miércoles, 18 de julio de 2012

UN APUNTE PARA EL BLUES DE AMARA

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El blues de Amara algún día terminará, supongo que en el momento que edite mi segundo libro, o cuando empiece a escribir esta parte de la historia para publicarla. Entonces habrán pasado tantos años que ya nada tendrá importancia.
El blues de Amara sigue siendo la historia de un hombre corriente, la de un tipo afortunado, incluso en el amor de una mujer extrema en todo, de inaudita y equilibrada inteligencia, de belleza y sexualidad tan extrañas como extraordinarias, y con un espíritu que le obligaba a actuar con una pasión desenfrenada y, a la vez, cerebral.
¿Intuición o pericia? Me pregunto ahora, cuando la cuido y recuerdo nuestra historia, tan extraña y extrema como ella.
Nadie que la conociera aquellos primeros días, taciturna, silenciosa y amagando su físico y su belleza, como si temiera descubrirlos, podía imaginar quién era, ni siquiera el más inteligente de mis amigos. Una mujer extraña, que en el trabajo abría su auténtico espíritu, humana, divertida y extrovertida; porque, según ella, era en el único lugar donde se le trataba como merecía.
¿Intuición o pericia? Lo primero, por supuesto, y también mi afición al riesgo. Porque, como bien dijo Anna, Amara era distinta a todo lo conocido y me hubiese causado mucho dolor perderla, tanto que nunca me habría recuperado.
Has de estar a su altura Popol, me decía a mí mismo constantemente.

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-No puedes imaginar lo difícil que es seguirte -me dijo abrazada a mi cuerpo y con un cabo enrollado a su cintura, cuando todavía no podía asumir por completo mi manera de vivir y de ser, y cómo me enfrentaba a lo desconocido.
Antes de conocerme padecía vértigo, no podía soportar los espacios pequeños y cerrados, temía a los monstruos imaginarios y a la magia, al abismo del mar y al precipicio. Y pasamos muchas noches, solos en nuestra solitaria casa del Pirineo, abandonada entre negras y agrestes montañas, cuando a media noche se escuchaban lamentos y las puertas se abrían y cerraban con el chirrido de sus bisagras, en la que yo jugaba con los espíritus, hasta cansarlos para que durmieran tranquilos. Y bajamos con cuerdas por profundos acantilados para, según yo, bañarnos desnudos en lugares donde el agua era especial y maravillosa. Y le hice dormir encerrada en el pequeño camarote parecido a un nicho, sin siquiera un ventanuco, en el barco y con el mar rugiendo a su alrededor, sin costa a la vista, solo mar y más mar.
Y me contó que no se atrevía a hablar de eso con mis amigas.
-Te quieren a ti, yo soy una extraña para ellas. Solo Jep es capaz de escucharme y cuando le hablé sobre mi problema, respondió que te perdería si no era capaz de seguirte.
La abracé con fuerza. Un rato antes, con él en el timón y un mar de mil demonios, la había encontrado con los ojos cerrados y los labios prietos.
-¿Qué te pasa? –Le pregunté mientras la abrazaba por su desnudo hombro.
-Tengo miedo a la muerte, siempre lo he tenido.
Ni una lágrima asomaba por sus ojos. Lloraba, pero sordamente, a escondidas del hombre que amaba, temerosa de ser descubierta en falta. La senté a mi lado, con el mástil a nuestra espalda y el tormentín hinchado al frente. La quilla se hundía en el mar, como si de un cuchillo se tratara, para salir al encuentro de un muro de agua. Y, abrazados, hablamos de la vida y de la muerte, que son partes de una misma cosa, de cómo nos enfrentamos a ella y cómo algunos la desafiamos. Y le conté mi historia en la nieve con Artur y cómo me rescataron en el último momento. Y lo que había visto y sentido cuando tuve que rescatar a otros con distinta fortuna. Y le hablé de Anna y de Cachemira, de la escuela bombardeada y de la niña muriéndose suavemente en mis brazos. Y de Sebas, de su pasión por el mar y la montaña, de su muerte por leucemia. Y de Jordi y el Ala Delta, de cómo encontró la muerte cuando menos lo esperaba. Y también de la belleza del mar y de su naturaleza, cómo a veces me sentía pez y hombre a un mismo tiempo, cómo jugaba con las olas y la corriente en los rompientes, sin hacer esfuerzo ni resistirme; y del aire y de la montaña; y de los hombres que matan, de sus ambiciones y rabias. Pero no de mi terrible experiencia en Perú, cuando descubrí lo poco que puede valer una vida y a mi propia naturaleza.

Y no sé si fue por eso, los gritos de emoción de Jep, al enfrentar la pequeña nave al embravecido mar, o la belleza de Mónica, sentada como mascarón en la proa, desnuda, espléndida y desafiante. No estoy seguro, pero creo recordar que a partir de entonces seguirme dejó de ser un problema, mientras que seguirla se convirtió en un desafío mucho más intenso que el mar, el aire, la montaña y hasta la rabia y la ambición de los hombres que matan.


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