jueves, 1 de agosto de 2013

CONVERSACIONES CON AMARA

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La abrazo y la beso. Ha pasado unos días difíciles con su salud, además temía, con razón, que no llegara a tiempo para mi aniversario. Está en la cama, agarrotada por el dolor. La miro y me doy cuenta lo mucho que la quiero, lo que significa para mí y hasta dónde llega su valor y su confianza. Sabe que he estado a punto de no volver, y yo sé que nunca me lo habría echado en cara. Es Amara, la mujer que, junto a Mónica, ha organizado algo que escapa a la lógica humana, pero que responde a su espíritu, ese que me enloqueció.
-Eres el único que puede conseguirlo. Si tú no vas lo hará Biel y sabes que fracasará.
-Es muy difícil, no sé por dónde empezar.
-Cuando estés allí sabrás. Si no lo intentas y le pasa algo, no te lo perdonarás nunca.
-¿Eres consciente que es posible que no salga vivo?
-Sí, pero no te preocupes, no te lo echaré en cara y brindaremos con cava en tu memoria.
Y recuerdo sus palabras al despedirme en el aeropuerto, después de darme un beso.
-No vuelvas sin haberla dejado en lugar seguro. Es lo que yo haría si pudiera.
Y que, antes de subir al avión con Artur, que todavía no entendía por qué debía esperar en Bangkok, me sonreí al pensar que, en caso de salir mal, sería una bonita manera de morir a los sesenta. La mejor.

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-Cuando toda la fortuna que puedas acumular haya desaparecido, este árbol que ves ahí todavía vivirá.
Observo el árbol. Es alto y delgado, los he visto más grandes y viejos y ese tiene mucha vida por delante. Si nadie lo tala, trescientos o cuatrocientos años como mínimo.
-Nuestra fortuna, nuestras vidas y las de nuestros nietos. Nada es eterno, sería muy aburrido serlo -respondo con ironía.
-No me has hablado de Amara, de su salud. ¿Y Joan y Vicki, cómo están?
Me encojo de hombros y sonrío.
-A punto de ser abuelos. Amara sobrevive, ahora mejor que antes, pero ya sabes, su enfermedad es crónica y va a peor. Solo su espíritu la mantiene como es.
Tras nuestro se alza un montículo tan rocoso como selvático. El aire de la noche es fresco, incluso esa humedad que hace rato nos empapaba ha desaparecido. Uno de sus compañeros, sentado con las piernas cruzadas, está curando sus descarnadas rodillas. Debo apartar la vista, porque en una de ellas se le ve el hueso. Un rato antes, cuando le han sacado los vendajes que le pusimos para suplir los primeros, una chica se dedicaba a apartar los cientos de moscas que hacían turno para devorar su carne. Me mira a los ojos y sonríe. Su compañero médico le ha puesto unos polvos desinfectantes, después de lavarle la herida con cuidado y de inyectarle una dosis de antibiótico, que se me antoja más para ganado que para humanos. Ha de dolerle mucho, tanto que debe ser insoportable, pero no lo denota.
-Duele mucho, supongo. Yo no podría aguantarlo.
-Muchísimo. Es horrible. Y no seas estúpido, tú también lo aguantarías y lo sabes –responde con una entrecortada carcajada.
Y recuerdo mi entrenamiento, las lágrimas que caían de mis ojos y cómo me abstraje del dolor y del miedo, gracias a soñar con Mónica. Ella lo engaña con su risa, tan típica, tan alegre.
-Si sigues así no llegarás a vieja.
Se ríe, abiertamente esta vez; yo también por la tontería que he dicho, que llevaba dentro durante todo el camino, que me sentía estúpidamente obligado a espetarle.
Y vuelve a mirar el árbol.
A nuestro alrededor una nube de mosquitos envuelve la llama de aceite, mientras cientos de grandes mariposas revolotean a su alrededor, y algunas se queman y caen con estrépito.
-Sabes Popol, excepto los árboles aquí todo dura poco, pero a cambio se vive con intensidad. En algunos barrios de Bangkok sesenta años son muchos, mientras en otros hay quien muere a los noventa, Aquí, a partir de los cincuenta ya se es anciano y lo extraño es encontrar alguien de nuestra edad. Como menos esperanza de vida tengas, más valor le das y menos a la supervivencia.
Debo hacer un esfuerzo para entenderla, aunque todo lo que ha dicho ya lo sepa. Y se ríe mientras lanza una exclamación de dolor. Su compañero levanta la cabeza.
-Sorry.
Y ella sigue con su risa, amagando una mueca de dolor.
-No te preocupes Frank, ha sido sin querer. No todos tienen mi suerte, la de tener amigos como vosotros.
Y pienso en el charco de sangre, aún fresca, que vi junto a ella en su celda. Su compañera tuvo la desgracia de ser birmana y de precio bajo, y la violaron y le partieron las rodillas, para que no escapara antes de matarla.
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Me sorprendió su tranquilidad, como si nada de lo que pasara a su alrededor le afectara. Pero la conozco y sé que no es así. La aceptación de la realidad es parte de su fortaleza y de su capacidad de lucha, la misma de tus amigos de “médicos sin fronteras”, la que vi en su amigo australiano, cuando la curaba tranquilo y sin inmutarse por el dolor que le provocaba.
No preguntó cómo conseguimos rescatarla, quizá para no obligarnos a mentirle. Sabía que en tan poco tiempo había sido imposible negociar, también que los militares de la zona querían interrogarla con tranquilidad, antes de enviarla a Rangún. De hecho ya habían empezado cuando llegamos.
Ya en la calle y a hombros de un compañero preguntó, casi sin fuerzas, cuántos guardias encontramos.
-Solo uno. Supimos esperar el momento –respondí.
Lo preguntó en su idioma y uno de ellos lo tradujo para que fuera yo quien le respondiera.
-Solo uno...
No fue pregunta sino incredulidad, pero no por el hecho sino por mi presencia. No entendía qué hacía allí. Al principio creo que ni ella sabía dónde estaba, sin embargo, sí que vi su mirada de alegría y confianza cuando entré en la celda. Entonces me reconoció y hasta pensé que no le extrañaba mi presencia.
Delgada y desfallecida, sucia, hambrienta y obnubilada por la somnolencia. Hacía días que no comía ni dormía. La encontramos de rodillas, sobre un suelo de arena lleno de sus detritus, con los brazos en cruz obligados por una madera a todo su largo, con unas cuerdas pendidas del techo alrededor de sus sobacos, para obligarla a mantenerse erguida, y unos aros en las piernas que le impedían cualquier movimiento.
A medio camino la cogí en brazos para que su compañero descansara. Creo que fue entonces cuando empezó a darse cuenta de que era yo, porque me abrazó de una manera muy especial y sentí sus dulces labios en mi cuello, y porque en catalán me preguntó por el bulto que llevábamos.
-No sé, debe ser algo que habrán cogido.
Luego, en un recodo del camino y ya en el 4X4, uno de ellos lo arrastró hasta un rincón del bosque. Nadie dijo nada, seguramente para no soliviantarla, pero entendí, por las señas que me hicieron, que cerca había una familia de leopardos. Y donde hay depredadores, hay carroñeros.
Estuvo un día entero durmiendo. Se levantó para comer, charló un rato conmigo y preguntó por una compañera también detenida, de la que nadie sabía nada y, por lo que entendimos, habría corrido la misma suerte que la otra. Luego se echó y ya no volvió a levantarse hasta la tarde del día siguiente
*
-Sabes Popol, después que partieran las rodillas a mi compañera pensé en Biel y en ti, e imaginé que me hacíais el amor. Y pensé, te lo prometo, que si os enterabais de lo que me había pasado vendríais a buscarme. Y temí por vosotros y deseé con todas mis fuerzas que no os avisaran. Habéis tenido suerte de llegar antes que empezaran a torturarme, si no me habríais encontrado hecha un estropicio.
La miro en silencio y observo el vendaje de sus rodillas. No sé lo que para ella es tortura, en todo caso me alegro que hayamos llegado a tiempo, no solo por mí sino también por Artur, que me espera en Bangkok, y por Biel, que lo hace en Rangún por si fallamos. Por Joan y Vicki, que han sufragado parte del viaje y que con un poco de suerte se habrán enterado de nuestro éxito, igual que Mónica y Jep, desesperados frente al ordenador y al lado del teléfono.
Unos extraños monos bajan del árbol. No entiendo que lo hagan a esta hora, ya casi de noche. Se acercan con cuidado, siento que dudan porque no me conocen. Uno de ellos se acerca más, me toca la mano y chilla. Ella me mira y sonríe.
-Creo que ya eres de la familia.
El mono de un salto se sube a su hombro, mientras el médico toma asiento a nuestro lado, satisfecho por haber cortado la infección a tiempo. Antes de marchar le extraerá sangre y se la llevará en una nevera para hacer análisis. Una mujer, que de tan arrugada parece anciana, nos acerca unos platos con arroz y plátanos cocinados al estilo caribeño, y otro lleno de una especie de langosta cocida. El médico coge una y se la lleva a la boca mientras me observa con curiosidad. Yo cojo otra y la saboreo. Cruje y tiene un sabor parecido a la cigala, pero más suave. Y Anna se ríe, no por mí, que ya sabe, sino por su amigo.
-Con Popol podrías perderte en un desierto y no morir de hambre.
Y recuerdo nuestras largas caminatas por las montañas del norte de Pakistán, donde señorea la aridez de la piedra desnuda, a cinco mil metros de altura.
Me sorprende la extraña humanidad de los monos y su egoísta complacencia, tan parecida a la de mi gata. Uno de ellos acerca su boca al oído de Anna. Me hace gracia el gesto de ella, como si hubiera entendido un susurro que ninguno de nosotros ha oído, porque acto seguido coge un plátano y se lo da. Y él lo agarra con una mano y salta hacia la rama más cercana.
-Ve con ojo. Esos monos no son tan amigables como parece. Con Amara lo serían, pero no contigo –Y se ríe por la ocurrencia.
Extraña humanidad, más sincera y previsible que la del ser humano. 
Observo a mi amiga. Parece como si unas lágrimas brotaran de sus ojos. Intenta levantarse y no puede, las rodillas duelen demasiado. Creo que los monos han hecho que recuerde algo, quizá a una de las compañeras que ha perdido.
Es curioso como nuestra conversación está cargada de silencios, como si no hiciera falta hablar, porque ya sabemos, como si las palabras fueran dardos que despertaran el dolor del alma.
-¿Quieres contarme algo?
Ella vuelve a mirar el árbol y sonríe, no con alegría, pero sí con esperanza.
-Todo lo que hacemos sirve para algo. Si vale la pena vivir por nuestros sueños, imagínate lo que es morir, que es más sencillo y llevadero. Lo terrible es hacerlo por nada, vegetar y dejarse llevar por las circunstancias. Y, aún peor, morir con la convicción que no has servido para nada, que tu vida ha sido un vacío.
Y en este momento siento la necesidad de quedarme junto a ella, de vivir plenamente y sin freno. Pero, ¿no lo estoy haciendo ahora mismo? Siento cómo me bulle la sangre, cómo se eriza mi piel. Hoy soy el hombre más feliz del mundo, aun sabiendo que quizá Amara esté esperando noticias, destrozada por haber sido la espoleta de todo lo que puede haber pasado. O tal vez ya las haya recibido, si Artur ha entrado en contacto con quien debía y ha seguido las indicaciones preestablecidas.
-Con el follón que hemos montado, creo que ya no podrás volver a Birmania.
El australiano mira a Anna perplejo. No puede creer lo que acaba de oir. Y ella suelta una risotada.
-¿Dónde crees que estás?
Me encojo de hombros. En este país las fronteras son tan ambiguas como los monos que nos rodean, que no saben ni les importa dónde empiezan y terminan.
-Estamos en Myanmar, muy cerca de la frontera con Laos. Mañana, antes que salga el sol, pasaremos por zona amiga y entraremos en Tailandia.

-Es extraño que no te preguntara.
-Sí que lo hizo, pero solo por amigabilidad, casi para mostrar su agradecimiento sin necesidad de demostrarlo.
La acaricio y me recreo en su nariz, en sus carnosos y sensuales labios, en su barbilla. Y me admiro por su extraña serenidad, tan parecida a la de Anna.

-¿Por qué has venido?
Me giré y la miré con una sonrisa. Aún conserva su belleza, con la delgadez incluso ha ganado en atractivo. Sus ojos, su boca; y su cabello, desordenado como siempre, más largo que antes e igual de rebelde, gris perlado porque no lo tiñe. Echo en falta los divertidos hoyuelos de sus mejillas, que imagino ha perdido por la delgadez.
-No lo sé, supongo que sentí la necesidad. No creas, me costó mucho que no viniera Artur. Es el que ha puesto más dinero en la empresa, incluso el suficiente para pagar un rescate.
Pero ella sabe que Artur es así, que se lanza sin pensar, con la convicción que todo lo puede.
-Podrías haber dejado la vida.
Acaricié su preciosa boca, su garganta y sus pechos; me incorporé lo justo para besarla, sin necesidad de apoyarme demasiado en su maltrecho y desnudo cuerpo. Solo quería rozarla, volver a sentir su piel en contacto con la mía.
-¡Mira quién habla! Por lo que parece, eso es lo que haces cada día.
Y entonces fue ella quien me miró y me sonrió.
-Me amas, en el fondo es eso.
Me reí mucho. Es la primera vez que escucho algo así de ella, la mujer fría e inmune a los sentimientos amorosos.
-Según tú, los hombres no sienten el amor como las mujeres. El macho está preparado para seducir y copular como buen reproductor masivo, en cambio, la hembra necesita la estabilidad para cuidar su nido. Tú eres la excepción y nos convertiste a todos, a ellas en mujeres libres como tú y a nosotros en fieles constructores de nidos. Pero no, no solo es eso. Tú nunca has amado como la mayoría de los humanos. Cuando me amas, en realidad lo haces a mi libertad. Serías capaz de morir por ella y si hoy me tuvieras que llorar, lo harías como Amara y Mónica, con una copa de cava para brindar por mi memoria y por lo que he sacrificado mi vida.
Abandonaste vuestra asociación de maltratadas, porque te hartaste de su cobardía; y aquí encontraste lo que buscabas: gente con más temor de vivir como esclava, que de morir por su libertad, mujeres valerosas como tú, que no se conforman, que estudian, trabajan y pretenden lo que les pertenece.
Es cierto, he venido porque te amo y porque me ha dado la gana, porque Amara, tu amiga hermana amante, me dijo que viniera y que no volviera sin haberte dejado en lugar seguro; porque, sin debernos nada, somos los compañeros de siempre, y abandonarnos ahora y aquí, hubiera sido lo mismo que hacerlo hace tantos años en el Himalaya. Y me quedaría a luchar a tu lado, en parte porque te amo y en parte por lo mismo que tu. Pero ni uno ni otro es suficiente por sí solo, y la suma de los dos no sigue la lógica aritmética. Cuando aterrice en Barcelona me arrepentiré, del mismo modo que si me quedara contigo. Amara lo sabe, incluso que ni ella es suficiente para retenerme. Quizá eso del nido no funcione conmigo, tal vez Joan, Jep y Pierre, incluso Richard; esos que se jactan de no sentirse atados a nada, lo estén mucho más que yo.



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2 comentarios:

  1. He acortado el relato porque la prisa obligaba a dejar demasiado en el tintero. Es mejor terminarlo con el mismo cuidado, aunque precise otra entrada

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