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Pocos días después de haberme trasladado, fui a visitar a mis padres y a Alba. La echaba en falta, habían pasado nueve meses sin saber nada de ella. Y me sorprendió el cambio, la encontré encogida, ligeramente doblada, como si no tuviera fuerzas para mantenerse erguida y divagando consigo misma. Al verme ni siquiera me abrazó, solo me preguntó si llevaba algo de dinero para comprar droga. Su estado, el de casi todos los que allí se encontraban, era deplorable, casi al borde de la inanición. Me levanté y fui a la misma panadería de siempre, compré pan y chocolate y lo repartí. Me quedé un rato más, hablando de mucho y de nada, explicando dónde había estado y qué había hecho con Álvar y el resto. No di cuenta de mi nueva casa ni de mis nuevos compañeros, por nada del mundo quería mezclar aquella gente con mi nueva familia, porque empezaba a tener claro que se convertiría en tal. Me sentía cómodo, libre y arropado; ya no era una aventura de adolescente, como la vivida con Artur y los demás en la Cerdanya, sino una manera de vivir y ser. El dinero no era de uno sino de todos, igual que los problemas, los buenos momentos, las bromas pesadas y las agradables. Al volver de la panadería, di una vuelta por el barrio, tenía interés por lo que se vendía en las tiendas de artesanía, para turistas o para quien buscara algo distinto. Y vi piezas que podían fabricarse con los sistemas que aprendí en mi antiguo trabajo, hasta pensé en fabricar moldes para producir series iguales. Expuse mi idea, se podía trabajar y ganar dinero, volver a vender en tiendas, incluso fuera de Barcelona. La desecharon, preferían seguir con lo que hacían: trabajar solo cuando era imprescindible, esperar el giro del padre de alguno de ellos, que, preocupado por el futuro de su hijo y su mantenimiento, financiaba la droga de todos. Volví a mi casa irritado y casi con ganas de llorar por la impotencia que sentía. Había pensado en buscar trabajo entre gente que conocía, algún fabricante de productos de perfumería, limpieza, incluso una gran editorial que, como siempre, buscaba quien vendiera enciclopedias. Mila, al verme, se sentó a mi lado y me preguntó lo que pasaba. Me sentía fatal, la degradación de la droga, el gran egoísmo que había provocado en mi amiga, antes tan romántica e idealista, de charla profunda e inteligente. Y le conté lo que habíamos montado antes de mi escapada al Pirineo, las paradas de pósteres en las ferias de los pueblos, de piezas de barro cocido, de brazaletes de metal y lo que había pensado que podía hacerse a partir de ahora.
-Podríamos hacerlo nosotros, deberías hablarlo con los demás, tu te cuidas de vender, cobrar, traer nuevas ideas y esas cosas que sabes hacer, y nosotros fabricamos. Así Rina ya no tendría que ir de aquí para allá buscando trabajo y podría estar siempre con Rico.
Me
sorprendió, no lo había pensado. Hacía nada, apenas una semana de
mi entrada en la casa, y aquella chica ya proponía un cambio
drástico de costumbres y modo de vivir.
Mientras
preparábamos la cena, no paró de hablarme del tema. Yo movía el
cochecito de Rico para que se durmiera; su madre todavía no había
llegado del trabajo y nosotros le habíamos dado el biberón, lo
habíamos cambiado e intentábamos hacerlo dormir. Y ella trasteaba
con los huevos, con la lechuga. Yo quería meditar el asunto con
tranquilidad, no era buen amigo de las prisas, y menos sobre
decisiones que afectaban a tanta gente. No hizo falta, la situación
se precipitó durante la cena. Mila, sin habérmelo consultado y
antes que pudiera evitarlo o explicar mi razonamiento, planteó la
historia al detalle, desde mi encuentro con Alba, hasta mi idea para
solucionar su problema. Los demás me miraron y me encogí de
hombros, no podía hacer otra cosa. Tuve que explicar con pelos y
señales lo que se me había ocurrido, el tipo de piezas que creía
se podían vender y cómo fabricarlas. Y Alex pensó que podía ser
un buen asunto. En la sobremesa, Mila propuso hacerme un masaje.
-Cuando te hayas duchado te lo hago, lo necesitas -me dijo.
Y creí
percibir una sonrisa en los demás, aunque no le di importancia. A
Mila, pese la diferencia de edad, me había parecido verla acostarse
con Bill, hasta el punto que los creía pareja; peculiar, eso sí,
porque fuera de la cama no lo parecía y mantenían una escrupulosa
independencia.
El
cuarto de baño no era grande, pero sí muy cómodo, aunque con poco
dinero podría serlo mucho más. La bañera era de las antiguas, de
metal y con patas; el problema es que no había cortina ni modo de
instalarla, por lo que nos duchábamos sentados y así evitábamos
llenar el suelo de agua. Aún no había terminado de aclararme, que
entró con un frasco de crema, se desnudó y se introdujo en la
bañera, justo a mi espalda. Me quedé petrificado, lo que menos
deseaba era tener un problema de índole sexual con ella y otro de
celos con Bill. Y solo acerté a balbucear:
-Pero ¿y Bill?
Y extrañada me dijo:
-Bill es un amigo, como Alex, como Rina, como tú, y lo quiero mucho.
Y la
entendí, en eso era tan natural y lógica como yo.
Después
untó sus manos con crema para darme el masaje más maravilloso
recibido hasta entonces.
-¿Te ha gustado? -Preguntó -Te hacía mucha falta.
Me dio
un beso en la nuca, que hoy tras tantos años todavía lo recuerdo,
salió de la bañera, se lavó las manos y se despidió dejándome
tan aturdido como perplejo.
Por la
mañana parecía un hombre nuevo. Bajé al comedor aún con la
impresión en el cuerpo. Y allí estaban, tranquilos e inmutables,
desayunando como siempre. Bill al verme dijo con una sonrisa:
-Parece que Popol ya ha conocido a Mila.
Sin
malicia, como si fuera la cosa más natural del mundo, y hasta me
pareció percibir un punto de divertida satisfacción. Entonces creí
que él pensaba que había tenido sexo con ella, pero con el tiempo
descubrí que no era así. Su frase había dado en el blanco en todos
los sentidos.
Al fin
conseguí un trabajo de vendedor de productos de perfumería, ganaba
muy poco, porque aún no tenía clientela, pero no menos que los
demás, y el dinero ahorrado en el Pirineo fue terminándose. Muy
pronto aprecié lo que era la dificultad, separar el dinero para el
alquiler, el agua, el butano, el teléfono, la comida del niño, los
pañales, sus frascos de leche; y a alimentar los muchos que se
decían amigos, que venían a compartir lo que no había, con las
manos en los bolsillos; o a algún camarada de Bill, que estaba de
paso y con el que no sentíamos ningún reparo en ayudar.
De
aquel tiempo conservo unas costumbres de ahorro, que muchas veces
sorprenden e incomodan a Amara. Extiendo el mínimo dentífrico
necesario en el cepillo de dientes, no más gel del justo en la
esponja de baño, ni un gramo más de champú y un largo etcétera de
pequeñas cosas, que por poco que costaran, el día que había que
comprarlas se nos hacía muy difícil.
Un día
Bill apareció con una chica muy joven en compañía de un niño. Lo
llevaba en una canastilla.
-Es Sole -nos dijo -la he conocido en la estación de Francia mientras despedía a un camarada. Es malagueña y está sola, ha escapado de su casa y de su pueblo. Por lo visto sus padres pretendían dar la niña en adopción, la he encontrado desesperada, buscando alojamiento y trabajo, y como nos quedan dos habitaciones vacías.
Por
entonces Alex había empezado a dormir con Rina. Desde un principio
sabíamos que terminaría así, y por consecuente nos había quedado
otra habitación vacía.
Sole
era menor, un serio compromiso para nosotros, pues temíamos que su
familia hubiese denunciado su desaparición. Aunque ella pensaba que
no, porque era la alternativa que le habían impuesto, marchar de su
casa. Llegó con lo puesto y poco más. La niña, a la que llamaba
Sara, ya ocupaba mucho sitio y no le quedaban brazos, era rubia y muy
cariñosa; su madre morena como el carbón, con cara de muñeca y de
ojos verde claro, una mezcla tan extraña como explosiva. El padre de
la niña, como era habitual, se desentendió y ella no quiso ir a
Londres ni visitar la curandera del pueblo. A Rina le faltó tiempo
para hacerse cargo de la situación, de la madre y de la niña; y en
un momento que tuve, la fui a ver y la encontré llorando, quizá por
recordar lo que ella también tuvo que pasar. Su seriedad, formalidad
y sobriedad se habían convertido en sensibilidad y ternura.
Sole
nos descubrió sus pertenencias, que no eran más que alguna ropa
para su hija, un par de pañales, un biberón, un bote medio vacío
de leche en polvo, una esponja, jabón para niños y un chupete. Para
ella no había nada, ni siquiera unas bragas de recambio. La chica
había huido con lo puesto o dando el típico portazo, y había
cogido el primer tren hacia donde todos decían que había trabajo y
futuro para quien lo buscara.
Fue
entonces cuando me sentí con fuerza para montar lo que Mila había
pensado. Y es que si con Rina y Rico lo pasábamos mal, con Sole y
otro niño habría de ser peor. Al día siguiente traje un par de
piezas, me las había prestado uno de mis clientes que las compraba
en Italia muy caras.
-¿Podríamos fabricar esto?- le pregunté a Alex.
Y
respondió que si, que con el material adecuado y las herramientas
para repujarlo, seguro que sí.
Me fui
a los Encants Nous y busqué las herramientas que más se parecían a lo
que me había pedido. Pedí prestado dinero a Artur y compré
planchas y varillas de latón, cobre y alpaca. Al día siguiente Alex
había fabricado una docena de cada. Las enseñé y se las quedaron.
A la semana siguiente ya había devuelto el dinero y habíamos
fabricado más de cien y en serie. Las empezamos a vender por todas
las tiendas y el valor del material lo multiplicábamos por veinte.
Lo que tenía más valor era la mano de obra y el valor añadido de
su originalidad y arte. Alex se sentía pletórico y no paraba de
inventar, de vez en cuando le traía un modelo, que él en pocos
minutos mejoraba. En dos semanas nuestras piezas se vendían a
cientos, tanto en los tenderetes de las ferias, las tiendas de moda y
en muchos de mis clientes.
A las
pocas semanas, tal como Mila había previsto, Rina dejó de buscarse
la vida y se puso a trabajar en casa, adaptamos uno de los
dormitorios de la planta baja y lo convertimos en taller, y una
pequeña sala de estar que daba a la terraza y que nunca habíamos
utilizado la preparamos para los dos niños.Era
verano y hacía poco que había cumplido diecinueve años. Al cumplir
los dieciocho mi padre me regaló el carné de conducir, para él
había sido un esfuerzo y se lo agradecí. Aprobé a la primera y no
costó más dinero del necesario. Ahora, con el negocio en marcha, el
permiso de conducir y un futuro que se brindaba prometedor, planteé
la compra de un coche, un 2CV para vender y poder repartir; pero
sobre todo para expandirnos por la Costa Brava, donde nuestras piezas
podrían venderse a cientos en un día en las tiendas que
frecuentaban los turistas.
El
coche lo encontré en el taller de un mecánico, por mediación de
Fito, un amigo del grupo que venía a menudo, muy agradable y con el
que Mila hizo buenas migas. Era muy culto, casi tanto como ella, y
hacía esfuerzos por avisar en caso de presentarse; y cuando lo
hacía, no era con una botella de vino bajo el brazo, sino con algún
queso, pan y embutido. Era práctico en eso y lo agradecíamos, pero
por encima de todo sentía mucha empatía por los niños y Rico por
él. A Mila eso le emocionaba y cuando lo veía jugar con ellos, nos
lanzaba simpáticas muecas. Lo único que teníamos claro el resto,
es que nuestra peculiar y desinhibida compañera tenía un amigo al
que volver loco. Y nos reíamos por dentro, cuando veíamos que el
pobre nunca sabía qué hacer ni cómo comportarse para satisfacer a
su presunta amada.
Las
escapadas a la Costa Brava las hacía con Artur. Cargábamos el 2CV
con la venta conseguida en el anterior viaje. Las piezas envueltas
cuidadosamente, en papel de seda e introducidas en cajas, y en algo
que se parecía a un maletín las nuevas muestras envueltas en tiras
de tela. El padre de mi amigo tenía casa en muchos pueblos y dormir
no nos costaba nada.
Con
Artur no solo aprendí a amar la montaña y la nieve, sino también
el mar. Siempre que podíamos terminábamos en el Cap de Creus,
durmiendo en casas de amigos o en alguna de su padre, y salíamos de
fiesta hasta altas horas de la madrugada. Y por la mañana nos
bañábamos en las preciosas caletas, donde acostumbrábamos a
atarnos grandes piedras en la cintura, para sumergirnos un montón de
metros, tantos que hoy no me atrevo a contar; y nadábamos desnudos
entre bandadas de lobinas o nos lanzábamos desde rocas que pocos se
atrevían.
A mi
vuelta, moreno y alegre, sentía aprensión. Mis compañeros parecían
el reverso de la moneda, pálidos y sin haber podido descansar.
Entonces ya trabajaban todos, desde Alex hasta Sole; incluso Mila se
había involucrado, sobre todo para repartir la mercancía entre la
clientela de Barcelona y atender una parada que habíamos alquilado
en el mercado de Gracia, donde aprovechaba para estudiar con sus
compañeros de universidad. Mis compañeros, sin embargo no solo lo
entendían sino que les satisfacía. Para ellos viajar de pueblo en
pueblo y pasar tanto tiempo fuera de casa era un sacrificio, y qué
menos que intentara pasarlo lo mejor posible.
Dos o
tres meses de la llegada de Sole, Bill se distanció de Mila. Al
principio no fui capaz de relacionar las dos cosas y me preocupó,
pensé que quizá habían tenido un encontronazo. Un día estando
solos se lo pregunté a ella.
-Es americano, ya sabes- respondió sin inmutarse.
La miré perplejo. ¿Y eso qué tenía que ver con su cambio?
-Está chiflado por ella, como la mayoría de los tipos que se cruzan en su camino. Sino, de qué la habría traído a casa. Se fijó en ella, se acercó lo suficiente. Ella estaba perdida. Ponte, aunque sea por un momento, en su lugar. No tiene nada, ni siquiera dinero para volver. Es menor y con un niño. De no encontrar ayuda, en unas horas habría terminado en una comisaría. Él la miraba. Es atractivo, agradable y emite confianza, seguridad. ¿Qué le costaba preguntar a aquel tipo? Nada. Peor de como estaba era imposible.
Como
era de esperar, fui el último en ver lo evidente. Los demás se
habían dado cuenta desde el mismo día de la llegada de Sole.
Me miró
con conmiseración, como diciendo: ¡Por Dios, qué inocente llegas a
ser! Y me dio un beso en la mejilla. Y se fue dejándome con la
extraña sensación de ser un idiota.
La
gente es sencilla, simple, se mueve por principios básicos y sin
demasiadas complicaciones. Bill era hombre y encima americano. Según
cuentan, más simple no se puede ser. O sí, aún lo hay más y por
entonces ese era yo.
Bill
cambió al poco de llegar Sole, quizá lo hiciera en el mismo
momento, pero yo no lo noté hasta mucho después. Sus maneras, su hablar.
¡Claro!
Ahora entendía el cambio observado. Pese no mantener una relación
sexual o de pareja con Mila, se había alejado de ella para evitar
que la otra imaginara lo que no había. Bill era consciente que el
trato que Mila daba a su “familia” y, por ende, recibía de ella,
podía llevar a engaño a cualquier extraño que no entendiera
nuestra relación. En aquel momento me pareció vergonzoso.
Cuando
llegó Agosto, nuestra economía ya era sólida y pujante; no
parecíamos una comuna hippie, aunque nuestra imagen así lo
indicara. Nuestras piezas, como habíamos previsto, se vendían a
cientos por semana, algunas veces hasta mil, y yo volví a divertirme
y sentirme feliz. Mientras, la representación de perfumería también
iba mejor, la clientela se había acostumbrado a mi presencia y al
fabricante que me proporcionaba el material; el esfuerzo de tantas
visitas empezaba a dar sus frutos. Con el dinero y la tranquilidad
que este da, volví a disfrutar del tiempo y de los amigos; a llamar
a Patty y salir con ella y con Artur. Y de vez en cuando, visitaba a
Alba, de la que todavía me sentía profundamente enamorado, y a su
grupo. Pero a quien más veía era a Anna, con la que me sentía
ligado ideológicamente y por una profunda amistad. Con Anna me
sentía a gusto y muchas veces me quedaba a dormir en su casa, a su
lado, charlando hasta altas horas de la madrugada.
Diecinueve
años. Me sentía maduro cuando no lo era, casi un adulto y apenas
había superado la adolescencia. Vivía muy bien, mejor que muchos
con trabajo estable y buen salario; y en mi casa, con una familia que
la sentía tan mía como yo a ella. Tenía los mejores amigos, con
ellos me sentía a gusto, querido como pocas veces.
A veces
me veía con Joan, Jep, Toni, pero solo les contaba la mitad que
podían entender y creer. En realidad no tenía ningún interés en
discutir con mis amigos de infancia, ni necesidad de demostrar nada.
Les hablaba de Alba, de mi infortunio con ella y lo poco superado que
lo tenía; de Patty, que nunca creyeron que fuera como les contaba;
de mis aventuras pirenaicas, que de no ser por las noticias que
habían llegado sobre los rescates que participé, nunca las habrían
creído. Pero no les conté nada sobre mi peculiar amistad con Anna,
su ideología y su fuerte personalidad; ni cómo Artur y yo
compartíamos a Patty, tampoco la curiosa relación que mantenía con
Mila; y, aún menos, la extraña amistad que Artur y yo mantuvimos
con Yolanda. Mis amigos, a los que mi experiencia en el Pirineo,
junto a Artur, Jordi y Sebas, ya les sonaba muy fuerte, no habrían
podido entender lo demás y lo habrían achacado a pura fantasía o a
mis ganas de vivir.
Nos
veíamos poco. La cantidad de trabajo que tuvimos aquel verano, junto
las pocas veces que visité a mis padres, me impidió frecuentarlos
como antes; sin embargo, nos llamábamos y algunas veces nos
reuníamos en algún bar, una pizzería o en algún restaurante
chino, para hablar de nuestras cosas. Jep, el más lanzado e
inquieto, no tenía reparo en visitarme de vez en cuando; y alguna
vez había coincidido con gente interesante para él, amiga de Alex
muy comprometida políticamente; o charlaba con Bill sobre las
noticias que le llegaban de Suecia y del Canadá, donde se
concentraba la mayoría de sus amigos insumisos.
Solo diecinueve años. Por mucho camino andado, mucha vida; por mucho que pareciera ser el más adelantado, todo era apariencia y seguía siendo un adolescente, quizá más que el resto. Por entonces, los tipos de mi edad ponderaban la madurez y la masculinidad, por el número de conquistas del sexo opuesto. Nosotros, sabíamos que no era así, que quizá fuera un síntoma o pudiera ser provocado por ello, pero nunca por serlo. Quizá por eso escondía mis vivencias, ante la posibilidad que creyeran lo que no era, cuando en mi interior hubiese preferido no haber vivido algunas de ellas.
Patty
era una buena amiga, de las mejores, y nos veíamos a menudo, más
por amistad y el cariño que nos profesábamos que por similitud
ideológica. Me divertía su charla de aparente niña pija, que, sin
embargo, escondía una gran cultura e inteligencia, una manera de
vivir libre y sin ataduras. Patty, por su entorno, debía luchar
mucho más que cualquiera para ser y vivir tal como quería. Por el
contrario, Mila escondía en su forma de vida mucho infantilismo,
sano y fecundo, sincero y muy superior al de mi convencional amiga.
Mila y yo nos parecíamos en eso, para ella todo era un juego, un
divertimento, incluso cuando tuvo que pasar hambre y debió robar
para alimentar a los demás, para que no le faltara nada a Rico y a
Sara los primeros días, cuando aún no había dado buenos beneficios
la nueva empresa. Y lo hacía con su típica alegría, sin que nadie
se percatara. Mila no engañaba, su mente era limpia y demostraba lo
niña que era. Y Bill era otro niño, mayor que yo, pero no mucho
más, y se divertía como cualquiera. Incluso si hubiese sido
detenido y repatriado a Norteamérica, encarcelado por negarse a
hacer la guerra, habría transformado la experiencia en una
diversión. Los tres éramos niños, al contrario que Alex, Rina y
Sole, la menor de todos, con Mila el único adolescente según el
Estado.
De
tanto correr no podía mirar para atrás, y cuando lo hacía me
acongojaba por lo que dejaba. Sentía apego por la vida que llevaba y
no la hubiese cambiado por nada; pero echaba en falta lo que había
abandonado, los estudios, la tranquilidad y el sosiego que ofrecía
una familia convencional y burguesa. Joan, Jep, Toni, que llevaban
una vida familiar más o menos tranquila, pero inestable
ideológicamente, que hablaban con ligereza de chicas, de sus
estudios, de sus fiestas, de las regatas y del club, eran, sin
necesidad de llegar a tanto, a quienes solía envidiar.
Diecinueve años y un bagaje que asustaba a cualquiera, incluso a mí; y, sin embargo, todavía no había podido superar el amor juvenil, no había crecido lo suficiente. Algunas veces Anna venía a buscarme a mi casa o me acompañaba a visitar algún cliente. Hablábamos de su trabajo y de sus estudios; de política poco, en eso era muy reservada. Poco a poco el vínculo con mi amiga fue haciéndose más intenso, me sentía más unido intelectual y moralmente a ella que con el resto. A menudo se quedaba a dormir en la casa, en mi cama. Mis compañeros ya la trataban como uno más. Anna nunca aparecía con las manos vacías. Igual que Fito, llegaba con embutido, queso, alimentos sencillos que no desentonaban con el resto y con los que nadie podía sentirse despreciado. De esta manera mantenía la justa distancia, pero por otro lado era bienvenida. Me costaba hacer entender a mis amigos que mi relación era de exclusiva amistad.
Una
chica de belleza peculiar. Aunque de bonitas facciones, su atractivo
no estaba ligado a ellas. Espléndida como hembra, inteligente,
independiente, muy culta y madura para su edad; tenía diecisiete
años, los mismos que Mila entonces; y también seguramente por estar
muy desarrollada como ella, atraía poderosamente a hombres mayores
que yo, lo cual y a mi modo de ver se había convertido en una
desventaja para mí, que los veía maduros y con más solidez mental
e ideológica. En casa cenaba a mi lado y no se reprimía de besar mi
nuca con una dulzura y sensualidad que me enervaba. Lo hacía
súbitamente, casi como un acto reflejo y sin ánimo seductor, ya que
en la cama mantenía una distante frialdad.
Cuando
Anna se quedaba, Mila respetaba nuestra intimidad y mantenía una
prudente distancia, curiosamente lo mismo que Bill había hecho con
ella y que tanta risa le produjo por su simplicidad. A Anna, Mila le
agradaba mucho, tal vez por su inteligencia o por sentir cierta
empatía con sus ideas y su fortaleza. Conocía el trato que mantenía
con Fito y lo consideraba acertado.
-Esta mujer sabe lo que es la libertad, y la practica como nadie y con mucho valor, además es consecuente con sus ideas- me decía convencida, cuando yo sabía que, aparte de ser eso cierto, Mila temía la estabilidad emocional. Patty y Anna pensaban y actuaban como ella, pero con más solidez o convencimiento. Mila era muy consciente de sus miedos y de sus debilidades, no los escondía. Pero, como ellas, era noble y fiel en extremo, no engañaba; y el día que creía haberlo hecho, su lado infantil despertaba, entonces debíamos ir a socorrer su espíritu, convencerle que nadie es perfecto y que todos tenemos nuestras debilidades. Convivir con ella era lo más fácil del mundo, se entregaba a sus amigos y era capaz de no comer y arriesgar su bienestar por ellos.
Mila fue la persona que más me enseñó sobre la solidaridad y el compañerismo. Estando en la Universidad, durante el corto período que apenas teníamos para comer, sus amigos a menudo la invitaban, ya que sabían lo mal que lo pasaba y a veces solo llevaba pan, entonces pedía un par de bocadillos, los envolvía y al llegar a casa los repartía. Un día, al volver de una visita familiar, llegó cargada de viandas y al día siguiente entró en la cocina, las preparó y se sentó a nuestro lado hasta ver como las terminábamos. Cuando le preguntamos por qué no comía, respondió que sus padres le habían llenado la barriga y nos tocaba a nosotros. Entonces no valían quejas ni desaires y era capaz de responder con cualquier tontería. Nuestra compañera era así, y no es que le desagradara comer, que era una mujer de vida y le gustaba cocinar y saborear, y amaba los buenos ágapes.
Solo un
par de veces intenté un acercamiento sexual con Anna. Y ella, con
delicadeza hizo lo posible para demostrarme que no tenía nada que
hacer. Hube de reprimirme. Por muy templado o frío que fuera, era
difícil mantener el sexo dormido con ella en la cama. Hoy pienso que
de no haber sido por la tórrida relación con Patty y mi poco
interés por el sexo, no hubiese podido soportar aquella difícil
amistad.
Anna de
vez en cuando nos echaba una mano y recogía material para llevarlo a
las tiendas. Su hermano vivía en una casa comuna del Bergadá, y con
sus compañeros fabricaba bellísimas piezas de cerámica; y gracias
a ella entablamos una buena relación e intercambiamos la clientela.
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