domingo, 20 de diciembre de 2020

El Camino Infinito 10ª parte

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Pocos días después de haberme trasladado, fui a visitar a mis padres y a Alba. La echaba en falta, habían pasado nueve meses sin saber nada de ella. Y me sorprendió el cambio, la encontré encogida, ligeramente doblada, como si no tuviera fuerzas para mantenerse erguida y divagando consigo misma. Al verme ni siquiera me abrazó, solo me preguntó si llevaba algo de dinero para comprar droga. Su estado, el de casi todos los que allí se encontraban, era deplorable, casi al borde de la inanición. Me levanté y fui a la misma panadería de siempre, compré pan y chocolate y lo repartí. Me quedé un rato más, hablando de mucho y de nada, explicando dónde había estado y qué había hecho con Álvar y el resto. No di cuenta de mi nueva casa ni de mis nuevos compañeros, por nada del mundo quería mezclar aquella gente con mi nueva familia, porque empezaba a tener claro que se convertiría en tal. Me sentía cómodo, libre y arropado; ya no era una aventura de adolescente, como la vivida con Artur y los demás en la Cerdanya, sino una manera de vivir y ser. El dinero no era de uno sino de todos, igual que los problemas, los buenos momentos, las bromas pesadas y las agradables. Al volver de la panadería, di una vuelta por el barrio, tenía interés por lo que se vendía en las tiendas de artesanía, para turistas o para quien buscara algo distinto. Y vi piezas que podían fabricarse con los sistemas que aprendí en mi antiguo trabajo, hasta pensé en fabricar moldes para producir series iguales. Expuse mi idea, se podía trabajar y ganar dinero, volver a vender en tiendas, incluso fuera de Barcelona. La desecharon, preferían seguir con lo que hacían: trabajar solo cuando era imprescindible, esperar el giro del padre de alguno de ellos, que, preocupado por el futuro de su hijo y su mantenimiento, financiaba la droga de todos. Volví a mi casa irritado y casi con ganas de llorar por la impotencia que sentía. Había pensado en buscar trabajo entre gente que conocía, algún fabricante de productos de perfumería, limpieza, incluso una gran editorial que, como siempre, buscaba quien vendiera enciclopedias. Mila, al verme, se sentó a mi lado y me preguntó lo que pasaba. Me sentía fatal, la degradación de la droga, el gran egoísmo que había provocado en mi amiga, antes tan romántica e idealista, de charla profunda e inteligente. Y le conté lo que habíamos montado antes de mi escapada al Pirineo, las paradas de pósteres en las ferias de los pueblos, de piezas de barro cocido, de brazaletes de metal y lo que había pensado que podía hacerse a partir de ahora.

-Podríamos hacerlo nosotros, deberías hablarlo con los demás, tu te cuidas de vender, cobrar, traer nuevas ideas y esas cosas que sabes hacer, y nosotros fabricamos. Así Rina ya no tendría que ir de aquí para allá buscando trabajo y podría estar siempre con Rico.

Me sorprendió, no lo había pensado. Hacía nada, apenas una semana de mi entrada en la casa, y aquella chica ya proponía un cambio drástico de costumbres y modo de vivir.
Mientras preparábamos la cena, no paró de hablarme del tema. Yo movía el cochecito de Rico para que se durmiera; su madre todavía no había llegado del trabajo y nosotros le habíamos dado el biberón, lo habíamos cambiado e intentábamos hacerlo dormir. Y ella trasteaba con los huevos, con la lechuga. Yo quería meditar el asunto con tranquilidad, no era buen amigo de las prisas, y menos sobre decisiones que afectaban a tanta gente. No hizo falta, la situación se precipitó durante la cena. Mila, sin habérmelo consultado y antes que pudiera evitarlo o explicar mi razonamiento, planteó la historia al detalle, desde mi encuentro con Alba, hasta mi idea para solucionar su problema. Los demás me miraron y me encogí de hombros, no podía hacer otra cosa. Tuve que explicar con pelos y señales lo que se me había ocurrido, el tipo de piezas que creía se podían vender y cómo fabricarlas. Y Alex pensó que podía ser un buen asunto. En la sobremesa, Mila propuso hacerme un masaje.

-Cuando te hayas duchado te lo hago, lo necesitas -me dijo.

Y creí percibir una sonrisa en los demás, aunque no le di importancia. A Mila, pese la diferencia de edad, me había parecido verla acostarse con Bill, hasta el punto que los creía pareja; peculiar, eso sí, porque fuera de la cama no lo parecía y mantenían una escrupulosa independencia.
El cuarto de baño no era grande, pero sí muy cómodo, aunque con poco dinero podría serlo mucho más. La bañera era de las antiguas, de metal y con patas; el problema es que no había cortina ni modo de instalarla, por lo que nos duchábamos sentados y así evitábamos llenar el suelo de agua. Aún no había terminado de aclararme, que entró con un frasco de crema, se desnudó y se introdujo en la bañera, justo a mi espalda. Me quedé petrificado, lo que menos deseaba era tener un problema de índole sexual con ella y otro de celos con Bill. Y solo acerté a balbucear:

-Pero ¿y Bill?

Y extrañada me dijo:

-Bill es un amigo, como Alex, como Rina, como tú, y lo quiero mucho.

Y la entendí, en eso era tan natural y lógica como yo.
Después untó sus manos con crema para darme el masaje más maravilloso recibido hasta entonces.

-¿Te ha gustado? -Preguntó -Te hacía mucha falta.

Me dio un beso en la nuca, que hoy tras tantos años todavía lo recuerdo, salió de la bañera, se lavó las manos y se despidió dejándome tan aturdido como perplejo.
Por la mañana parecía un hombre nuevo. Bajé al comedor aún con la impresión en el cuerpo. Y allí estaban, tranquilos e inmutables, desayunando como siempre. Bill al verme dijo con una sonrisa:

-Parece que Popol ya ha conocido a Mila.

Sin malicia, como si fuera la cosa más natural del mundo, y hasta me pareció percibir un punto de divertida satisfacción. Entonces creí que él pensaba que había tenido sexo con ella, pero con el tiempo descubrí que no era así. Su frase había dado en el blanco en todos los sentidos.
Al fin conseguí un trabajo de vendedor de productos de perfumería, ganaba muy poco, porque aún no tenía clientela, pero no menos que los demás, y el dinero ahorrado en el Pirineo fue terminándose. Muy pronto aprecié lo que era la dificultad, separar el dinero para el alquiler, el agua, el butano, el teléfono, la comida del niño, los pañales, sus frascos de leche; y a alimentar los muchos que se decían amigos, que venían a compartir lo que no había, con las manos en los bolsillos; o a algún camarada de Bill, que estaba de paso y con el que no sentíamos ningún reparo en ayudar.

De aquel tiempo conservo unas costumbres de ahorro, que muchas veces sorprenden e incomodan a Amara. Extiendo el mínimo dentífrico necesario en el cepillo de dientes, no más gel del justo en la esponja de baño, ni un gramo más de champú y un largo etcétera de pequeñas cosas, que por poco que costaran, el día que había que comprarlas se nos hacía muy difícil.
Un día Bill apareció con una chica muy joven en compañía de un niño. Lo llevaba en una canastilla.

-Es Sole -nos dijo -la he conocido en la estación de Francia mientras despedía a un camarada. Es malagueña y está sola, ha escapado de su casa y de su pueblo. Por lo visto sus padres pretendían dar la niña en adopción, la he encontrado desesperada, buscando alojamiento y trabajo, y como nos quedan dos habitaciones vacías.

Por entonces Alex había empezado a dormir con Rina. Desde un principio sabíamos que terminaría así, y por consecuente nos había quedado otra habitación vacía.
Sole era menor, un serio compromiso para nosotros, pues temíamos que su familia hubiese denunciado su desaparición. Aunque ella pensaba que no, porque era la alternativa que le habían impuesto, marchar de su casa. Llegó con lo puesto y poco más. La niña, a la que llamaba Sara, ya ocupaba mucho sitio y no le quedaban brazos, era rubia y muy cariñosa; su madre morena como el carbón, con cara de muñeca y de ojos verde claro, una mezcla tan extraña como explosiva. El padre de la niña, como era habitual, se desentendió y ella no quiso ir a Londres ni visitar la curandera del pueblo. A Rina le faltó tiempo para hacerse cargo de la situación, de la madre y de la niña; y en un momento que tuve, la fui a ver y la encontré llorando, quizá por recordar lo que ella también tuvo que pasar. Su seriedad, formalidad y sobriedad se habían convertido en sensibilidad y ternura.
Sole nos descubrió sus pertenencias, que no eran más que alguna ropa para su hija, un par de pañales, un biberón, un bote medio vacío de leche en polvo, una esponja, jabón para niños y un chupete. Para ella no había nada, ni siquiera unas bragas de recambio. La chica había huido con lo puesto o dando el típico portazo, y había cogido el primer tren hacia donde todos decían que había trabajo y futuro para quien lo buscara.
Fue entonces cuando me sentí con fuerza para montar lo que Mila había pensado. Y es que si con Rina y Rico lo pasábamos mal, con Sole y otro niño habría de ser peor. Al día siguiente traje un par de piezas, me las había prestado uno de mis clientes que las compraba en Italia muy caras.

-¿Podríamos fabricar esto?- le pregunté a Alex.

Y respondió que si, que con el material adecuado y las herramientas para repujarlo, seguro que sí.
Me fui a los Encants Nous y busqué las herramientas que más se parecían a lo que me había pedido. Pedí prestado dinero a Artur y compré planchas y varillas de latón, cobre y alpaca. Al día siguiente Alex había fabricado una docena de cada. Las enseñé y se las quedaron. A la semana siguiente ya había devuelto el dinero y habíamos fabricado más de cien y en serie. Las empezamos a vender por todas las tiendas y el valor del material lo multiplicábamos por veinte. Lo que tenía más valor era la mano de obra y el valor añadido de su originalidad y arte. Alex se sentía pletórico y no paraba de inventar, de vez en cuando le traía un modelo, que él en pocos minutos mejoraba. En dos semanas nuestras piezas se vendían a cientos, tanto en los tenderetes de las ferias, las tiendas de moda y en muchos de mis clientes.
A las pocas semanas, tal como Mila había previsto, Rina dejó de buscarse la vida y se puso a trabajar en casa, adaptamos uno de los dormitorios de la planta baja y lo convertimos en taller, y una pequeña sala de estar que daba a la terraza y que nunca habíamos utilizado la preparamos para los dos niños.Era verano y hacía poco que había cumplido diecinueve años. Al cumplir los dieciocho mi padre me regaló el carné de conducir, para él había sido un esfuerzo y se lo agradecí. Aprobé a la primera y no costó más dinero del necesario. Ahora, con el negocio en marcha, el permiso de conducir y un futuro que se brindaba prometedor, planteé la compra de un coche, un 2CV para vender y poder repartir; pero sobre todo para expandirnos por la Costa Brava, donde nuestras piezas podrían venderse a cientos en un día en las tiendas que frecuentaban los turistas.
El coche lo encontré en el taller de un mecánico, por mediación de Fito, un amigo del grupo que venía a menudo, muy agradable y con el que Mila hizo buenas migas. Era muy culto, casi tanto como ella, y hacía esfuerzos por avisar en caso de presentarse; y cuando lo hacía, no era con una botella de vino bajo el brazo, sino con algún queso, pan y embutido. Era práctico en eso y lo agradecíamos, pero por encima de todo sentía mucha empatía por los niños y Rico por él. A Mila eso le emocionaba y cuando lo veía jugar con ellos, nos lanzaba simpáticas muecas. Lo único que teníamos claro el resto, es que nuestra peculiar y desinhibida compañera tenía un amigo al que volver loco. Y nos reíamos por dentro, cuando veíamos que el pobre nunca sabía qué hacer ni cómo comportarse para satisfacer a su presunta amada.
Las escapadas a la Costa Brava las hacía con Artur. Cargábamos el 2CV con la venta conseguida en el anterior viaje. Las piezas envueltas cuidadosamente, en papel de seda e introducidas en cajas, y en algo que se parecía a un maletín las nuevas muestras envueltas en tiras de tela. El padre de mi amigo tenía casa en muchos pueblos y dormir no nos costaba nada.
Con Artur no solo aprendí a amar la montaña y la nieve, sino también el mar. Siempre que podíamos terminábamos en el Cap de Creus, durmiendo en casas de amigos o en alguna de su padre, y salíamos de fiesta hasta altas horas de la madrugada. Y por la mañana nos bañábamos en las preciosas caletas, donde acostumbrábamos a atarnos grandes piedras en la cintura, para sumergirnos un montón de metros, tantos que hoy no me atrevo a contar; y nadábamos desnudos entre bandadas de lobinas o nos lanzábamos desde rocas que pocos se atrevían.
A mi vuelta, moreno y alegre, sentía aprensión. Mis compañeros parecían el reverso de la moneda, pálidos y sin haber podido descansar. Entonces ya trabajaban todos, desde Alex hasta Sole; incluso Mila se había involucrado, sobre todo para repartir la mercancía entre la clientela de Barcelona y atender una parada que habíamos alquilado en el mercado de Gracia, donde aprovechaba para estudiar con sus compañeros de universidad. Mis compañeros, sin embargo no solo lo entendían sino que les satisfacía. Para ellos viajar de pueblo en pueblo y pasar tanto tiempo fuera de casa era un sacrificio, y qué menos que intentara pasarlo lo mejor posible.
Dos o tres meses de la llegada de Sole, Bill se distanció de Mila. Al principio no fui capaz de relacionar las dos cosas y me preocupó, pensé que quizá habían tenido un encontronazo. Un día estando solos se lo pregunté a ella.

-Es americano, ya sabes- respondió sin inmutarse.

La miré perplejo. ¿Y eso qué tenía que ver con su cambio?

-Está chiflado por ella, como la mayoría de los tipos que se cruzan en su camino. Sino, de qué la habría traído a casa. Se fijó en ella, se acercó lo suficiente. Ella estaba perdida. Ponte, aunque sea por un momento, en su lugar. No tiene nada, ni siquiera dinero para volver. Es menor y con un niño. De no encontrar ayuda, en unas horas habría terminado en una comisaría. Él la miraba. Es atractivo, agradable y emite confianza, seguridad. ¿Qué le costaba preguntar a aquel tipo? Nada. Peor de como estaba era imposible.

Como era de esperar, fui el último en ver lo evidente. Los demás se habían dado cuenta desde el mismo día de la llegada de Sole.
Me miró con conmiseración, como diciendo: ¡Por Dios, qué inocente llegas a ser! Y me dio un beso en la mejilla. Y se fue dejándome con la extraña sensación de ser un idiota.
La gente es sencilla, simple, se mueve por principios básicos y sin demasiadas complicaciones. Bill era hombre y encima americano. Según cuentan, más simple no se puede ser. O sí, aún lo hay más y por entonces ese era yo.
Bill cambió al poco de llegar Sole, quizá lo hiciera en el mismo momento, pero yo no lo noté hasta mucho después. Sus maneras, su hablar.
¡Claro! Ahora entendía el cambio observado. Pese no mantener una relación sexual o de pareja con Mila, se había alejado de ella para evitar que la otra imaginara lo que no había. Bill era consciente que el trato que Mila daba a su “familia” y, por ende, recibía de ella, podía llevar a engaño a cualquier extraño que no entendiera nuestra relación. En aquel momento me pareció vergonzoso.
Cuando llegó Agosto, nuestra economía ya era sólida y pujante; no parecíamos una comuna hippie, aunque nuestra imagen así lo indicara. Nuestras piezas, como habíamos previsto, se vendían a cientos por semana, algunas veces hasta mil, y yo volví a divertirme y sentirme feliz. Mientras, la representación de perfumería también iba mejor, la clientela se había acostumbrado a mi presencia y al fabricante que me proporcionaba el material; el esfuerzo de tantas visitas empezaba a dar sus frutos. Con el dinero y la tranquilidad que este da, volví a disfrutar del tiempo y de los amigos; a llamar a Patty y salir con ella y con Artur. Y de vez en cuando, visitaba a Alba, de la que todavía me sentía profundamente enamorado, y a su grupo. Pero a quien más veía era a Anna, con la que me sentía ligado ideológicamente y por una profunda amistad. Con Anna me sentía a gusto y muchas veces me quedaba a dormir en su casa, a su lado, charlando hasta altas horas de la madrugada.

Diecinueve años. Me sentía maduro cuando no lo era, casi un adulto y apenas había superado la adolescencia. Vivía muy bien, mejor que muchos con trabajo estable y buen salario; y en mi casa, con una familia que la sentía tan mía como yo a ella. Tenía los mejores amigos, con ellos me sentía a gusto, querido como pocas veces.
A veces me veía con Joan, Jep, Toni, pero solo les contaba la mitad que podían entender y creer. En realidad no tenía ningún interés en discutir con mis amigos de infancia, ni necesidad de demostrar nada. Les hablaba de Alba, de mi infortunio con ella y lo poco superado que lo tenía; de Patty, que nunca creyeron que fuera como les contaba; de mis aventuras pirenaicas, que de no ser por las noticias que habían llegado sobre los rescates que participé, nunca las habrían creído. Pero no les conté nada sobre mi peculiar amistad con Anna, su ideología y su fuerte personalidad; ni cómo Artur y yo compartíamos a Patty, tampoco la curiosa relación que mantenía con Mila; y, aún menos, la extraña amistad que Artur y yo mantuvimos con Yolanda. Mis amigos, a los que mi experiencia en el Pirineo, junto a Artur, Jordi y Sebas, ya les sonaba muy fuerte, no habrían podido entender lo demás y lo habrían achacado a pura fantasía o a mis ganas de vivir.
Nos veíamos poco. La cantidad de trabajo que tuvimos aquel verano, junto las pocas veces que visité a mis padres, me impidió frecuentarlos como antes; sin embargo, nos llamábamos y algunas veces nos reuníamos en algún bar, una pizzería o en algún restaurante chino, para hablar de nuestras cosas. Jep, el más lanzado e inquieto, no tenía reparo en visitarme de vez en cuando; y alguna vez había coincidido con gente interesante para él, amiga de Alex muy comprometida políticamente; o charlaba con Bill sobre las noticias que le llegaban de Suecia y del Canadá, donde se concentraba la mayoría de sus amigos insumisos.

Solo diecinueve años. Por mucho camino andado, mucha vida; por mucho que pareciera ser el más adelantado, todo era apariencia y seguía siendo un adolescente, quizá más que el resto. Por entonces, los tipos de mi edad ponderaban la madurez y la masculinidad, por el número de conquistas del sexo opuesto. Nosotros, sabíamos que no era así, que quizá fuera un síntoma o pudiera ser provocado por ello, pero nunca por serlo. Quizá por eso escondía mis vivencias, ante la posibilidad que creyeran lo que no era, cuando en mi interior hubiese preferido no haber vivido algunas de ellas.

Patty era una buena amiga, de las mejores, y nos veíamos a menudo, más por amistad y el cariño que nos profesábamos que por similitud ideológica. Me divertía su charla de aparente niña pija, que, sin embargo, escondía una gran cultura e inteligencia, una manera de vivir libre y sin ataduras. Patty, por su entorno, debía luchar mucho más que cualquiera para ser y vivir tal como quería. Por el contrario, Mila escondía en su forma de vida mucho infantilismo, sano y fecundo, sincero y muy superior al de mi convencional amiga. Mila y yo nos parecíamos en eso, para ella todo era un juego, un divertimento, incluso cuando tuvo que pasar hambre y debió robar para alimentar a los demás, para que no le faltara nada a Rico y a Sara los primeros días, cuando aún no había dado buenos beneficios la nueva empresa. Y lo hacía con su típica alegría, sin que nadie se percatara. Mila no engañaba, su mente era limpia y demostraba lo niña que era. Y Bill era otro niño, mayor que yo, pero no mucho más, y se divertía como cualquiera. Incluso si hubiese sido detenido y repatriado a Norteamérica, encarcelado por negarse a hacer la guerra, habría transformado la experiencia en una diversión. Los tres éramos niños, al contrario que Alex, Rina y Sole, la menor de todos, con Mila el único adolescente según el Estado.
De tanto correr no podía mirar para atrás, y cuando lo hacía me acongojaba por lo que dejaba. Sentía apego por la vida que llevaba y no la hubiese cambiado por nada; pero echaba en falta lo que había abandonado, los estudios, la tranquilidad y el sosiego que ofrecía una familia convencional y burguesa. Joan, Jep, Toni, que llevaban una vida familiar más o menos tranquila, pero inestable ideológicamente, que hablaban con ligereza de chicas, de sus estudios, de sus fiestas, de las regatas y del club, eran, sin necesidad de llegar a tanto, a quienes solía envidiar.

Diecinueve años y un bagaje que asustaba a cualquiera, incluso a mí; y, sin embargo, todavía no había podido superar el amor juvenil, no había crecido lo suficiente. Algunas veces Anna venía a buscarme a mi casa o me acompañaba a visitar algún cliente. Hablábamos de su trabajo y de sus estudios; de política poco, en eso era muy reservada. Poco a poco el vínculo con mi amiga fue haciéndose más intenso, me sentía más unido intelectual y moralmente a ella que con el resto. A menudo se quedaba a dormir en la casa, en mi cama. Mis compañeros ya la trataban como uno más. Anna nunca aparecía con las manos vacías. Igual que Fito, llegaba con embutido, queso, alimentos sencillos que no desentonaban con el resto y con los que nadie podía sentirse despreciado. De esta manera mantenía la justa distancia, pero por otro lado era bienvenida. Me costaba hacer entender a mis amigos que mi relación era de exclusiva amistad.

Una chica de belleza peculiar. Aunque de bonitas facciones, su atractivo no estaba ligado a ellas. Espléndida como hembra, inteligente, independiente, muy culta y madura para su edad; tenía diecisiete años, los mismos que Mila entonces; y también seguramente por estar muy desarrollada como ella, atraía poderosamente a hombres mayores que yo, lo cual y a mi modo de ver se había convertido en una desventaja para mí, que los veía maduros y con más solidez mental e ideológica. En casa cenaba a mi lado y no se reprimía de besar mi nuca con una dulzura y sensualidad que me enervaba. Lo hacía súbitamente, casi como un acto reflejo y sin ánimo seductor, ya que en la cama mantenía una distante frialdad.
Cuando Anna se quedaba, Mila respetaba nuestra intimidad y mantenía una prudente distancia, curiosamente lo mismo que Bill había hecho con ella y que tanta risa le produjo por su simplicidad. A Anna, Mila le agradaba mucho, tal vez por su inteligencia o por sentir cierta empatía con sus ideas y su fortaleza. Conocía el trato que mantenía con Fito y lo consideraba acertado.

-Esta mujer sabe lo que es la libertad, y la practica como nadie y con mucho valor, además es consecuente con sus ideas- me decía convencida, cuando yo sabía que, aparte de ser eso cierto, Mila temía la estabilidad emocional. Patty y Anna pensaban y actuaban como ella, pero con más solidez o convencimiento. Mila era muy consciente de sus miedos y de sus debilidades, no los escondía. Pero, como ellas, era noble y fiel en extremo, no engañaba; y el día que creía haberlo hecho, su lado infantil despertaba, entonces debíamos ir a socorrer su espíritu, convencerle que nadie es perfecto y que todos tenemos nuestras debilidades. Convivir con ella era lo más fácil del mundo, se entregaba a sus amigos y era capaz de no comer y arriesgar su bienestar por ellos.

Mila fue la persona que más me enseñó sobre la solidaridad y el compañerismo. Estando en la Universidad, durante el corto período que apenas teníamos para comer, sus amigos a menudo la invitaban, ya que sabían lo mal que lo pasaba y a veces solo llevaba pan, entonces pedía un par de bocadillos, los envolvía y al llegar a casa los repartía. Un día, al volver de una visita familiar, llegó cargada de viandas y al día siguiente entró en la cocina, las preparó y se sentó a nuestro lado hasta ver como las terminábamos. Cuando le preguntamos por qué no comía, respondió que sus padres le habían llenado la barriga y nos tocaba a nosotros. Entonces no valían quejas ni desaires y era capaz de responder con cualquier tontería. Nuestra compañera era así, y no es que le desagradara comer, que era una mujer de vida y le gustaba cocinar y saborear, y amaba los buenos ágapes.

Solo un par de veces intenté un acercamiento sexual con Anna. Y ella, con delicadeza hizo lo posible para demostrarme que no tenía nada que hacer. Hube de reprimirme. Por muy templado o frío que fuera, era difícil mantener el sexo dormido con ella en la cama. Hoy pienso que de no haber sido por la tórrida relación con Patty y mi poco interés por el sexo, no hubiese podido soportar aquella difícil amistad.
Anna de vez en cuando nos echaba una mano y recogía material para llevarlo a las tiendas. Su hermano vivía en una casa comuna del Bergadá, y con sus compañeros fabricaba bellísimas piezas de cerámica; y gracias a ella entablamos una buena relación e intercambiamos la clientela. 

 

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