domingo, 15 de noviembre de 2020

El Camino Infinito, 5ª parte

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Una noche, al volver del trabajo sin haber encontrado a Alba, me llamó Artur.

-Me voy a Río Muni. Es una ocasión única y será difícil que pueda repetirla. Mi padre te invita, dice que así estaré acompañado y no dejarás que haga muchas tonterías.

Eso me dijo, riéndose de la locura que representaba dejarnos a los dos solos por aquella tierra. Por entonces mi amigo ya denotaba su carácter aventurero y osado, y yo era su contrapunto o eso parecía.

Tenía un mes para prepararlo todo, suficiente para despedirme del trabajo, conseguir el permiso de mis padres con el consiguiente papeleo, preparar mi mochila con la ropa que me habían aconsejado y presentarme en su casa. No me despedí de Alba, que parecía rehuirme, y me prometí aprovechar el viaje para olvidarla.

El padre de Artur era propietario de una naviera, minas, terrenos en toda España y poseía fábricas de tratamiento de la madera. Sus barcos tanto transportaban mineral como madera, en este caso la que compraba a los grandes propietarios madereros de Guinea. Tenía despachos y almacenes en casi todos los puertos y Bata era uno de ellos.

Un avión reactor hasta las Canarias y otro a hélice hasta Santa Isabel, lo que hoy es Malabo; y con el mismo avión y después de una larga espera, a Bata. El avión iba lleno de peninsulares, hombres de negocios y trabajadores, muchos de ellos canarios, más para trabajar que por negocios. Y no vimos ningún hombre de color hasta Santa Isabel, donde embarcaron algunos. Bata era la capital de Río Muni, un país en el que apenas se veía europeos, excepto monjas y sacerdotes, los soldados acantonados y algún que otro funcionario. Al menos eso es lo que nos pareció.

En España, por entonces, era difícil ver un hombre de color. Quizá paseando por las Ramblas barcelonesas se podía ver alguno cuando un barco norteamericano estaba de paso. Aparte de eso, ver un hombre de raza negra era un acontecimiento que se daba una vez por semana. Allí lo extraño era ver un blanco, aunque se diera con más frecuencia, o debiera darse, porque a nosotros, en cuanto desembarcamos en Bata, el capataz del padre de mi amigo, junto a su hijo, de la misma edad que Artur, nos introdujo en un Land Rover y nos llevó directamente a su casa. Era la costumbre, nos explicó Julián, en ningún sitio estaríamos mejor. Y una vez salimos de ella, pocos blancos tuvimos ocasión de ver, y de esos, la mayoría parecían estar asalvajados, o tan alineados a su cometido que parecían santos.

El padre de Artur siempre me había impresionado. Era un hombre incansable, robusto y grande, muy simpático y abierto; de risa fácil y sincera, rubio y de ojos azules como su hijo. En cuanto nos instalamos nos explicó que su amigo y capataz nos había preparado un Land Rover para nosotros. Estaba seguro que tanto Artur como Julián podrían conducirlo, siempre y cuando lo hicieran despacio. También una lista de lugares donde podríamos pernoctar, comer y estar cómodos.

-Lo pasaréis bien, siempre y cuando hagáis caso al guía y a los responsables de los lugares indicados- dijo, refiriéndose a Julián como el guía, algo que su padre no veía tan claro.

Lo cierto es que el padre de mi amigo, en cuanto vio el ambiente y la vida que se llevaba en la capital, creyó que sería una locura intentar mantenernos en ella.

A nuestra vuelta, mis amigos me preguntaron por el país y su gente. Y les conté cómo eran las calles de Bata, todas de tierra, su anchura y extraña limpieza; y sus pequeñas escuelas regidas por sacerdotes y monjas; y sus tiendas, pequeñas y llenas de variopintos productos. Y cómo los guineanos salían a pescar con sus largas barcazas en grupo, llenas a rebosar de pescadores, que de tan saturadas no entendíamos dónde guardarían la pesca. Y la suciedad del puerto y su olor a pescado podrido, el agua tan oscura como la piel de los pescadores, en contraste al de su tierra, llena de luz y de color; y la selva, que en realidad era un bosque, tal como se enseña en los cómics de Tarzán, pero sin apenas montañas y con vastas áreas taladas por las madereras.

No les conté nuestro viaje a través de la selva, con Artur conduciendo magistralmente el Land Rover. Mi amigo tenía diecisiete años y era impensable, para un europeo de bien, que pudiera hacer algo así. Les hablé de Julián, nuestro guía y amigo de color, pero no de nuestra aventura con él, a la búsqueda de elefantes salvajes que, enloquecidos por perder su hábitat, se decía que atacaban los poblados sembrando confusión y a veces muerte.

Para nuestro guía y amigo, años más tarde conocido arquitecto barcelonés, nuestra presencia era la posibilidad de vivir una aventura. Sabía orientarse y llegar a las diferentes explotaciones, hablar con los pobladores y preguntar si habían oído o visto algún elefante sin levantar demasiada alarma, por mucho que la gente nos tratara de locos y respondiera que los elefantes se esconden del hombre hasta que se sienten perseguidos. Entonces son como el guerrillero, que ataca sigilosamente y emboscado. A mis amigos tampoco les conté que vimos gorilas. Nadie los veía, ni siquiera los leñadores, que cuando se lo contamos, se rieron de nosotros. No se podía correr, ni siquiera por las calles de Bata, que aun habiendo terminado la época de lluvias, aún estaban embarradas. Llevábamos una potente emisora, allí todos la llevaban, pero nos pidieron que no nos alejáramos demasiado, ya que había zonas que a más de diez o doce kilómetros se perdía la onda. En la península son las montañas, en el bosque la frondosidad de los árboles, miles de ellos, millones, uno puesto al lado del otro, tanto que apenas se podía pasar entre sus troncos y cuando encontrabas un espacio, la espesura de los matorrales impedía el paso. Era el auténtico bosque, tan parecido a la pintura que se hace de ella que sorprendía. En Río Muni podría haber existido Tarzán, porque en muchos lugares era más factible viajar colgado de lianas que andando.

-No os internéis por el interior, cerca de la frontera con Gabón. Dicen que corren elefantes y son peligrosos.

¡Elefantes! No podíamos imaginar que los hubiera. Creíamos que era al otro lado de África, tal como contaban las películas, en la sabana, pero no en un bosque tan cerrado.

El primer día lo pasamos en casa de Julián, para descansar nos dijeron, ya que el viaje debía haber sido agotador. Y no, no estábamos cansados, a nuestra edad nadie siente tal cosa y menos con una aventura en ciernes. Su madre me recordaba a mi abuela: solícita y generosa. Adoraba a su hijo y se encantaba escuchando todo cuanto éste decía, como si de un sabio se tratara. La buena mujer no tenía estudios, se había casado con su pareja gracias a una boda concertada por intereses familiares, muy típico en África y en multitud de pueblos de la península. Supongo que la casualidad, el continuo trato y la común ansia de prosperar, hicieron que la convivencia se tornara amor. Fue una mujer afortunada. Al parir a Julián le descubrieron una enfermedad padecida por las mujeres de su familia, pero esta vez con la suerte de poder remediarla. El coste fue no tener más hijos y la pareja se volcó en el único que tenían, así pudo estudiar en los salesianos, junto a los hijos de los españoles y de los más ricos de la provincia. El resto de los naturales debían confiar en su suerte o en la benevolencia de algunos misioneros.

En cuanto salimos, a Artur le faltó tiempo para pedir a Julián ver algún elefante y a éste intentar satisfacerlo. La frontera con Gabón estaba al otro extremo del país, no muy alejada; pero tal como eran y estaban los caminos se necesitaba más de un día para llegar. En cuanto nos quedamos solos Julián se rió de la prevención.

-Hay elefantes por todas partes, los han visto cruzar la carretera y algunos en la frontera con Camerún, a ciento cincuenta kilómetros.

Allí, ciento cincuenta kilómetros de carretera, eran como mil quinientos en cualquier otro lugar, eso si podemos llamar carretera a una pista embarrada de cinco metros de ancho, unas veces seis y otras cuatro, flanqueada por un bosque que pugnaba por absorberla. Tuvimos que hacer multitud de paradas para desatascar el automóvil y a otros muchos que íbamos encontrando por el camino. Mucha gente, mujeres, hombres y niños, andaban por él sin importarles el barro, acompañados de los mil ruidos de la selva; de los monos negros, grises y melenudos, marrones, con largos bigotes, con barba. Y pájaros de pico largo, corto, de vivos colores, grandes, pequeños. La gente se paraba y nos ayudaba, y a otros los ayudábamos nosotros. Atascarse era habitual, pero no pasábamos más de cinco minutos parados. Al poco ya llevábamos el coche lleno y el techo rebosante de trastos. No hacía falta ofrecerse, la gente nos daba su mercancía y nos decía donde debíamos dejarla, y Julián sólo aceptaba la que sabía no nos iba a desviar. Artur y yo nunca habíamos visto nada igual.

Las casas de los poblados estaban hechas con maderas y planchas de hojalata, Y digo bien, porque no eran de madera sino con maderas. Tablones verticales, aprovechados de las sobras de las serrerías, conformaban las paredes; y los techos eran piezas de lata superpuestas. Nosotros, europeos de postín, no sabíamos cómo diferenciar un poblado de un pueblo y una choza de una chabola. El bosque era “tarzánico”, los poblados no. Solo llegar a uno bajábamos del Land Rover y descargábamos los bultos que le pertenecían; los dejábamos bajo el primer cobertizo que encontrábamos y nos marchábamos. Nadie preguntaba y, si lo hacía, respondíamos con el nombre del receptor o de su propietario, entonces afirmaban con una sonrisa. Eran pobres de solemnidad, pero el fardo, la maleta o la caja eran intocables, su destinatario o propietario podía dormir tranquilo. En España, eso hubiera representado la inevitable pérdida de la mercancía. Y recordé las palabras de mi tío, refugiado político en Francia, cuando me contaba el por qué de la mala fama de los españoles.

En los pequeños pueblos del sur, Cerbère, Port Vendres o el mismo Perpignan, antes de la llegada de los refugiados, la gente dejaba dinero en la puerta de la casa; pasaba el lechero, llenaba la lechera y cogía lo que le pertenecía; pasaba el quiosquero y hacía lo mismo; pasaba el panadero e igual. Pero con la llegada de los españoles, tuvieron que abandonar tan sana costumbre. Más adelante, al no tener nada que robar, entraban en las casas, ya que a nadie se le había ocurrido cerrar las puertas, y los lugareños tuvieron que instalar cerrojos.

-¿Y sabes qué? También tuvieron que poner más barrenderos, porque los españoles son más sucios, incluso que los moros, aparte de escupir como ellos-

Debo reconocer que mi tío era un republicano convencido, pero sus valores traspasaban el ámbito político y se sentía más francés que español y, por encima de todo, internacionalista. Lo conocí de muy pequeño, a una edad insuficiente para juzgar. Estaba casado con una hermana de mi abuela y daba coraje verlas juntas, abrazarse y llorar las poquísimas veces que podían encontrarse.

A mi abuela la recuerdo escribiendo cada día, en su tocador, interminables cartas a su hermana. Poco después de morir, mis padres visitaron la poca familia que les quedaba en Francia, el sobrino de mi madre había muerto y su compañera le cedió el correo recibido por su suegra; al llegar a su casa lo tiró de la misma manera que hizo con el de su madre.

-Eran un estorbo- me dijo con su habitual desprecio.

Por entonces mi abuelo me contaba que los franceses eran parecidos a los españoles, que poco nos diferenciaba y que lo de la suciedad era una cuestión de costumbre social y de respeto por lo público, y que a título individual dependía de la clase social.

-Si tienes agua corriente te lavas más a menudo que si la tienes que ir a buscar al pozo- me decía con mucha razón.

Mi tío, tan inteligente para unas cosas, sufría ceguera por otras. Un francés muerto de hambre, desposeído de todo cuanto tenía, también era capaz de hacer cualquier cosa. África es distinta y su pueblo llano, y aunque no es mejor ni peor que cualquiera de sus semejantes europeos, no siente la ansiedad de la posesión.

Uno de los lugares donde debíamos pernoctar era una escuela. El padre de nuestro amigo estaba muy interesado que la visitáramos y nos esperaban. El padre de Artur la había financiado. Era pequeña, pero muy bien construida, tampoco hacía falta más dado los pocos niños que iban. Una nave de una planta, excepto la parte central que se componía de dos. El tejado típico mediterráneo de teja catalana, con un desván que servía de almacén. La puerta que subía al pequeño terrado estaba cerrada con una verja, de manera que los niños no pudieran subir. Era de suponer que, de correr y saltar, se habrían movido las baldosas formándose goteras. Una puerta central y dos más pequeñas a los lados. La principal daba a un gran descampado que servía de patio.

Misioneros, misioneras. Era la España ultra católica y los negritos de África no podían aspirar a otra cosa. Los empresarios españoles explotaban su tierra y solo algunos revertían parte de los beneficios en la esquilmada población. Nos esperaban fuera, en el gran descampado, niños y niñas de todas las edades, vestidos, no con bata como imaginábamos, sino con lo mejor que tenían, y algunos padres y la plantilla de misioneros. Me sorprendió, no había distinción de sexo como en la península. Allí los sacerdotes hacían y deshacían y nadie se atrevía a controlarlos, ni siquiera el jefe local del Movimiento, que no sabíamos que lo hubiera. Supuse que algún rapapolvo se llevarían de la congregación, aunque tampoco tenía claro que alguien se preocupara de algo tan lejano como extraño.

Pasamos mucha vergüenza, en el caso de Julián fue peor, aún tenía presente su raza y aquello era una demostración de sumisión. Unos jóvenes de dieciséis y diecisiete años agasajados como representantes de su protector.

Los niños cantaron dirigidos por un misionero. Nosotros de pie frente a ellos rodeados del profesorado, Julián que quería desaparecer, los padres aplaudiendo. Después nos enseñaron la escuela, las aulas, el comedor, la enfermería, la biblioteca, la cocina. Excepto por la falta de patio, que ni puñetera falta hacía, era mejor que muchas de la península. El terreno colindante era grande, despejado y limpio; y los chicos, fuera de allí, tampoco tenían donde ir. La escuela estaba en las afueras del pueblo y todo el mundo se conocía. Les obligaron a darnos la mano y presentarse, fue el único momento en que nos sentimos algo bien, porque así pudimos corresponderles como iguales. En algunos sentí hastío y yo, con la mirada, intentaba darles a entender mi desolación. Artur, más temperamental, se subía por las paredes sin disimulo. A nuestra vuelta su padre lo lamentó, no por nosotros, que consideró que éramos lo suficiente maduros para soportarlo y entender la situación, sino por la humillación que había representado.

En Senegal el gobierno francés procuró la enseñanza. En Guinea tuvo que ser el religioso, cobrando un buen dinero al que lo podía pagar; y el misionero, con el dinero de los pocos patronos que se sentían en la obligación de devolver algo de lo extraído, o con la limosna recolectada por su congregación. En eso los españoles somos tan canallas como los británicos, aunque sea por distintas razones. Ellos lo hacen conscientemente y nosotros porque no llegamos a más. Ellos porque no les interesa que el sometido aprenda y nosotros porque nos importa un carajo.

En la escuela se comía como en cualquier otra de la península, casi los mismos alimentos, pero con sabores algo distintos, y es que de ganado había poco. Tampoco se podía, supuse, cultivar lo típico del secano; sin embargo no existía regadío, ni siquiera en las zonas controladas por las misiones. La carne era de caza, sobre todo de mono o de un pollo más pequeño y sabroso que el peninsular; comíamos yuca frita en aceite de palma, arroz, plátanos, judías. La gente era tan pobre que los padres y los pocos niños que les acompañaban sin estar escolarizados, parecían desnutridos en comparación a sus hijos, hermanos, primos, con la suerte de estarlo.

Habíamos seguido el curso de un río de aguas tranquilas, que tanto aparecía como desaparecía a través del gran bosque, al formar grandes meandros. A veces se ensanchaba tanto que parecía tener casi medio kilómetro, otras no llegaba a los cien metros. Julián le llamaba Wele y nos contaba que en época de lluvias a menudo cubría la carretera por la que circulábamos, no era un desbordamiento sino su estado natural. Y al buscarlo descubríamos que podíamos estar a doscientos metros de él. El río entonces debía tener medio kilómetro de ancho o más. Y entendimos el por qué del barro y la poca firmeza del piso.

Por la mañana y con los depósitos llenos de carburante salimos a la aventura. Esta vez ya directos a introducirnos por los senderos que llevaban a los poblados del interior, fuera de la carretera o de las explotaciones madereras. El camino no era peor, pero sí más embarrado y, a menudo, debíamos usar el molinete y fijar la cadena en algún árbol para arrastrar el coche. Y, aunque pocos, volvimos a encontrar caminantes que nos ayudaban a cambio de nada. Nosotros, ya sin la prevención del espacio, terminamos por subirlos al coche, hasta el punto que la conducción se iba haciendo más difícil y las ruedas se hundían más y más, y riéndonos por la situación. Éramos multitud y, una vez solucionado el problema, volvíamos a entrar encogiéndonos como acordeones o subiéndonos sobre el techo. De haber llevado una filmadora, habríamos compuesto el mejor anuncio de un Land Rover.

En el último poblado que visitamos, cuando creímos que nadie nos relacionaría con la escuela, empezamos a preguntar por el elefante. Allí había una gran pradería, jalonada por grupos de árboles y vegetación selvática, más sembrados, búfalos y muchas gallinas correteando por las calles. Las casas, que ya eran chozas, perecían más cuidadas y muchas eran redondas, con el techo de chamizo. La gente parecía vivir mejor y pocos hablaban nuestro idioma. Era curioso de ver, que a medida que la influencia del colonizador menguaba, el indígena prosperaba en su manera de vivir, aunque no hubiese escuelas ni misioneros y los niños correteasen descalzos y medio desnudos. Pocas veces vimos mujeres, que en aquellos poblados tan alejados eran bellas, amables, mucho más saludables y con los pechos al aire. Indudablemente, el catolicismo había hecho estragos en su modo de vida, sacrificando su libertad y felicidad por una miserable e imaginaria parcela en un supuesto paraíso.

Y nos hablaron del elefante solitario, que no va en manadas o grupos reducidos, que entra en los sembrados, los destruye y ataca al granjero que topa con él; pero cuando preguntamos si conocían algún caso luctuoso, respondían que no, que si en el poblado vecino, que si al hermano de un conocido lejano, pero no de viva experiencia. Los leñadores, que tenían permiso de armas, de vez en cuando daban alguna batida para matarlo, porque, aunque fuera difícil tener un mal encuentro, que estábamos seguros que más de un desdichado había terminado entre sus patas, al intentar expulsarlo de sus sembrados, era seguro que destruía y machacaba todo lo que encontraba a su paso. Y nos contaban que apenas cazaban alguno, siempre joven e inexperto, porque el elefante de la selva era más inteligente y tenía más memoria que el cazador.

Los lugareños miraban a Julián de manera más extraña que a nosotros, no parecían estar acostumbrados a ver gente como él y, al poco de hablar con ellos, nos lo aclaró. En un país tan pequeño, con un tamaño similar al de Catalunya, la gente se movía poco, y la mayoría de sus habitantes apenas conocía su comarca. El poblado en que nos encontrábamos era de los más remotos, y era más común la visita de un empresario maderero, en compañía de un funcionario peninsular y varios guardias civiles, un misionero o algunos naturistas llegados de la península, de Francia o del Reino Unido, que un natural del país arribado de la capital.

Nos pidieron que nunca abandonáramos la protección del vehículo, cuando ellos no tenían reparo en andar kilómetros por los senderos de la selva con solo un bastón. Unos cuantos kilómetros más adelante, haciendo caso omiso a las recomendaciones, abandonamos el coche. Creímos que, de oír el motor, el elefante se escondería. Anduvimos una hora, quizá algo más, bordeando los claros de la selva y marcando la corteza de algunos árboles para señalar el camino de vuelta. Era una costumbre que aprendimos por nosotros mismos, cuando andábamos por un bosque o los nevados prados pirenaicos, y que nadie nos había enseñado, pero que nos daba seguridad para afrontar la vuelta. De pronto los vimos, parecían tan perplejos como nosotros. Con Artur sólo los habíamos observado en el zoológico, de más jóvenes, cuando nos emocionaba visitarlo solos o con la escuela, y nos habían impresionado mucho. Julián era el más sorprendido, nos hizo callar, aunque por suerte hacía rato que solo resoplábamos por la gran humedad, e hizo que nos sentáramos en silencio. Ellos veían nuestras cabezas y nosotros las suyas, pero sin mirarnos a los ojos. No sabíamos qué debíamos hacer, nadie nos lo había explicado, si levantarnos e irnos, si acercarnos más, si saludarlos; aunque eso último, por muy jóvenes que fuéramos, era más por nuestro sentido del humor que por el común. Al poco, nuestro amigo en voz queda nos pidió que no denotáramos alarma ni preocupación, que hiciésemos como ellos, recoger algo del suelo sin preocuparnos por su presencia. Habíamos andado a la búsqueda de elefantes y nos topamos con una familia de gorilas, y no sabíamos si lo uno era más interesante que lo otro. Lo que sí, es que era tan o más difícil lo segundo que lo primero. Estuvimos mucho rato sentados, hablando en susurros o fingiendo que buscábamos comida. De vez en cuando los mirábamos para recrearnos con su belleza y grandiosidad. El más grande, de ancho debía hacer como tres de nosotros, y su cabeza era enorme e impresionaba; los que le seguían eran bastante más pequeños, aún así daban mucho respeto. No era prudente ni lógico seguir tan inmóviles y agachados, y poco a poco fuimos levantándonos. Sin habernos percatado, uno de ellos se había acercado, estaba casi a nuestro lado, sin dar señal de nerviosismo o irritación. Parecía sentir nuestra misma curiosidad, aunque, como nosotros, la disimulara recogiendo hojas y ramas del suelo. Si no hubiese sido por la excitación del momento, nos habríamos reído con ganas, ellos y nosotros. Allí, perdidos en el extremo de un claro de bosque tropical, se encontraban dos grupos de primates haciendo las mismas tonterías con tal de estudiarse mutuamente. Nos habíamos de ir y no sabíamos si echar a correr, andar lentamente o retroceder sin darles la espalda. A nuestro amigo, indígena y sin un ápice de tonto, nadie le había explicado qué hacer ante un caso tan poco habitual. Optamos por la segunda, era la más natural y creímos que el gorila tampoco era idiota. Los primates no andan de espaldas y si corren es que huyen. Cogimos el coche con el pulso a mil por hora, y esta vez no por la humedad, el calor o el cansancio.

De vez en cuando, cuando creíamos ver pisadas de elefante o el rastro que deja a su paso al entrar en el bosque, parábamos a mirar. Y pocas veces nos equivocábamos, el elefante es claro en su rastro, destroza y aplasta los grandes arbustos por su paso. Entonces nos introducíamos con cuidado, haciendo el menor ruido posible para no espantarlo, y era impresionante lo que veíamos, grandes plantas parecidas a helechos, cuyas ramas medían dos o más metros, aplastadas como si de hierbajos se tratara; pequeños árboles de cuatro o cinco metros de altura, tumbados en el suelo y con ramas arrancadas. Artur los estudiaba y nos decía que no era reciente, y Julián lo miraba perplejo, yo no tanto, ya que conocía las habilidades de mi amigo. Y de aquel momento recuerdo el ruido, los miles de sonidos del bosque ecuatoriano. Teníamos el cuidado de andar lentamente, de manera parecida a cuando lo hacíamos en la nieve, y cerca de grandes árboles, por si habíamos de subir para guarecernos. Nos habían dicho que si no se sentía amenazado, cabía la posibilidad que no atacara. Y nos reímos mucho con el detalle de la posibilidad.

Años después, entendí al elefante de igual manera que el oso himalayo. Tanto el uno como el otro pelean con el hombre porque compiten por el mismo alimento. El uno por los sembrados y el otro por el pequeño ganado. El oso pardo, sin embargo, aun siendo más fuerte y grande que el himalayo, no ataca al hombre porque pocas veces ese le quita su manduca. Si nos hubiéramos encontrado al elefante, lo lógico es que nos hubiese atacado. El elefante es inteligente y tiene memoria, y esta le dice que somos peligrosos, que lo buscamos para matarlo.

-Los gorilas viven en lo profundo del bosque y no se dejan ver. Temen al hombre. Si los habéis visto decidnos dónde y compartiremos sus pieles y su carne - Y se rieron al ver nuestras caras de consternación.

Eso nos dijo un grupo de leñadores españoles, cuando les explicamos que habíamos estado con una familia de esos primates. Era tarde cuando los encontramos y ya no hacían ruido. Habíamos pensado dormir en el coche, teníamos agua y comida suficiente para pasar el día. Los descubrimos por el claro que habían hecho al limpiar y cortar maleza, aparte de ver podados un grupo de grandes árboles. Era curioso de ver árboles de treinta a cuarenta metros de altura, magníficos, de tronco grande y recto, casi sin irregularidades, podado hasta casi el límite de su copa.

El árbol, por lo menos allí, antes de cortarlo en diferentes trozos, se limpiaba de ramas con las que, supusimos, también comerciaban, porque las tenían apiladas para el transporte. Aquellos tipos, primero lo limpiaban de monos y de grandes roedores, así mantenían cubierto el alimento del campamento y de las familias de los peones.

Cuando vimos los árboles, nos maravillamos de hasta dónde eran capaces de escalar con tal de talarlo; pero al poco y por sus conversaciones, descubrimos que eso lo dejaban a sus peones, que por casi nada y la seguridad de unas comidas, aceptaban el riesgo. Y no pasaba la temporada sin que uno de ellos cayera, muriendo por el golpe, por las heridas o quedando inútil de por vida.

Ya no les preguntamos por el elefante. No hacía falta. Su explicación nos sirvió para descubrir la inteligencia de los animales. Los gorilas se habían dejado ver porque no llevábamos armas. Un hombre con arma es peligroso, sin ella no. Es posible, incluso, que los consideren especies distintas; el hombre con un palo de fuego es una especie peligrosa, y el que no lo tiene otra. Los elefantes de la selva, por lo visto, no tienen esta percepción. Para ellos el hombre bueno es el hombre muerto.

Pasamos la noche en el campamento. Gruesas y grandes lonas soportadas por largos palos para cubrirse de los repentinos aguaceros, un fuego central que se apagaba con la lluvia y un pequeño círculo de brasas en el centro de cada tienda, que servía para intentar ahuyentar los terribles mosquitos, a costa de ir echando hojas aromáticas.

Con risas nos invitaron a que compartiéramos una chica, hija de un peón. Era muy joven, más que nosotros. Y al ver que Julián se levantaba y marchaba, callaron avergonzados, aunque lo disimularon con alguna risa contenida. Artur se levantó para calmar a nuestro amigo, mientras yo intentaba hacerme una idea de la situación. La chica se había acercado y tomó asiento a mi lado. Vestía normal, una falda larga y una blusa que le iba a la medida, las dos prendas muy gastadas, nada raro para donde estábamos.

Los leñadores dormían con mujeres del poblado, a las que follaban sin recato y a la vista de todos; mujeres e hijas de sus peones, que eran forzados a prestarlas cuando les venía en gana y a punta de fusil, que eran usadas como mercancía y burladas; tomadas, algunas de ellas, como amantes fijas por alguno, que sentía algo más que hambre animal y se encariñaba de ella, pese estar casada. Lo cierto es que, aparte de sexo, de ellas obtenían ropa limpia y bien remendada, y que les hicieran la comida.

A mi vuelta pensé que lo vivido en aquel claro de selva, demostraba lo que Alba y yo creíamos, que el amor en pareja era producto de la costumbre sexual, de la seguridad y de la comodidad del plato y la ropa lavada.

Estos hombres solían tener esposa e hijos en la península, hablaban de ellos sin ningún complejo y con melancolía frente nosotros; pero allí compartían, con interesado cariño, las mujeres de sus subordinados. Y eran intocables para el resto, como si existiera un contrato no escrito. Solo las intercambiaban entre ellos, unas veces por el gusto de variar, otras para evitar encariñarse demasiado. Y lo percibimos en una sola tarde noche, al escuchar las conversaciones, la manera de expresarse y cómo hablaban entre ellos sobre la tal o la cual, la compañera de este o de aquel, la comida que servía, cómo lavaba, si remendaba bien los calcetines. Y hablaban de cómo follaban y lo mal que se movían, y lo hacían como de pasada, simulando indiferencia.

Dormimos con la chica a nuestro lado. Por mucho que se notara su buen castellano, mejor que el de muchos peninsulares, era extremadamente parca en habla. De vez en cuando conseguía arrancarle una sonrisa, ya que en eso de contar anécdotas divertidas ganaba a mis dos amigos. Pero, al momento, cambiaba y recuperaba la gravedad de su semblante. Supusimos que era consciente que no la tocaríamos, pero sabía lo que le esperaba al día siguiente. No podíamos llevarla con nosotros, hubiese sido fatal para su familia. Allí mandaba el blanquito que tenía el arma y derecho a no dar cuentas a nadie, mientras cortara muchos árboles. No, esas cosas no se podían explicar. Después si, como todo, cuando eres adulto y sabes que no es tan extraño ni fantástico.

Recuerdo los árboles, el color de la madera, tostado por dentro y de corteza lisa, y el olor a podredumbre, pero no sus nombres. Recuerdo la selva sin claros, sin luz y siempre en una extraña penumbra; y, cómo no, el ruido de la noche, sonidos casi metálicos, guturales, refinados, parecidos al del niño llamando a su madre; tantos había, que al fin dormimos tranquilos.

Las fronteras las hace el extraño, el extranjero que no sabe de hombres y tribus. Pasábamos de un país a otro sin saberlo. Decían que en uno se hablaba francés y en otro español, pero en ninguno de los poblados a lo largo de las pistas hablaban uno u otro y, sin embargo, todos lo hacían con el mismo idioma, el suyo. En el límite nos decían que el vecino comía carne humana, que no fuéramos, que, de hacerlo, no bajáramos del todo terreno. Y más allá, en aquel pueblo, nos decían lo mismo del que veníamos.

-Id con cuidado, son caníbales y en cuanto pueden comen carne humana.

Y pasábamos por poblados completamente desiertos y oscuros, en los que no se percibía actividad humana.

-Por nada del mundo bajéis del coche - nos decían.

Artur, intrépido como siempre, pretendía bajar y pasear por el poblado. No le dejamos. Y Julián ni por asomo estaba dispuesto; y eso que, según él, todo era una leyenda. Decía que al ser negro y de otra aldea corría más riesgo. Artur y yo nos reíamos, le recordábamos que poco antes nos había dado garantías que el canibalismo no existía.

Bajé yo. La condición era que me siguieran a corta distancia con el Land Rover. Un hombre salió de su casa y me miró con una sonrisa, que, en aquella oscuridad, se me antojó diabólica y caníbal. Entonces era casi tan alto como ahora y me sentía muy fuerte y rápido. Ahora, con el tiempo, me asombro de lo que fui capaz de hacer, pese el reparo que sentía. Me acerqué a él con determinación, ahuyentando de mi mente cualquier miedo. El hombre, sorprendido o temeroso, fue retirándose sin darme la espalda, hasta acercarse a la puerta de una cabaña de la que salieron dos perros. Parecían mansos, si me hubiese agachado, seguro que se habrían acercado para olisquearme; pero el tipo, desde la puerta entornada los llamó con alarma. Debió pensar que el desconocido salido de la oscuridad, de raza ambigua dado la falta de luz, y con un Land Rover siguiéndolo de cerca, a falta de buen filete humano se zamparía los perros. Me volví para que, a través del parabrisas, mis amigos vieran mi cara de sorpresa. Estaba claro que de allí no sacaríamos nada, a no ser un tiro de ballesta.

Por entonces y supongo que ahora también, los indígenas no podían tener armas de fuego y cazaban con ballestas artesanales de gran precisión y trampas de lazo, más eficaces que una buena carabina, pues al no hacer ruido, evitaban la espantada de las posibles presas. La explotación del colonizado solo puede perpetuarse manteniéndolo desarmado.

Son historias muy lejanas que me sorprende recordarlas tan vivamente. La calle del poblado, que era la misma pista que llegaba a él, las cabañas de madera, las chozas circulares tan de película, la tierra húmeda y la negrura de la noche. Era un país muy deshabitado. Diez kilómetros eran muchos, pues la dificultad y los peligros que acechan al viajero de a pie son demasiados. Los poblados eran pequeños, sucios y poco habitados, y su gente se escondía de los forasteros nocturnos. Entonces descubrí lo que mucho después leería sobre el tema, el canibalismo no existe y, de ser así, sería en forma de necrofagia. La realidad sigue al refrán: “cuando el río suena es que agua lleva”. Es de suponer que los habitantes de aquellas tierras habían sido necrófagos o caníbales, pero ya no lo eran; y que entre vecinos se inculparan, era más por costumbre y autodefensa, que por certidumbre.

Los de aquel poblado son caníbales. Eso decían, pero cuando les preguntabas si habían sido testigos de ello, lo negaban.

A los cinco días volvimos a Bata, con la sorpresa del padre de Julián, de vernos con pocas picaduras de mosquito y sin haber perdido ningún kilo.

-Se os da bien este clima -nos dijo -No habéis sufrido descomposición y vete a saber por dónde habréis corrido y comido.

No le contamos que habíamos ido tras el elefante, por un capricho de Artur muy bien compartido; pero sí que habíamos visto una familia de gorilas del bosque, y que habíamos pasado una noche en un campamento de leñadores y otras dos en el interior del Land Rover. El pobre hombre se horrorizaba, pero, con tino, no le dimos posibilidad de pedir explicaciones a su hijo. Yo, atropelladamente, canté alabanzas de su audacia, lo experto que era, lo bien que conocía la vegetación y las costumbres de los animales; y cómo se entendía tanto en bubi como en fang, detectaba el mal camino y el buen claro en la selva, y prevenía la reacción de los grandes simios. Y le conté que nos había enseñado a orientarnos en lo más frondoso del bosque, sin la luz del día con la que guiarnos. Y si no fuera por las gafas de sol que llevaba, los ojos de Julián hubiesen sido un poema, porque, aun siendo mi perorata algo cierta, la había hinchado hasta reventar. Su padre no sabía qué cara poner, había descubierto una vertiente en su hijo hasta entonces desconocida, y no sabía si bajar del cielo o seguir subiendo. El padre de Artur le dijo cogiéndole del hombro:

-Ves como no iba tan desencaminado, con tu hijo podían ir tranquilos.

Y Julián ayudó a su deshinchazón al contarle el paripé que nos habían preparado en la escuela, lo mal que lo habíamos pasado, en especial él; y que, si no fuera por no dejarnos solos, habría salido corriendo. Y eso lo decía mientras yo sentía el escozor de su mirada, que, por mucha gafa de sol que llevara, sabía que me atravesaba hasta llegar al cerebelo. Imaginaba que ahora debería explicar de qué conocía tantas cosas. Y Artur y yo nos partimos la caja con la mirada.

Al poco de nuestra vuelta, los españoles abandonaron la colonia, que era eso por mucho que la disfrazaran de provincia. Macías dio un golpe de Estado e instaló un régimen de terror, lo más normal del mundo, ya que España era regida por gente de la misma calaña. El problema vino cuando el sátrapa culpó de todos los males a sus mentores y a sus capataces, y el padre de nuestro amigo era uno de ellos. El padre de Artur abandonó su despacho y sus naves nunca más tocaron un puerto guineano. El de Julián quiso quedarse, dijo que era su país, y no volvimos a saber nada de él ni de su mujer. Poco antes vino su hijo. El padre de mi amigo había movido cielo y tierra para traerlo a su casa, como uno más de su familia. Aún hoy somos amigos y, aunque lleve el apellido de su padre y su color sea distinto, todos lo tratamos como hermano de Artur.


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