martes, 24 de noviembre de 2020

El Camino Infinito, 6ª parte

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La experiencia africana nos hizo adultos de la noche a la mañana. Después de aquel viaje nada fue como antes, todo cambió. A mis viejos amigos: Jep, Joan, Toni, nunca les conté lo que habíamos vivido, no solo demasiado increíble y fantástico, sino también de una crueldad incomprensible y despiadada. Nada de lo que podíamos vivir en nuestro país podía compararse, ninguna de las injusticias de las que tanto se hablaba o vivíamos, ni la represión y su estupidez, ni siquiera la visión del dictador, con la pomposidad de sus uniformes; de los obispos, sus palios y su indumentaria de payasos; de la comicidad del NODO.

Poco tiempo después, debía ser sábado o domingo, nos divertíamos en los coches de choque del Tibidabo. Ya nos creíamos mayores para eso, pero, por lo que fuera, quizá para hacer unas risas, Artur y yo nos subimos a ellos. De vez en cuando sufríamos una buena embestida, eran dos chicas morenas, tan jóvenes como nosotros o algo más. Eran muy atractivas, aún recuerdo el flequillo, los grandes ojos, los gruesos labios, la sensual cara de una de ellas. Su irónica y simpática sonrisa me cautivó y no paraba de seguirla con la mirada. Artur conducía, siempre lo hacía él, y las esquivaba como podía. Recuerdo que ella, al pasar por nuestro lado, alargaba la mano y me tocaba con descaro, estaba prohibido y no paraban de llamarle la atención. De la otra chica no recuerdo el nombre ni qué se hizo de ella. Debía ser una amiga circunstancial, del barrio, de la escuela o vete a saber. Compartimos el resto de las atracciones: la montaña rusa, la sala de los espejos, el castillo encantado.

Anna era una mujer extraña, a su edad ya vivía sola. Navarra de nacimiento, sus padres vivían en Zaragoza, y para seguir los estudios le habían alquilado un pequeño piso en el barrio gótico de Barcelona, en una de las calles más encantadoras de la ciudad. Pronto se sintió atraída por mi amigo y se le insinuaba, quería tener una aventura. Pero Álvar, más frío y distante que yo para estas cosas, no se dejaba, hasta que finalmente la compartimos como amiga, yo más que él. La recuerdo por las tardes presentarse sin avisar, y si coincidía con alguna otra chica, el típico ligue de Artur, se apartaba con respeto y simulaba estar más conmigo que con él. Mi amigo no lo entendía y hacía esfuerzos para disimular, como excusándose, y ella se reía y se burlaba de él. Un día nos encontró en plena pelea. Para nosotros no era nada, solo nos entrenábamos y ensayábamos golpes, pero ella se asustó por la agresividad que utilizábamos, no podía creerse que fuera un simple juego. Ya más tranquila nos pidió que le enseñáramos.

–Si un tío me asalta, sabré defenderme- nos dijo.

Al principio no la creímos, pero luego la idea nos excitó. A partir de aquel día solo jugábamos si ella estaba y participaba, pero con cuidado y sin pasarnos demasiado, hasta que un día nos pidió sin rodeos que la atacáramos los dos a la vez y con más dureza de la acostumbrada. Y cuando descubrimos que respondía bien empezamos a pasarlo bien, la chica se defendía con denuedo y sin contemplaciones, por lo que empezamos a tratarla con menos miramiento, mostrándole sus puntos débiles y los nuestros. Y le enseñamos que, de verse amenazada, lo mejor era atacar sin aviso.

–Ningún cabrón espera que una chica le arree un buen y contundente castañazo- le explicamos.
Años después y ya conviviendo conmigo, utilizaría lo aprendido para salir airosa de un mal encuentro junto a mis amigas, no solo con un hombre sino con varios.

No recuerdo como sucedió, si mi amigo se excedió de tiempo en su interminable juego de seductor o ella se cansó. Anna buscaba algo más que besos, toqueteos y preciosas palabras. Conmigo era diferente, la relación se volvió fluida y de mucha más confianza. La amistad se afianzó, quizá porque estúpidamente creía que no la conseguiría sexualmente. De todos modos lo que más me atraía de ella no era su espléndido físico y su belleza sino su fuerte personalidad. Anna ni siquiera sentía la necesidad de discutir su paridad con el mejor y más fuerte de los hombres. Nuestra amiga distinguía, incluso mejor que yo, el deseo sexual del amor, algo que Artur no había podido entender.

Mi deseo seguía ligado a mi preciosa y esquiva amiga de la adolescencia, con la que había descubierto tanto. Nuestro viaje a África no había servido para olvidarla. No había pasado día, aun estando en pleno bosque tropical o durante la noche, cuando dormimos en el campamento de leñadores, que no dejara de pensar en ella. Artur hacía tiempo que había abandonado la idea de convencerme, decía que estaba enfermo, pero participaba de nuestra filosofía.
A mi vuelta la llamé a su casa y sus padres me dieron excusas, como si quisieran esconderla. Pero de tanto insistir, terminaron diciéndome la verdad, Alba había marchado de casa, solo tenía dieciséis años, pero se sentían impotentes para retenerla.
No podía olvidarla. Era más fácil cuando sabía donde podía encontrarla. Los largos paseos y las ya muy maduras charlas habían sido demasiado importantes para mí, habían forjado mi personalidad mucho más de lo que podía parecer y las echaba en falta, pero aún más estar con ella, a su lado. Había sido la primera mujer por la que sentí deseo de hombre y, aunque fuera consciente de mi impotencia por conseguirla, seguía estando completamente enamorado y todas las noches soñaba con ella.

Con Artur conocí más chicas, jóvenes estudiantes del interior de Catalunya, que vivían emancipadas y con las que mantuve amistad y algún que otro requiebro amoroso. Mientras, junto a mis viejos amigos del pueblo hice amistad con algunas chicas durante las fiestas de verano y los bailes, pero sin llegar a más. Ninguna de ellas consiguió que olvidara a Alba, ni en las grandes fiestas que Artur y yo organizábamos en Barcelona, ni las salidas, cada vez más comprometidas, con chicas de más edad que nosotros, sin demasiados complejos y con ganas de diversión. La reencontré gracias a nuestra antigua amiga Eva, que era actriz y actuaba en la compañía teatral más vanguardista y joven de aquellos tiempos. Tenía dieciséis años, los mismos que ella.

-Alba se fue de su casa y vive en una comuna- me dijo al final de una obra en el teatro Romea.

El tiempo pasaba rápido, pero lo disfrutábamos, corríamos tanto, que hoy, al recordar, me parece haber vivido una docena de vidas a un mismo tiempo. Y una vez más sentados en un poyete, esta vez en las plazoletas del barrio gótico barcelonés.
Por entonces, Artur y yo conocimos una mujer, ya no era una chica, tenía treinta y cuatro años, el doble que yo. Era culta, rica, pragmática y sin ningún prejuicio. Nos habían invitado a una divertida fiesta en la que éramos los más jóvenes. Estábamos acostumbrados, habitualmente solíamos serlo pero no hasta tal punto. Yolanda, que así se llamaba, también era la más joven de su grupo de amigos. Desde un principio me di cuenta que nos seguía con la mirada. Era atractiva, sin embargo, no nos atraía, supongo que por la edad. A Artur y a mi nos gustaban las chicas de nuestra edad, pero yo, no sabía por qué, atraía a las más jóvenes. De pronto la vi acercarse, no le di importancia. Me miraba a los ojos, dejó su vaso en la mesa y me besó en los labios.

-Me gusta tu amigo, podrías presentármelo- dijo con voz melosa.

Nunca me había pasado nada igual. No sabía si me gustaba más de lo que me divertía.

-No me extraña, él es quien siempre liga y yo voy detrás- respondí con una sonrisa.

La fiesta lo merecía, aunque ni por asomo esperaba ser asaltado de tal manera. Su grupo iba muy lanzado y alguno ya bailaba medio desnudo, sin que los anfitriones mostraran reparo ni preocupación. Y creí que, sin saberlo, nos habíamos introducido en una orgía. La mujer, sin cortarse lo más mínimo, me dijo.

-Pues he empezado contigo porque me atraes más- Y mientras arañaba con uno de sus dedos mi pecho, siguió
-Me gustan los tíos jóvenes y fuertes, con un puntito de madurez y ganas de divertirse. ¿Te sientes violentado? Si es así lo dejamos. No me gusta perder el tiempo.

Pese no ser el tipo de mujer que me gustaba, sentí cómo se enervaban mis sentidos. El pulso se me puso a mil. Ella llevaba una sencilla camisa, eso sí, de marca cara. Con delicadeza desabroché los primeros botones, acaricié sus senos a través del sostén y con suavidad acaricié sus dos pezones a la vez. Abrió los ojos y me miró sin disimular su sorpresa, no lo esperaba, debió pensar que sería uno de esos tímidos niñatos que no saben cómo reaccionar. La miré a los ojos, tranquilo. La primera impresión había pasado y mi pulso había vuelto a la normalidad. Me estaba divirtiendo.

-¿Te molesta?- le pregunté con todo mi aplomo.

-Para nada- respondió.

En esas vi acercarse a Artur y se lo presenté. La fiesta terminó como era de esperar y sin llegar a nada, pero a nosotros no nos importaba, habíamos ido en busca de aventura, conocer alguna chica, relacionarnos con ella; no a una orgía descontrolada, donde no sabes a quién terminas metiendo en tu cama. A los pocos días nos llamó para invitarnos a comer. Llegamos a su casa sin pensar en nada. Nos caía simpática y su conversación escapaba a todo lo conocido.

Un piso en Pedralbes, pequeño y encantador, lleno de esculturas y plantas sobre espejos en el suelo. Luces extrañas que iluminaban rincones con la pared delicadamente labrada. La magnífica mesa de mármol blanco estaba puesta, sencilla, sin pretensiones, ella también. Llevaba un elegante batín, que enseñaba las piernas e insinuaba lo que había en su interior: la desnudez de un cuerpo muy cuidado y de gimnasio, sin un ápice de grasa ni huesos que afloraran en exceso.
La comida frugal, delicada y de calidad, hacía pareja con la hembra que teníamos enfrente, y una botella de vino que nos pareció exquisito. Yo tenía diecisiete, Artur dieciocho; para aquella mujer e incluso para nosotros mismos, éramos unos adolescentes, algo vividos, eso sí, pero adolescentes hasta la médula. Era la primera vez que veía un dormitorio absolutamente diseñado para el placer y me impresionó. Habíamos oído historias sobre una famosa casa de citas barcelonesa, de sus habitaciones, pero, obviamente, no la conocíamos. Espejos no muchos, pero sí los justos para que no pudiera escapar nada de lo que se hacía; preciosos dibujos, que, sin explicitar sexo, emitían mensajes inequívocamente eróticos; y la gran cama cubierta de frescos cojines de algodón, sobre un cubrecama de pelo de color crudo.

Yolanda fue una magnífica maestra, con ella traspasamos la frontera de nuestros complejos, nos enseñó que en sexo nunca debíamos decir no hasta haber probado. Lo pasamos bien, mejor que con cualquiera; y ella, tal vez por la morbosidad de nuestra juventud, por ser dos y no dejarnos manipular, por saber qué hacer y qué dejarnos hacer por una mujer, consiguió lo que deseaba hasta un límite que nosotros nunca habíamos visto y quizá ella tampoco esperara.
El siguiente sábado nos llamó. Yo había quedado con Anna, comer con ella y pasar la noche en su casa charlando de nuestras cosas. Hice filigranas para poder complacerla. Llegué algo tarde, Artur y ella me esperaban sin impaciencia, sentados en el sofá. Entonces nos quiso compensar, lo hizo con admirable sutileza, primero queriéndonos pagar unos gastos idiotas, luego, cuando le comentamos que queríamos independizarnos, propuso ayudarnos. Artur, como siempre en esos casos, se puso nervioso; yo la miré divertido, con toda la ironía que podía salir de mis ojos. Se dio cuenta al instante, pero ya no tenía arreglo. Cerró los ojos y esperó. Me gustó su gesto.

Me levanté y la besé, con delicadeza abrí su escote y pasé mis dedos por sus pezones, casi pellizcándoselos.

-¿Te molesta? -Volví a preguntarle con toda la tranquilidad del mundo.
Y entendió. Era una manera de volver a empezar.

Yolanda nos divertía, era inteligente y culta, muchísimo, y nos llenaba por completo. Tenía muchos amigos, todos mayores que nosotros, y nos explicaba lo que hacían, sus morbosidades. Nunca nos mezcló con ellos, siempre supo mantener la distancia. Nos llamaba a menudo y le correspondíamos, a veces por la noche, otras al mediodía. Era una constante aventura, el perfecto aprendizaje en todos los sentidos. Tenía mucho sentido del humor y se burlaba de sí misma y de sus amigos, de sus contradicciones, con refinada ironía. Era muy progresista, profundizaba hasta el límite todo lo que hablaba, y nos enseñó a no confiar de lo que parecía seguro, del dogma; y a huir del individuo de fácil dialéctica, que convence sobre lo que no cree.

Nuestra relación terminó convirtiéndose en una borrachera de sexo y búsqueda de placer, como si supiéramos que no podía durar demasiado; pero también en un brutal aprendizaje de la realidad y de las relaciones humanas. Artur parecía sentirse cómodo, yo no tanto. Con el tiempo empezó a gustarme más su conversación y las respuestas que encontraba, que el juego sexual. Con ella aprendí el arte de la transigencia y del diálogo, a saber ponerme en la piel de los demás, antes de caer en la tentación de apartarlos de mi entorno. Sin embargo, mi mundo volvía a ser el de antes y no quería perder una vez más a Alba.

 

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