiera.
Con el tiempo y tras
conocerla mejor, descubrí que Mónica no es de las mujeres que
buscan excusas.
Jep, el don Juan más
empedernido del mundo, tan temperamental como sensible, tan
inteligente como visceral, supo
pedir disculpas a su
compañera, pero no
cómo resolver
el problema conmigo. Mónica no le habló
de nuestra conversación y yo me reí en mi interior, aún
sorprendido por su ligereza. La sexualidad de mi amigo, su
irresistible atractivo para
las mujeres y su ardiente
temperamento, eran para
mí la mejor excusa, porque la disculpa no la necesitaba.
Amara, que años más tarde
sería mi compañera, me daría, sin conocer aquella anécdota, una
explicación.
- Lo miras, lo escuchas, y tienes la sensación que vas a pasarlo mejor que con nadie. Es la provocación sexual en persona, y eso un día tras otro hasta que al final probar se te hace irresistible-
María no esperó tanto, con
unos minutos
tuvo suficiente.
Y pienso que nuestra manera de ser y
la liberalidad de nuestro trato y
entorno hicieron posible
lo inconcebible. Lo
que entonces
me extrañó es que ella
lo olvidara tan rápido.
Hasta tres
días más tarde no supe de ella. Se presentó en casa como si nada
hubiera pasado. Probablemente habría
dormido con Anna para evitar dar explicaciones o soportar mi posible
marchitez.
Debió pensar que tres
días ayudarían a atemperar mi disgusto,
cuando nunca lo había sentido. Solo tuve rabia por mi amiga, que no
merecía el trato recibido, y
en eso ella no tenía nada que ver.
Vino
para avisarme que sus amigos me esperaban, también a recoger sus
cosas si yo lo consideraba necesario.
Había cometido un error para
el sentir de los demás y
lo reconocía, pero estaba
convencida de no haber
hecho nada mal, solo una tontería al desaparecer tres
días por algo de lo que no había
de arrepentirse. Y me reí
con ganas. Sabía que si lo había hecho es que algún remordimiento
tuvo que sentir. No se lo dije, solo le comenté que conmigo no había
ataduras;
en todo caso con su novio, que como no se enteraba tampoco lo
padecía. Que me dolía
su propuesta de marchar, porque era tanto su casa como la mía.
Pareció sorprendida,
aunque si tanto había hablado con Anna sobre mí, la
sorpresa estaba de más.
Me miró fijamente
y, con una mueca sin
aparente significado y
que en aquel momento se me antojó de respuesta a mi despecho, me
dijo que así era mejor y
que en cualquier caso conmigo
lo había pasado bien y
no se arrepentía de nada.
No fingí cuando le recriminé
su oferta de marchar de la casa.
Una comuna es algo más
que uno de sus miembros o
la posible relación de pareja. Para nosotros
era
su casa y tenía tanto derecho como yo o quizá más, ya que por
entonces me diversificaba entre la casa de mis padres y la nuestra.
Me interesaba recuperar mi antiguo domicilio por la imagen, el
teléfono y la dirección. Con la camarilla no había
riesgo y más que menos sabían como vivía,
pero con el grupo ultra era distinto, esos no podían concebir tal
mezcla ideológica, y de
haber investigado la cosa
habría terminado fatal.
Para mi fueron
tiempos de desorden constante, no razonaba con lógica y no sabía lo
que era mejor o peor; no me sentía a gusto en ningún lugar, excepto
con los míos, pero no lo podía compartir para no involucrarlos.
La familia, es decir
Mila, Sole, Bill, Alex,
Rina y los niños, era
lo único sólido que tenía; y
su tranquilidad y
su bienestar también eran los míos.
Mis padres me interrogaban con cuidado, no entendían lo que me
pasaba, por qué había vuelto y la manera como lo había hecho.
Faltaban pocos meses para entrar en
el ejército y el tiempo apremiaba, todo estaba en el aire excepto el
trabajo, que lo había dejado muy bien organizado. El futuro de mi
casa, de mis amigos, estaba garantizado.
Habíamos de
ir los dos, pero María prefirió quedarse, dijo que sería mejor,
que así sus amigos se
sentirían menos
condicionados.
Sin ella podríamos discutir y hablar de muchas más cosas y con más
libertad. Según ella yo
ya no la necesitaba. Y
sentí su desdén y falta
de interés, como si se arrepintiera de haberme involucrado,
considerándolo un error por su parte.
Salí al día siguiente, era jueves
y tenía todo el fin de semana por delante, incluido el viernes, de
manera que volví a coger unas muestras para aprovechar el tiempo. El
sábado era el peor día para visitar clientes en Barcelona y pensé
que Zaragoza, donde no teníamos ninguno, podía ser diferente. El
trabajo empezaba a agobiarme. A través de un amigo había conseguido
una representación de artículos de perfumería, lo ideal para
amagar mi auténtico trabajo y demostrar una buena entrada de dinero
a quien preguntara. Por otro lado, un dinero extra siempre iba bien.
Durante el viaje fui pensando
en lo que diría, lo que
pensaba
que debía hacerse y las condiciones que creía imprescindibles. Y
me di cuenta que no tenía ni sabía nada, y empecé a arrepentirme.
Era el más joven y también el más inexperto, no tenía dotes de
mando ni las pretendía. No entendía su
nacionalismo, su obsesión por creerse distintos y mejores, y la
política me importaba tanto como a mis compañeros de comuna.
¿Qué pinto entre esa gente?
¿Cómo he
podido liarme de este
modo?
Conducir en
soledad durante más de tres horas dan para mucho, incluso para dar
la vuelta, que en aquel momento me pareció lo más sensato y
estuve a punto de hacer.
Pero, al
igual que ellos, no
soportaba el autoritarismo ni el fascismo que se respiraba en el
país, y odiaba profundamente la injusticia. Y
la impotencia que sentí
tras la verja del Palacio Real solo podía superarla ayudando a
destruir el régimen. En
el fondo era eso, me
sentí insultado en lo más profundo, despreciado como
ser humano, hasta el
punto de sentir la
necesidad de vengarme, de
la manera que fuera
y costara
lo que costara.
La rabia que sentí aquel día hizo prometerme que los perros, porque
así los llamé a partir de entonces,
se arrepentirían mil veces. Eso pensaba mientras corría con mi 2CV
por la autopista, convencido que
ya nadie, ni siquiera mi
propio sentido común,
conseguiría echarme para atrás.
De
salir el tema y me preguntaran por mi motivación, no dudaría, mi
respuesta sería venganza. De estar en su piel no me gustaría, la
gente que lucha solo por venganza no es de fiar, puede cambiar al
desaparecer su rabia; pero, por qué engañar, en aquel momento mis
sentimientos eran simplemente de venganza. Mi sensibilidad política
apenas contaba y el hipismo nos hacía vivir en un mundo de
acracia individualista.
María había vuelto a enseñarme
su DNI.
- Por favor, no olvides este nombre. Métetelo en la cabeza. Si pasara algo aguanta lo que puedas. No esperes ayuda, no confíes en nadie, solo en mí. Te engañé con Jep y volvería a hacerlo, pero sabes perfectamente que en eso jamás te traicionaré. El poco tiempo que nos dieras serviría para que algunos puedan escapar-
Y ante mis dudas intentó
tranquilizarme, explicándome
que nunca había
pasado
nada, que sería
la primera vez. Que se
reforzaban porque el régimen sospechaba de todo y de todos.
Y pensé que era un juego.
Podría hasta ser divertido, una aventura más para contar en un
futuro. Qué, sino, había sido mi vida hasta entonces. Pasar hambre,
frío y
estar al borde de la muerte; y
andar por lugares casi desconocidos, abandonados, por bosques tan
oscuros que era imposible orientarse; dormir en ellos a la
intemperie, sin nadie a muchos kilómetros; o
a cuatro o cinco mil metros de altura, en
tierra del oso y del leopardo,
donde muchos
seres humanos no
sobrevivirían.
El silencio, la oscuridad y
el abandono, pueden ser terroríficos, pero el hombre animalizado
puede serlo mucho más. Pero
esta vez iba
en serio y estaba en juego más que la
vida de dos aventureros.
No éramos nosotros y la montaña, el bosque, el frío o los
animales; esta vez jugábamos con otros hombres y su bienestar,
contra otros hombres y su poder.
Disminuí la velocidad.
María me había dicho que no debía
llevar ningún mapa
encima. Me
explicó al detalle el lugar del desvío y pidió que lo memorizara, aunque yo lo recordaba perfectamente.
Avancé
con cuidado, el camino no estaba iluminado y
los faros del 2CV no eran una maravilla, además
el cristal, con tanta carretera e insectos, había perdido mucha
transparencia. Encontré
más
baches, tantos que pensé
que me había equivocado, pero luego recordé
que había llovido
bastante y el terreno era arcilloso.
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