Solo se oye el drapear de la mayor y el chapoteo
del agua al deslizarse por los costados del barco, sinuosa y lenta. Biel, con
evidente satisfacción, maneja la caña del timón mientras vigila el mar para
evitar cualquier tronco o boya. El barco avanza lento, sin prisa y con solo la
ayuda de la poca brisa de la mañana. Tenemos tiempo. Si no llegamos da lo
mismo, porque el mejor amor es el que se hace sin prisa.
Los niños juegan dentro, sobre el colchón del
camarote de proa. Amara considera que con unas horas de sol al día ya tienen
suficiente y mira de atrasarlas. Se divierten con poca cosa, dibujando en una
pizarra de plástico o montando cacharros con su Playmobil.
Y, quizá para aprovechar el tranquilo silencio,
Amara nos cuenta una historia mientras ensimismada mira el mar.
-Me llamó hace un año
para pedirme que evitara a su padre, y cuando le pregunté si podía aconsejarme
respondió que no tenía ni idea, pero que intentara hacerle el menor daño
posible.
No fue fácil, sabéis,
nada fácil. Yo no sé hacer estas cosas. Hacía tiempo que le daba vueltas al
asunto, que sabía que debía cortar lo más rápido posible, pero él siempre
encontraba el modo de acercarse con inocencia, como si quisiera atrasar lo
inevitable.
-¿Por qué no me lo contaste? –Pregunto sorprendido, sin saber de qué está hablando.
-¿Por qué no me lo contaste? –Pregunto sorprendido, sin saber de qué está hablando.
Se vuelve, me mira y
sonríe, esta vez con un deje de amargura.
Lo intenté, claro que
lo hice, pero para qué. Siempre me cortas y me dices que no quieres saber nada,
que no tengo por qué darte explicación alguna. Y no era eso, ni siquiera quería
consejo. Solo necesitaba contárselo a alguien.
Me avergüenzo por no haber estado a la altura. Mi
obsesión por su libertad, y la suya por contarme todo lo que hace, piensa y
sueña; de sus amantes, de sus amigos, de sus pacientes, de sus colegas.
-No te preocupes.
Hablé con Tessa, aunque no sé para qué, porque lo único que hizo fue encogerse
de hombros y decirme que lo mandara a la mierda, como si yo no sintiera nada
por él.
¿Me lee el pensamiento? Debo reconocer que hasta en eso me supera.
Al principio la cosa fue fácil, pareció entenderlo, pero una semana más tarde me volvió a llamar. Tenía una cena y quería llevarme de pareja, aunque, claro, no lo trató así. Entonces me di cuenta que no se había dado por vencido y que la cosa sería más compleja de lo que había creído. Y tuve que mostrarme distante y fría, casi insultante; y, ya sabéis, eso no va conmigo. Lo cierto es que la chica llevaba razón, su padre se había enamorado, y para contrarrestar eso solo cabe provocar odio.
-Los hombres son muy sensiblones y no saben dónde está el límite, y ni por mucho que nos follen entienden nuestra naturaleza. –me había dicho la chica antes de colgar el teléfono. Curioso que una chica de solo dieciséis sepa tanto de eso, ¿no os parece?
¿Me lee el pensamiento? Debo reconocer que hasta en eso me supera.
Al principio la cosa fue fácil, pareció entenderlo, pero una semana más tarde me volvió a llamar. Tenía una cena y quería llevarme de pareja, aunque, claro, no lo trató así. Entonces me di cuenta que no se había dado por vencido y que la cosa sería más compleja de lo que había creído. Y tuve que mostrarme distante y fría, casi insultante; y, ya sabéis, eso no va conmigo. Lo cierto es que la chica llevaba razón, su padre se había enamorado, y para contrarrestar eso solo cabe provocar odio.
-Los hombres son muy sensiblones y no saben dónde está el límite, y ni por mucho que nos follen entienden nuestra naturaleza. –me había dicho la chica antes de colgar el teléfono. Curioso que una chica de solo dieciséis sepa tanto de eso, ¿no os parece?
Estaba con Joan y
Vicki tomando un cremat en el Maritim, cuando se presentó Artur con uno de sus
tantos conocidos. Simpático, muy inteligente y extrovertido, aunque algo
tímido, al menos conmigo; maduro, de cuarenta y tres y muy atractivo, casi tanto
como vosotros –dice con una de sus divertidas muecas.
¡Cuarenta y tres, nueve
más que yo y diecisiete que ella! Ha pasado un año, de modo que hemos de
aumentar la diferencia.
Recuerdo aquel agosto, en el que tuve que pasar unos días
en Barcelona por un problema de obras en mi empresa. Veinte años son muchos,
aún más con Amara, que no aparenta los que tiene, aunque al conocerla se
descubre la mujer que es. A Amara, igual que a Mila, siempre le ha atraído la
madurez, lo demuestra con nuestros amigos británicos o con Xavi, su amigo amante, el
mediático y famoso médico.
El tipo andaba
preocupado, antes de anochecer tenía que llevar en barca a su hija con unos amigos a Cala Nans. No conocía bien el lugar y aún menos de noche.
-Tengo el título desde
hace un mes y solo llevo seis o siete salidas –nos explicó.
Artur no podía y Joan
andaba con una colitis de cuidado, de modo que decidí llevarles yo misma.
No esperaba encontrar
gente tan alegre y, a la vez, responsable y madura. Entre quince y dieciocho
años calculé, aunque luego recordé cómo habían sido mis dieciséis, lo que
llegué a estudiar y trabajar. Con demasiada facilidad olvidamos cómo fuimos y
lo que pensábamos, que no difiere demasiado de ahora.
Dos de ellos se sentaron junto a mí para ayudarme. Conocían el lugar y las rocas mejor que yo y me aconsejaron sobre cómo volver sin luz.
Dos de ellos se sentaron junto a mí para ayudarme. Conocían el lugar y las rocas mejor que yo y me aconsejaron sobre cómo volver sin luz.
Lanzamos el ancla por
popa y dos chicas bajaron por la proa para tirar del cabo hasta la playa. Se
las notaba acostumbradas. Desembarcamos y los ayudé a bajar las cosas, montar
un par de toldos de lona y encender una fogata. Empezaba a oscurecer y miré
hacia arriba, donde converge la montaña con el promontorio del faro. Ya
empezaba a vislumbrarse la claridad de la luna, que en poco saldría de su
escondite tras la montaña. Y por su belleza entendí por qué a los jóvenes,
les gustaba reunirse en esa aislada e impracticable playa las noches de luna
llena. Llamé a Joan por radio y le dije que llegaría algo tarde. Me sentía
bien entre aquella gente, y al ver a Santiago, que así se llamaba el padre, ayudando animado, preferí volver con la luz de la luna. Los vi bañarse desnudos. En la
barca ellas ya no llevaban la parte de arriba de sus bañadores. Me desnudé y
nadé con ellos. Se reían y jugaban sin vergüenza ni amagar cómo se atraían.
Santiago también se desnudó y vino a mi encuentro. Entonces pude apreciar su
magnífico y bronceado cuerpo, su elegancia incluso desnudo. Refinado y
extremadamente educado, que, por mucho que fingiera, noté que no podía abstraerse
de mi cuerpo. No sé por qué, ni lo que pasó entonces por mi cabeza, pero en
aquel momento deseé hacerlo mío, sentí la necesidad de seducirlo; quizá fuera
su mirada, segura y tierna, su apostura equilibrada, humilde y, a la vez,
suficiente.
Nos separamos unos instantes, que aprovechó su hija para acercarse. Muy parecida a él,
extremadamente sensual y de envolvente voz. No me extrañó que siempre estuviera
rodeada de chicos, que jugaban con ella de manera más que amigable. Me acarició
el hombro mientras me miraba fijamente a los ojos.
-Me encantaría que os quedarais
esta noche. Lo pasaríais bien y así él podría olvidar un poco todo
lo que le ha pasado.
No supe de qué hablaba
y me lo aclaró. En mayo su madre los abandonó por un norteamericano y se fue a
vivir con él. Se llevaban bien, pero solo se comunicaban por teléfono y por
correo. Y entendí el carácter tímido y la extraña inseguridad de su padre, que principalmente se reflejaba en los momentos de mayor acercamiento, y su afán por satisfacer
a su hija, mutuo por lo que entonces descubrí.
Debería haber marchado
en ese momento, pero su manera de hablar, de mirarme; y el atractivo de
su padre, la extraña ansia que había sentido momentos antes, su inteligente y
cuidadosa conversación, su caballerosidad. No sé, quizá fuera que en aquel
momento llegó una menorquina llena de chicos cantando y riendo. Me encontré
al lado de Santiago, tirando del cabo para embarrancarla y luego ayudando a los
chicos a bajar. Hicimos una cadena para descargarla. Traían paquetes de carne
de cordero, butifarras y garrafas llenas de sangría y agua. Al terminar,
agotada me apoyé en la amura de estribor y caí como una tonta, la barca
descargada había dejado de tocar fondo y se deslizó. Y sentí su abrazo, la
dureza de sus manos, que me atraparon justo antes de dar contra las rocas, donde
podría haberme hecho mucho daño; y sentí la virilidad de su cuerpo,
cubierto de gotitas de agua de mar que brillaban por el reflejo de la luna. Nos
reímos de la situación, él casi disculpándose, pero sin atreverse a soltarme
por miedo a que cayera. Le miré a los ojos, pegado mi cuerpo al suyo, y le besé
lentamente para saborear sus labios, oler su efluvio.
Biel la observa anonadado. Está acostumbrado a las
escapadas de Anna tras el amante de turno, pero no a una confesión como
esa, que denota mucho más que una aventura. Ella ha entrado en un extraño
silencio, abstraída en un horizonte vacío, como si estuviera
rememorando aquel día, recordando el sabor de los labios de su amigo, el aroma
de su piel. Levanta la cabeza, nos mira y sigue con su historia.
Nos sentamos bajo un
toldo de lona cubiertos con la misma toalla, él más para darme calor que para
resguardarse del frío. Luego se empeñó en encender una fogata, con tan poco
éxito que terminé encendiéndola yo. Ya llameando me incorporé y estiré mis
brazos hacia el cielo y mi nuca, simulando desentumecerme. Y sentí
su mirada de deseo, cómo se recreaba en cada rincón de mi cuerpo. Me acerqué
para sentarme a su lado, pero se levantó para impedírlo. Me hizo levantar los
brazos y dar vueltas lentamente sobre mí misma. Me reí nerviosa. Y se acercó,
magnífico y bestial, con el reflejo del fuego sobre su cuerpo y la luz de la
luna iluminando el fondo de su entorno. Y empezó a acariciarme y a decirme las
cosas más bellas que una hembra puede escuchar. La piel se me erizó por completo, mientras un extraño
ardor abrasaba mi interior. Y sentí su abrazo, fuerte y apasionado; y su boca,
que recorría mi nuca, mis hombros, mis pechos. A lo lejos los chicos bailaban y
jugaban, unos haciendo el amor y otros el sexo; y alguno nos observaba a
hurtadillas, respetando nuestra intimidad.
Torpe, no más que
cualquiera, pero sencillo y abierto al aprendizaje. Lo guié y conseguí llevarlo
al placer, gracias a su afán por satisfacerme y
disfrutarme. Un magnífico ejemplar de macho casi virgen, abierto a todo lo que
representara sexo. El sueño de cualquier mujer que se precie. Lo guié, sí, pero
respetando su iniciativa y provocando su intuición. Simulé abandono de dulce
satisfacción, cuando en realidad ejercí de maestra. Y disfruté más por eso que
por el abundante sexo que me prodigó.
-Soy torpe –me dijo
sin amagarse, al descubrir su inexperiencia.
-Te falta un poco de
práctica –respondí para salvaguardar su ego, cuando no le hacía falta.
-No, no es eso sino
que nunca he tenido la oportunidad de estar con una mujer como tú.
Y entonces, tras
saltar sobre su cuerpo y besarle y morderle sus pechos, de ver como su pasión salía
a borbotones por sus ojos, le pedí que me follara como nunca había hecho, que
me reventara de placer hasta matarme. Eso le dije con voz queda.
Pasado el agosto me
llamó. Le di largas, del mismo modo como lo traté las pocas veces que coincidimos por el pueblo, con un saludo o una sonrisa lejana,
mostrándole siempre lo bien acompañada que estaba. No quería parecer tan
asequible a un hombre así.
No entiendo qué me
pasó por la cabeza, por qué quise seducirlo hasta tal punto, cuando mi
intuición dictaba que me alejase.
Me llamó dos veces más,
las mismas que le rechacé. No se rendía. La tercera fue justo después que Jep
lo hiciera para avisarme que no podría venir al mediodía. Estaba sola y me
prometió una comida de amigos, sin líos ni intención. Me vestí con sencillez, una
camiseta de tirantes, unos tejanos ajustados y una cazadora por si refrescaba.
Me llevó a un libanés y no aguantamos ni la espera del café. Lo llevé
directamente, entre risas, a la Casita Blanca para que escogiera la habitación
que más le motivara.
-Decídete, le
dije después de haberle contado el ambiente de cada una, para que supiera qué
tipo de mujer se iba a llevar a la cama.
Y no puedo dejar de pensar que, curiosamente, yo
nunca he estado en este lugar.
Me sorprendió. Fue
brutal, increíble. El mismo hombre, con su serenidad y su apostura, igual de
delicado y fuerte, pero sabio y seguro de sí mismo. Hizo lo que quiso conmigo.
Repetimos, pero
siempre en su casa, hasta darme cuenta que me había enamorado de alguien que
exigía más de lo que podía darle. En él descubrí lo que no tengo contigo, lo
que nunca podrás darme, ser poseída de una manera que no puedo aceptar, que
atenta contra lo que soy, lo que tú me has entregado y enseñado, contra mi
libertad.
Irene, su hija, me
ayudó a dar el último paso, se había dado cuenta que nunca me conseguiría, al
menos tal como él me quería, y sólo por lo que le contaba y cómo le veía
sufrir.
Se levanta.
-Voy a ver a los
niños. Hace rato que no los oigo.
Del camarote llega un cuchicheo y alguna risa. Anna
y Biel guardan silencio, aturdidos por una historia que nadie, ni siquiera
Mónica, hubiese podido imaginar. Me levanto para ayudarla y hacerle compañía, y la
encuentro arrodillada en el borde de la gran colchoneta, ayudando a sonarse al
niño. Le acaricio la nuca, me agacho y le beso la espalda. Vuelve la cabeza y
me sonríe con uno de sus maravillosos gestos. Estoy enamorado, perdidamente
además, y por un momento he temido por nuestra relación, como si algo se
hubiera roto entre nosotros. Pero no, no ha sido así y lo demuestra con palabras
y acciones; y yo debo apresurarme a estar más por ella, a escucharla y
apoyarla, a demostrarle que la siento mía sin necesidad de comprometer su
libertad. No, nunca le preguntaré lo que piensa, sueña o siente; pero la
escucharé cuando me lo cuente y le mostraré mi solidaridad.
Salimos a cubierta con los niños y sigue con la
historia, pero esta vez sin la misma gravedad.
Hace unos días, justo
antes de empezar las vacaciones, me encontraba cenando con Juli, Xavi y Mónica
en el Isidre, cuando lo vi entrar acompañado de una preciosa mujer, de edad
más acorde a la suya. Al principio me alarmé, pero pronto aprecié su sincera y
abierta sonrisa. Se acercó y me la presentó como si se tratara una joya. Y,
elegante y seguro de sí mismo como siempre, le dijo delante de todos.
-Esta chica es aquella
de la que tanto te he hablado, la que me ayudó a salir del pozo y, en su
momento, supo ponerme en mi sitio.
Y vuelve a mirar el horizonte. Y la abrazo porque percibo
su mezcla de congoja y felicidad, lo que solo una mujer como ella puede llegar
a sentir.
.
Que compicadas pueden llegar a ser la relaciones humanas, como un red enredada...
ResponderEliminarUna historia que hace poco recordé, preciosa como la mujer de la que hablo. Un canto a la libertad de ser, de amar y de vivir.
ResponderEliminarEn fin, una historia que se repite más a menudo de lo que imaginamos, pero pocas veces así.
La foto fue hecha desde la cubierta de mi barco, en el canal de la Mecina. Los islotes que se ven al fondo son los que le dan el nombre. En este canal hay fuertes corrientes, que, si te fijas en la dirección de las minúsculas olas, es lo que se aprecia en la foto.
Los dos sois increibles, me hechiza vuestra vida.
ResponderEliminarBeso a ambos