jueves, 17 de diciembre de 2020

El Camino Infinito, 9ª parte

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Poco después cumplí los dieciocho y definitivamente me fui de la casa de mis padres. A partir de aquel día solo volvería puntualmente en algunas fiestas, y muy de vez en cuando cortas temporadas.

Con Artur, Jordi y Sebas me trasladé al Pirineo. Encontramos trabajo en las pistas de la Molina y una casa medio derruida para vivir. Éramos los únicos habitantes del pueblo, aunque no era muy difícil, ya que tenía dos casas más, a cual peor conservada. Solo podíamos habitar media casa, el resto estaba en ruinas. No tenía luz ni agua, no había lavabo y la cocina se encontraba en la parte derruida. Para nuestras necesidades habíamos de ir unas veces al río y otras al campo. Olvidábamos comprar muchas cosas, la más grave solía ser papel higiénico. Recuerdo, más de una vez, limpiarme con hojas de plantas. De noche era más complicado, puesto que era imposible ver las ortigas y los cardos.

En lo alto del montículo que dominaba el pequeño valle, había una ermita medio quemada y poco techo. La pared frontal y una de las laterales aún mantenían parte de un fresco románico, que conservaba sus vivos colores. Recuerdo un pedazo de pared desconchado con garabatos de excursionistas enamorados. Subía a menudo para ver el fresco e imaginar lo bello y vistoso que habría sido en su tiempo.

Era verano y en principio no podían darnos trabajo. Lo encontramos en unos restaurantes de la zona, como pinches, camareros, etc. Primero los fines de semana, más adelante, cuando el turismo veraniego apretó, durante todo el día. En Octubre, cuando las pistas debían prepararse, nos contrató la empresa explotadora con un buen sueldo. Al principio, para desbrozar y podar los árboles, y pintar y arreglar cualquier desperfecto de los edificios; después limpiamos las pistas de troncos, rocas y árboles caídos. Y cuando empezó la temporada, nos dedicamos a tachar los pases, que entonces se adquirían por subidas. De vez en cuando me quedaba solo en alguna salida de telesquí, entonces, una de cada dos veces simulaba tachar el pase a gente joven como nosotros, con pocos recursos. Los bonos eran abusivamente caros. Recuerdo que una tarde se levantó una fuerte ventisca y por prudencia cerré la pista. Me dediqué a vigilar la gente que bajaba y preguntarle si había visto alguien desorientado. Por el vestuario y su estilo de frenada recordaba a todo el mundo. En la nieve no hay dos que esquíen igual, pero en la frenada aún se nota más. Y me faltó una chica que esquiaba muy bien y a la que dejaba subir a menudo sin tachar el bono. Avisé a mis compañeros, estaba preocupado, la fueron a buscar mientras yo vigilaba por si aparecía. La encontraron muerta, estrellada contra una de las torres. La ventisca, el cansancio, querer aprovechar hasta el límite mi generosidad, nunca lo sabré; lo que sí, es que de haber hecho estrictamente mi trabajo, la chica aún viviría.

Recuerdo que un día, mientras tachaba los pases para subir al telesilla, uno de nuestros compañeros anunció que los norteamericanos corrían por Vietnam como conejos. Había comenzado la famosa ofensiva del Tet. Entonces me sorprendió mi indiferencia y descubrí que hacía mucho que no leía periódicos ni miraba la televisión, y tampoco me importaba lo que ocurría en el mundo.

Aquel invierno conocimos a Patty y Conchi, dos magníficas chicas. Vivían solas y estudiaban en Barcelona. Una aventura de las que no se olvidan. Las encontramos por una calle de Puigcerdà. Nosotros tratábamos de entrar en el Gatzara sin pagar, una típica y divertida discoteca. Deambulaban por las calles con los esquís en el hombro, buscando alojamiento para aquella noche. Nos gustaron solo verlas, eran las típicas niñas guapas, refinadas y de familia burguesa, pero desenvueltas y sin complejos. Patty rubia, Conchi morena. ¿Qué hacían aquellas dos preciosidades por allí, sin saber dónde ir? Nos preguntamos. Las abordamos sin más. Eran extremadamente extrovertidas y de risa fácil, y su habla, del interior de Cataluña, tan simpática como ellas. Les ayudamos a encontrar hotel, los conocíamos todos, luego les propusimos vernos en la discoteca. Y comenzó una de las relaciones más disparatadas, sensuales, divertidas y de amistad que pueda imaginarse.

El siguiente fin de semana volvían a estar allí, esta vez con el cuidado de haber contratado una habitación en el hotel de las mismas pistas, y en compañía de dos amigas. Solo llegar nos buscaron. Aquel mismo sábado, nuestro coche, un desvencijado Renault Dauphine sin amortiguadores, se negó a arrancar. Teníamos dos opciones: entrar en un refugio, que no hubiese sido la primera vez que lo asaltábamos por alguna ventana, o intentar entrar en el hotel y dormir con ellas, aunque fuera en el suelo. Se lo planteamos y estuvieron encantadas. Y nos excitó pensar que podíamos tener una aventura con ellas. La intentona terminó en fracaso, el conserje nos conocía y nos echó riéndose. No nos arredramos, aunque la pared era bastante lisa y apenas había donde apoyar los pies, acostumbrados a la escalada libre, subimos por ella buscando las estrechas cornisas y los balcones. Hoy, cuando pienso lo que hicimos me horrorizo. De noche, con hielo en cualquier recodo y sin el calzado adecuado, subimos por una pared de obra. Un pequeño desliz hubiese terminado en tragedia. Cuando escucharon el repique en su ventana no podían creerlo. Supongo que entonces debieron percatarse del tipo de jóvenes que habían conocido.

La habitación era de literas, el cuarto de baño exterior y en el pasillo había mucha algarabía. Al salir tropecé con mi primo, que nunca hubiese imaginado encontrarlo allí. Nos gustaban las cuatro y gustábamos a las cuatro. Ninguno quiso ser el primero en mover ficha. Yo sabía que Artur, mucho más atractivo y sexual que el resto, siempre se llevaba la guapa y Patty me encantaba. Ellas, con evidente embarazo y risa floja, se habían introducido en sus respectivas camas. Patty abrió su sábana y me dijo: ¿a qué esperas, entras o no? Y entendimos que, mientras nos duchábamos, ellas habían decidido. Aquella noche dormimos abrazados, con alguna caricia y algún beso despistado, nada más. A partir de aquel fin de semana dejaron de buscar hotel para dormir. Fue un año de mucha nieve y lo disfrutaron como nadie, ya que las dejábamos subir al telesquí sin tachar el pase y se ahorraban el hotel. Aún recuerdo ir a buscar baldes de agua al río, cómo la calentaban al fuego y nos lavaban la cabeza. Se había convertido en una costumbre. No nos hacía falta, ya que en la empresa concesionaria disponíamos de ducha y agua caliente. Después hacíamos la cena en el fuego de la chimenea o en un hornillo de gas que habíamos instalado. Luego se acostaban en colchones por el suelo. Poco a poco vimos como sus pechos aumentaban, habían empezado a tomar anticonceptivos. Y un día, maravilloso para mí, se metió en mi cama, guió mi sexo e hizo que la desflorase.

Con Patty por primera vez amé y fui correspondido. Sin embargo, mi nueva amiga no consiguió que olvidase a Alba. Con ella descubrí que podía estar enamorado de dos mujeres a la vez, y que el amor con sexo comporta la necesidad de satisfacer a la pareja. Hasta entonces solo había sido un juego, el procurar orgasmos lentos, pausados, apasionados; el retrasarlos y enloquecer a la mujer hasta el punto preciso, intuirlo y jugar con su cuerpo. Con Patty era distinto, en cambio de divertimento sentía gozo. Mi compañera se abandonaba a mis caricias, quizá porque aún fuera más inexperta que yo en el amor, y no obligaba como Yolanda sino que me acompañaba en mi aprendizaje. Nuestra relación era anárquica, absolutamente desordenada. En cuanto terminó la temporada de esquí, dejaron de venir tan a menudo. Era natural, habían de estudiar y visitar a sus familias.

A Patty le gustaba el juego amoroso, el lío y los amigos, amar y sentirse amada, era coqueta y le encantaba provocar; y no pasó mucho tiempo, ya todos en Barcelona, que sin romper la relación conmigo se liara con Artur. Yo me sentía bien, más tranquilo e independiente, y a los tres nos divertía. Artur y yo terminamos compartiéndola en todos los aspectos, formando un precioso triángulo de amor y de amistad, hasta tal que alguna noche terminábamos acostándonos juntos, con la consiguiente algarabía de risas, besos y juegos; y nos peleábamos en broma, siguiendo un juego, que de tan bello se tornó mágico.

A Patty le asustaba una relación estable y yo hice todo lo posible para no defraudarla. Podíamos pasar un mes sin vernos, pero al poco nos buscábamos. Sentíamos necesidad de estar juntos y amarnos, de hablar de música, de gente, de ideas, pero siempre manteniendo la eventualidad.

En los momentos de descanso en el trabajo visitaba a una pareja de ancianos, que regentaba un pequeño bar al pie del telesilla. Solía quedarme charlando un rato con ellos, tomaba un café con leche, un bocadillo, un vaso de vino para combatir el frío, y nos hicimos amigos. Y un día me contaron una bellísima historia de amor y de libertad. Se habían enamorado perdidamente, eran menores y los padres de ella, para evitar que se siguieran viendo, la encerraron en un internado. Él la fue a buscar y huyeron. Viajaron por toda Europa trabajando en un circo. Y mientras narraban su historia, creía seguir el guion de una película romántica. Sus familias no volvieron a saber nada de ellos. Me lo contaban mientras trabajaban con una maravillosa sonrisa. Si no fuera porque ella estaba en la cocina y él atendiendo, diría que lo hacían cogidos de la mano. Hoy, al recordar, los veo así, hablando cogidos de la mano, haciendo el amor con las palabras y la mirada. Y es que el espíritu traspasa lo físico. Me gustaba mucho visitarlos y escuchar sus anécdotas del circo. A veces la mujer le gritaba desde la cocina, para decirle que me dejara tranquilo, que probablemente estaría cansado de escucharle, No sabía que muchas veces iba solo para eso.

Después de la Semana Santa el tiempo cambió, la temporada había finalizado como los contratos y decidimos abandonar aquella vida de robinsones. Había estado bien para una temporada, pero no para más. Nos despedimos de todos los amigos que habíamos conocido, Jordi y Sebas a medias, puesto que deseaban volver al año siguiente. Mis ancianos amigos, al conocer mi situación, me dieron la dirección de una casa de Horta, junto una carta y un nombre.

Llegamos a Barcelona en tren, el coche había funcionado hasta el último día, sin que supiéramos cómo. Pedirle que nos llevara hasta Barcelona habría significado un suicidio. Una cosa era hacer unos pocos kilómetros por la Cerdanya, con amigos por el camino a los que recurrir en caso de apuro, y otra conducir un coche sin amortiguadores y con las ruedas casi lisas hasta Barcelona por la collada de Tossa.

Artur se fue con sus padres y entró a trabajar en una de sus empresas. A mí siempre me quedaba la posibilidad de volver con los míos, aunque fuera eventualmente, hasta encontrar un piso que compartir con amigos, el problema era cuáles. Con los únicos que creía buenos para convivir, por la similitud de gustos y de cultura, eran Joan, Jep y Toni, pero estaban bien en sus casas y no tenían ningún interés en marchar. Solo llegar estuve tentado en llamar a mis padres, hubiese sido lo más fácil y cómodo, pero sabía que no era una buena solución, que me arrepentiría y sería peor. Igualmente lo haría, pero desde mi nueva casa. Y fui a la dirección apuntada en el papel, con la carta cerrada en la mano. Por probar no perdía nada, pensé.

Encontré la puerta abierta, entré y pregunté por Alex. Me atendió un tipo con pelo largo, lacio y recogido con una goma. Aparentaba treinta lo menos, para mí muchos. Y es que, aunque pareciera tener más y mi piel estuviera curtida por el sol de la nieve y el frío, la diferencia era evidente. Hacía tiempo que me había acostumbrado. En el grupo de Alba éramos los más jóvenes y algunos sobrepasaban la treintena. Abrió la carta después de preguntarme quién me la había entregado, explicando, mientras la abría, que allí uno eran todos. La leyó, me miró y me dio la mano.

-¿Dónde tienes la maleta? Entra, te enseñaremos tu habitación.

No me dio alternativa. La carta debía ser muy explícita y nunca podré agradecer lo suficiente el favor a mis viejos amigos. La casa era grande, de dos pisos y un pequeño desván; y también disponía de un sótano, adecuado por sus antiguos inquilinos como bodega. Para entrar se debía atravesar un corto jardín y subir la típica escalinata que se estrecha al llegar a la puerta, con la

salvedad que en la parte superior había una ancha terraza, flanqueada por una baranda con balaustres de obra y dos ventanas, una a cada lado. El jardín seguía por los laterales de la casa hasta ensancharse en la parte trasera, con un lavadero cubierto pegado a la pared que lo limitaba. El recibidor tenía tres puertas, las laterales daban, una a un gran salón, la otra a una habitación con mucha luz; la frontal a un pasillo que hacía de distribuidor. Una gran cocina, la despensa, un pequeño lavabo, un dormitorio, la habitación y el gran salón conformaban la planta baja. En la superior había un distribuidor en lo alto de la escalera, seis dormitorios y un cuarto de baño.

La casa era habitada por dos hombres y dos mujeres. Alex, el tipo que me recibió; Bill, un norteamericano de paso hacia Suecia, huido de su país al ser alistado para Vietnam; Mila y Rina, una marroquí de Fez, despreciada por su familia al quedar embarazada de un desconocido, huido o vete a saber, porque no lo entendí y los otros tres no lo aclararon, quizá porque no les importase o tampoco lo entendieran.

Alex, de treinta años, tenía los ojos y el cabello del mismo color, marrón muy claro, casi de color miel; alto y un poco cargado de espaldas, de cara estrecha y angulosa y nariz un poco aguileña. Bill, de veinticuatro años, al contrario de lo que se espera de un norteamericano de ascendencia ucraniana, parecía hispano de tan moreno, con el cabello rizado, algo más bajo que yo y muy ancho de espaldas, extrovertido y muy atractivo para las mujeres. Mila, de dieciséis años, era la más joven de todos; alta y fuerte, con el pelo corto a lo chico, muy inteligente, morena, atractiva y sexual, su nariz era tan recta como su espalda. Rina era unos meses más joven que yo y vivía con su hijo Rico, de apenas un año, nunca pregunté si nacido en España o Marruecos -de nombre Rico, nadie sabía por qué, pero se lo puso en la casa, en un bautizo festivo y ateo-; pelirroja y de ojos pequeños y verdes, y nariz delicadamente ancha, de semblante grave aunque la pecas en la cara le daban un semblante divertido y simpático, a duras penas aceptaba bromas de género. No era guapa, sin embargo, al poco hacía que te prendaras de ella.

Me aceptaron enseguida. Cuando pregunté qué procedimiento seguían en cuanto la participación económica, me miraron extrañados. Esto es una comuna, dijo Mila, aquí todo el mundo pone lo que tiene y se hace lo que se puede. Y lo vi claro, saqué mi cartera y les enseñé lo que llevaba, que era más que lo que tenían entre todos, dado lo mucho ahorrado.

Y les conté mi historia, no el por qué de ella, que sin necesidad que me dijeran, supe que no les importaba; lo que había hecho hasta entonces, sin saber lo que buscaba. Bill, con agudeza, lo definió en un segundo; algo que yo, por muchas vueltas que le había dado, nunca había conseguido hacerlo con tal exactitud.

-No haces otra cosa que buscar lo que más te divierte, y está bien mientras no inflijas dolor a los demás; pero, por lo que cuentas, entonces dejaría de divertirte.

Me supo mal, sentí que me trataba de banal e insustancial, tanto a mí como a mi manera de pensar. Pero al momento y sin que mediara intención, dijo:

-Me temo que como yo-

Y aunque no deshiciera mi alarma, me satisfizo.

Alex fabricaba pequeñas piezas de artesanía que repartía por paradas y tiendas de estética hippie, a la espera que alguien las vendiera; Bill lo ayudaba en lo que podía, y todas las mañanas e iba y venía de correos, con la correspondencia que mantenía con infinidad de compañeros repartidos por toda Europa.

Mila era anárquica y tanto trabajaba en un lugar como otro: de repartidora de pan, de buzonera, de dependienta en una tienda. Aguantaba poco y no por falta de productividad, que era trabajadora y responsable, sino porque odiaba la estupidez, la prepotencia, las envidias, el zancadilleo entre compañeros por conseguir mejor horario, zona; o el acoso sexual que, decía, debía soportar de quedarse en un determinado trabajo. Y cuando preguntábamos, respondía que solo era verbal, porque los tíos, a buen seguro se hubiesen arrugado. En sus horas libres estudiaba biología, siempre becada gracias a sus notas y a su falta de recursos. Era sorprendente ver una chica que, sin medios, con poco tiempo y casi sin libros, conseguía la excelencia en los estudios, mientras otros se mataban durante todo el día para no llegar ni a la mitad de su nota.

Rina era la que más problemas encontraba, por el prejuicio racial, por el religioso y por ser madre soltera. –Era tachada de musulmana, cuando no lo era; de mora, cuando no hacía falta mano de obra inmigrante; y de ligera por tener un hijo sin padre- Trabajaba muy eventualmente, de limpiadora de escaleras, de moza para cargar o llevar la compra a los clientes de un supermercado.

Yo no tenía trabajo, terminaba de llegar de él, eso sí, con el bolsillo lleno de billetes, pero sabía que lo encontraría en cualquier sitio.

Con la ayuda de Bill limpié mi habitación, la arreglé y busqué, entre lo que tira la gente, trastos para amueblarla decentemente. Y trasladé mis libros, mi música y mi ropa.

Pocas semanas después de instalarme, Artur me llamó para hacer una bonita excursión. No era una travesía, tampoco nada peligroso ni que requiriera grandes esfuerzos, solo nuestras habilidades de escalada libre. Sebas quería fotografiar un nido de halcón sito en la pared de una escarpada montaña. Le pareció verlo el año anterior, en una de sus escapadas en solitario, con unos prismáticos desde la pared que enfrentaba el estrecho desfiladero. Había de ser una pequeña aventura, una excursión casi de principiantes, eso es lo que pensamos. La realidad fue muy distinta, el camino era muy difícil y sin sendero; lo había escogido Sebas para llegar al pie del risco y de allí hasta el refugio. Cuando vi la pared quise morir, entendí por qué éramos tan necesarios; nadie la había escalado o, por lo menos, allí no había ninguna vía abierta. Estaba claro que por eso los halcones habían anidado. Al fin llegamos y Sebas pudo hacer sus fotos, escondido tras unas rocas y con pinta de guerrillero, inmóvil, cubierto de arbustos y lleno de arañazos. Sarna con gusto no pica, le dijimos. Había querido subir y lo subimos.

Al anochecer llegamos al refugio, exhaustos, deshechos y más que rotos. Había valido la pena, eso solo lo sabe quien llega después de haber atravesado cortafuegos nevados o helados; o cruzado la ladera de una montaña sin sendero, con una mochila de veinte kilos desequilibrando el cuerpo; o andando por una cresta rocosa, con un precipicio a cada lado y más estrecha que la anchura de una bota.

Por la mañana, en un amanecer del veinticuatro de Junio y en la cumbre del Puig Pedrós, me esperaba el paisaje más maravilloso, de incuestionable belleza, superior a todos cuantos había visto hasta el momento. Estaba aterido de frío, había podido encender el fuego mediante las brasas de la noche anterior, con pericia y mucha paciencia. No habíamos subido preparados para tanto frío y nieve. La travesía había sido impresionante, habiendo atravesado anchos cortafuegos cubiertos de nieve y hielo gracias a cuerdas y mucha audacia, turnándonos para repartir el riesgo, como si de una ruleta rusa se tratara. Aquella noche había nevado copiosamente. Al salir del refugio vi, con asombro, el reflejo de la luz de un sol que aún no había salido, sobre las cumbres de nuestro alrededor. Cada una tenía un color distinto. Era un arco iris grandioso, brutal, tanto que, sin pensarlo ni despertar a mis amigos, me puse a andar. Subí a lo alto de nuestra cumbre de 2900 metros, buscando pisar aquel color, después me atreví a andar hasta la siguiente, que ya lo había cambiado. Imposible. El efecto óptico la hacía cercana, como el resto; sin embargo, se hallaba a algunos kilómetros en línea recta y muchos para llegar a ella. Me senté y me emborraché ante tal belleza. Ya no sentía frío, solo bienestar, el esfuerzo lo había ahuyentado. Mis amigos, preocupados al no encontrarme, me debían estar buscando y yo no me atrevía a gritar. La cumbre en la que estaba era una plataforma de plano muy inclinado, igual que las demás; de eso su gran y espectacular colorido, cambiante según había escalado. De haber gritado el inestable piso de nieve podría haberse desprendido al vacío. Mis amigos llegaron siguiendo mis pisadas y me encontraron admirando el paisaje más grandioso que pueda imaginarse. La luz empezaba a iluminar el verde de los bosques y los prados, mientras cambiaba el color de las cumbres, como si fueran gigantescos espejos con todos los colores del espectro. Hasta un año más tarde no vería nada parecido, y muy lejos, cerca del techo del mundo. Después, nunca más.

Para la vuelta seguimos un nuevo camino, debía ser largo y nada complicado; pero al encontrar un cortafuego producido por un desprendimiento de rocas, bajamos por él. Abreviamos mucho, pero las rocas que caían a nuestro alrededor superaban lo previsto por Sebas, aunque no por mí. No entendía a mi amigo, tan prudente y cuidadoso, meticuloso con los trayectos que preparaba; parecía que buscara el límite, que sintiera la necesidad de traspasar lo humanamente posible. Saltábamos como cabras monteses, nuestros pies volaban de piedra en piedra antes que se desprendieran, de manera que si hubiésemos mirado para atrás, veríamos el gran desprendimiento provocado, pero habríamos perdido unas décimas de segundo preciosas y el ritmo de nuestros pies, y terminado aplastados. Llegué abajo con los nervios a punto de estallar y las piernas endurecidas por la tensión, los únicos que mantenían el temple eran Sebas y Artur, del primero no lo entendía, del segundo todo era posible.

Recuerdo el precioso prado, el riachuelo y acampar a su lado, sobre la fresca y blanda hierba. Pocas veces me había sentido tan a gusto y relajado, miré para atrás y, al ver el gran cortafuego, me horroricé. Decidí no volver nunca más a la montaña, al menos de este modo. Demasiadas veces habíamos desafiado a la fortuna y puesto a prueba nuestra pericia, pero esta vez habíamos ido demasiado lejos, lo habíamos conseguido por nuestra agilidad y la suerte, y con eso último nunca debía contarse.

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