jueves, 1 de septiembre de 2011

EL BLUES DE AMARA...

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-¿No os basto yo?
La miro, sonrío… Los dos sevillanos parecen desconcertados. No esperaban esta salida, yo tampoco.


Los habíamos visto por la mañana con sus tablas. Ya en la playa no dejaban de mirarla embobados, mientras ella se exhibía con naturalidad. Yo, de vez en cuando los observaba; a ellos, que a duras penas podían mantener el equilibrio sobre las crestas; a ella, que unas veces se situaba de lado enseñando su silueta, y otras de espaldas escamoteando la visión de su increíble cuerpo.
Extrovertida, alegre… salta las olas y ayuda a uno de ellos a recoger la tabla. Él le dice algo, y ella, con una risa, cubre su desnudez con la tabla simulando quedársela. Después charla con los dos, lo justo para demostrar cercanía, sin abandonar cierta distancia.
Se acerca a la toalla y se echa a mi lado. No me dice nada, solo sonríe. Me gusta su mirada, el imperceptible gesto de cazadora satisfecha.
Momentos antes lo habíamos hablado, aún so sé por qué. Ahora no sabría, no podría dar una explicación. Quizá porque para mí es parte de un juego, el divertimento que busco en cualquier rincón de mi vida.
Disfruto de su felicidad, de cómo ejerce su poder de seducción, de que por fin se sienta viva, atractiva.
-¿Te gustan?
-Están de muerte.
-Vamos… que te los tirarías ya mismo. –le respondí riéndome, con el suficiente desenfado para que no se sintiera cohibida.
Por qué no, parecía decir su mirada. Por qué debemos anteponer la falsa moralina.
En realidad lo deseaba y yo la ayudaba para que lo convirtiera en una fantasía.
-¿Por qué no? Es tu cuerpo, tu deseo… Lo demás es falso, es la moral que te han impuesto sin darte ninguna explicación, la de la iglesia y de las monjas de la escuela –le dije para convencerla que no debía sentir ningún reparo.
Después de todo ya nos habíamos saltado esta falsa moral con Jep, con Joan, con Biel… en nuestra casa de la Cerdaña. Pero esta vez es distinto y con unos desconocidos, que aún no sabe cómo piensan, cómo son, cómo huelen, cómo es su tacto; sin embargo, es consciente que la desean y le apetece probar.
Me levanté y recogí mi toalla, como si ya tuviera suficiente sol, lo cual era cierto. La arena ardía y ya no podía soportarlo más. No me apetecía volver a bañarme.
Me siguió. Quizá no osara o le intimidara quedarse sola.
Volvimos al bungalow y nos duchamos. Habíamos adaptado la estancia para darnos el mejor placer, en este caso el mío, puesto que por mucho que la viera o la disfrutase, nunca me cansaba de recrearme a su costa.
Aparecieron al rato de habernos sentado para el aperitivo, impecables y elegantes, haciendo gala de lo que eran: unos señoritos sevillanos. Altos, delgados y atléticos, de edad parecida a la mía, quizá algo menos, pero sin parecerlo. Nos saludaron e hice el gesto de dejarles sitio.
De amena y educada conversación. Hablamos del mar, de la peculiaridad del estrecho y de sus corrientes, del deporte que tanto les fascinaba, por entonces muy raro en la península. Después de comer volvieron a la playa para seguir practicando, y nosotros hicimos una excursión hacia el interior.
-Nos vemos esta noche y tomamos unas copas –les dije al despedirnos.
El barman, solícito, nos dejó una botella de whiski y otra de cava, que era lo que a ella le apetecía, cerró el bar y nos dejó el aparato de música en marcha. Éramos los únicos clientes del recién estrenado hotel y no nos supo mal, no tenía otro trabajo qué hacer. Sobre la mesa quedaron encendidas unas pequeñas luces a forma de guirnalda, que, aparte de las farolas del jardín, iluminaban tenuemente todo el complejo.
Y seguimos charlando, esta vez de trabajo, del suyo como enfermera en un famoso hospital barcelonés, de su pasión por la medicina y de sus estudios truncados por la familia. Y ellos, una vez más hablaron de su gran afición y de las olas que se formaban en aquella maravillosa playa frente la costa de Marruecos, por un lado tan tranquila y por otro tan solitaria.
-Con un par de chicas como tú ya sería el colmo –le dijeron con su inmensa gracia, a modo de piropo.
Y ella, con la camisa desabrochada y abierta hasta más allá de sus hombros, simulando un calor que nadie podía notar a aquellas horas, respondió con un gracioso mohín...
-¿No os basto yo?
Y sí… siento el desconcierto. Y antes que respondan con una broma o uno de sus requiebros, me introduzco en su bando, tratándola como independiente y libre, como si solo la conociera de esta preciosa y cálida noche de verano.
-Somos tres. Quizá no tuviéramos bastante –le digo riéndome con ganas, pero manteniendo su tono, el de su provocativo mensaje.
Y sigue la broma, más desafiante si cabe, acompañada de su apabullante sensualidad y gracia.
-Eso, en todo caso habría que verlo.
Me admiro y me pregunto por su cambio. Qué habrá pasado, cuando solo hace una semana, justo el día de nuestra boda, todavía demostraba timidez y denotaba algo de su antiguo complejo.
Uno de ellos, casi por probar y medio en broma, la provoca y le pide que nos haga un estriptis, -después de todo ya la habíamos visto desnuda en la playa- y ella le sigue el juego.
-Tú me desnudas lentamente mientras nos bebemos una copa de cava a la vez. En el momento que caiga una sola gota en el suelo, paramos.
Risas, juego… El tipo, pese la dificultad de hacerlo todo a un mismo tiempo, lo intenta. Ella le da la espalda para ayudarlo, gira su cabeza y coge la de él para unir sus bocas en la copa. De vez en cuando también aprovecha para desabrocharle los botones de la camisa y se ríe al conseguirlo.
-Como te descuides terminaré yo antes contigo –oigo que le dice con una sensualidad que embriaga, que, a nosotros, invitados de piedra, nos pone a mil.
Mi compañero no dice nada, no osa romper el encanto. Yo, excitado como nunca, lo vigilo de reojo, no fuera que me pregunte o que se sienta intimidado. Pienso en decir algo para cortar su preocupación, pero de mi garganta solo sale un gutural ¡Joder! cuando su compañero consigue bajarle los pantalones y ella arquea su cuerpo hasta pegarse a él y beber otro sorbo.
Ella, prácticamente desnuda, baja una mano mientras lo abraza con la otra para no perder ni una gota, y empieza a desabrocharle la bragueta del pantalón.
Oímos risas y gritos…
-¡Que cae, que cae!
Pero de inmediato, más risas y la exclamación de que no ha tocado el suelo. Y es lógico, porque entre los dos cuerpos no queda espacio para una pluma y su juego se ha convertido en un tórrido baile de una pareja desnuda, en el que nosotros solo servimos para llenar la copa muy de vez en cuando.
De pronto paran y se acercan para sentarse, el uno con solo los calzoncillos y ella ya sin bragas. Se ríen a carcajadas, sin parar. Y es que el pobre ya lleva rato con una erección de cuidado y han terminado tomándoselo a broma.
-¿Qué quieres chica? Uno no es de piedra.
-No te preocupes, yo también estoy cachonda perdida.
Y hace el gesto de ventarse con la mano, mientras mira con indisimulada admiración el gran paquete de su compañero.
-Podríamos seguir el juego en nuestro bungalow –intervengo con la seguridad de lo que todos buscamos y nadie se atreve a proponer. –Nosotros también queremos nuestra ración y quizá no nos conformemos con un simple calentón.
Me espanta la situación. Con los amigos todo es más fácil. El cambio de parejas, su relación con Jep… Por muy libres que seamos, nunca salimos de nuestro entorno. Esto es distinto, más brutal y salvaje.
Está espléndida, más bella y sensual que nunca, se siente fuerte y segura, dominante.
Desenchufamos el cable de las guirnaldas y de la música, recogemos las dos botellas y las copas y entramos en el bungalow, encendemos el hilo musical y uno a uno bailamos con ella, dejando que nos desnude poco a poco mientras araña nuestros cuerpos, nuestros sexos; mientras nos devora y nos enloquece. El límite lo pone ella, la situación y el ambiente, y lo cierto es que no lo hay porque no lo quiere.
Y con asombro descubro su arte, casi único, el que tantos estragos provocará a su paso. El desconocido se siente parte de ella y no se extraña; y ella lo trata como íntimo y próximo, demostrándole una empatía difícil de igualar.
No sé cuántas han sido las veces, parecemos cuatro guiñapos y hemos estado durmiendo hasta que el cuerpo ha dicho basta. Me levanto y a mi alrededor solo veo cojines, colchones y sexo. Mis compañeros se desperezan. Ella entra en el baño y al poco nos llama. Quiere ducharnos uno a uno para saborearnos antes de la despedida. Incluso yo pienso que debo aprovechar el momento como si fuera uno más.
Desayunamos en la terraza como si nada hubiera pasado y nos despedimos con un abrazo, y ella con un casto beso.
-Ha estado bien, muy bien –me dice ya en el coche en dirección a Granada, mientras se acomoda para echar una cabezada.
Para ella ha sido una experiencia increíble y fantástica; para mí una sorpresa a la que deberé acostumbrarme, con la sensación que tanto puedo haber despertado un monstruo como todo lo contrario.

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