martes, 10 de julio de 2012

RETAZOS


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-Es Helen, ¿la recuerdas?
Hago un esfuerzo. Siento sus miradas, la de él con media sonrisa, la de ella con reserva.
Alta, delgada y fuerte de apariencia, el cabello largo y plateado y el rostro excesivamente apergaminado. Viste con sencillez, unos tejanos ajustados y una camisa hindú de algodón; calza unas alpargatas muy bonitas, con cordones hasta media pantorrilla. No lleva joyas, ni siquiera pendientes, típico en una gran deportista. Su reloj es sencillo pero bueno. Me gusta, su forma de vestir no hace para su edad, sin embargo, le sienta bien.
-¿Helen?... No recuerdo.
Estoy desolado. Me fastidia esa afición de algunas mujeres en ponerte en un compromiso. No es el caso, no es ella quien ha provocado la incomodidad y se le nota. A veces, el lado femenino de Artur me desespera, aunque debo reconocer que ha sido necesario y que lo hace para marcar una superioridad.
-Los años no pasan en balde –responde riéndose. Y ahora sí la recuerdo, por el sonido de la risa y su manera de hablar, tan característica y dulce, tan inopinadamente extraña para su forma de ser.
Artur se mueve cómodo, es su casa y la fiesta de su sexagésimo aniversario. Yo tengo cincuenta y nueve y de ella no sé la edad, nunca se lo pregunté.
Charlamos y bailamos cerca de una hoguera, a nuestro alrededor la gente baila sola, se ríe o charla, sentada en el suelo con las piernas cruzadas. A un lado del jardín un conjunto musical toca rock, cerca de él alguien ha instalado un tinglado donde se sirven mojitos y caipiriñas. Y, por donde vaya, encuentro carne de cordero a la parrilla, ensaladas y fuegos artificiales. Artur nació una noche de Sant Joan.
-¿Todavía sigues con la plancha?
No, ya no, ahora solo lo hace de vez en cuando y cuando sale con el barco de unos amigos.
-Y tú, ¿todavía te lanzas desde los acantilados? –Pregunta con su típica y dulce voz.
Y respondo que ya no, que eso eran cosas de juventud. Prefiero dejarlo así y no contarle que el año anterior todavía escalé por un alto risco, ante la perplejidad de unos jóvenes, y me lancé a agua como siempre, después de recrearme con el rocoso y árido paisaje del interior.
Bailamos y durante un instante siento su mirada de deseo y la de haber percibido la mía de compasión. Por mucho tiempo pasado, sigo siendo el mismo hombre tranquilo y frío.
-Has mejorado con los años.
Y no sé si lo dice como cumplido o si antes no era de su agrado. Entonces tendría veintidós o veintitrés y, aunque admirara su cuerpo, su personalidad y su sexo, mi sentimiento estaba sobradamente satisfecho por Anna y por Mónica, y quizá hasta por María. Mi sentimiento digo, porque pocas veces he ido sobrado en deseo, excepto con Mónica y mucho después con Amara.

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Fascistas franceses e italianos, huidos de sus países, que espiaban para quien les malpagara con droga, y dueños de sofisticados bares y restaurantes. Y la gauche divine, la sacré y la merdique, divagando entre nubes de hachis afgano o cachemir, mientras espiaban a cuenta del partido. Y los pasajeros, que deambulaban entre las dos aguas y lo hacían para alguien que no conocían ni les importaba, pero que yo intuía. Editores que no editaban, escritores que no escribían y pintores que no pintaban; unos con mucho dinero, otros con poco, pero todos con mucha droga.
Para mí se había convertido en un deporte, las prácticas de mi adiestramiento, seguir a esos tipos sin que se dieran cuenta o sin que le dieran importancia, porque de mí nunca se escondían.
-Voy a Barcelona, ¿te llevo? ¿Dónde te dejo?
-Aquí mismo.
-¡Anda ya! Si quieres te acerco. Ya no me viene de unos kilómetros.
Y los dejaba lo más cerca posible del lugar, me fijaba en la dirección que tomaban y aparcaba en la esquina para asegurarme. Y entonces los notaba vigilantes pero despreocupados, siguiendo el imprescindible protocolo con desgana. Y eso los delataba. Para ellos era imposible que alguien los hubiera seguido, lo habían controlado desde el asiento del pasajero. No podían imaginar que estaba a su lado, el chico joven e inofensivo del 2CV, hablando de pureza, de libertad y del mar durante el viaje. Y entraban en la oficina de unos laboratorios, de un editor o de una agencia, siempre extranjeros. Y famosos e independientes periodistas de vacaciones en el maravilloso pueblo, después de un trabajo en Vietnam, en Palestina, en Pakistán; articulistas demasiado bien pagados por la tirada de quien los contrataba. Y el mando de la Guardia civil, que lo sabía todo, que los conocía a todos, que se reía de todos sin necesidad de expresar su contento.
Luego, el día de la reunión, pasaba el informe a Tomás, que lo leía entre asombrado y perplejo.
-Te has convertido en el espía perfecto –me dijo un día entre risas, sin embargo, supe apreciar la verdad en su mirada.
El espía perfecto porque solo informaba. No opinaba, no porque no pudiera sino porque prefería no pensar, ni en la razón de cada uno.
Yo, un hippie perdido, amante del mar y degenerado en apariencia, amigo de Artur y conocido por todos, desde el traficante más importante hasta el consumidor más pobre y pequeño, pero ninguno sentía recelo, ni siquiera el mando, con el que a veces charlaba en el Hostal, junto las fotografías de Dalí y un gin-tónic en la mano.
-Un hippie niño de papa supongo –me dijo el primer día con indisimulado desdén, sorprendido por mi ligereza y por dejar que se acercara sin apreciar incomodidad.
Y se reía abiertamente al escuchar mis historias. Era con el único que lo hacía, asombrado por haber descubierto, según él, a un hippie auténtico que además no lo parecía.
-¿Qué hace un tipo como tú en un lugar como este, donde todos simulan lo que no son, incluso los que llegan con una mochila, piojos, pelo largo y duermen en la calle? –Me preguntó cuando ya creyó conocerme, supongo que para dar constancia en sus informes, que debía redactar de noche en su lúgubre despacho.
¿Qué le respondí? Ahora no recuerdo, pero seguro que la inofensiva verdad.
Me bañaba en las pequeñas calas, sumergiéndome más y más en busca de aquellos maravillosos tesoros naturales y alguna que otra ostra. Deambulaba por las calles bailando en los bares, después de haber nadado a la luz de la luna en alguna de las playas del pueblo, desnudo y sin importarme nada ni nadie. Y cada lunes, cargado con los brazaletes, los collares y la artesanía fabricados en mi comuna, salía hacia las poblaciones de la costa para repartir o vender nuestro producto. Y los miércoles llegaba a casa, moreno, satisfecho y con ganas de pasar unos días con mi nueva familia.

Y la rubia, de belleza espectacular e insultante, atlética, a la que todos deseaban, tanto el fascista como el falso izquierdista, y los editores que no editaban, los escritores que no escribían y los pintores que no pintaban. Todos iban locos tras ella y, con la boca pequeña y en privado, se pavoneaban de habérsela tirado, cuando todos sabíamos que ni en su cabeza ni en su sexo había cresta suficiente para hacerlo.
Por la mañana podíamos verla con su grupo de amigos, vestida con el traje de neopreno, navegando y saltando las olas con su tabla. Y si soplaba la tramontana o el llevant, salía con su compañero, un tipo fuerte, tranquilo y tan seguro de sí mismo, que parecía no alterarse nunca, a alta mar, hasta más allá del Cap de Creus o de Montjoy. Y todos, desde el primero hasta el último, la seguían con los ojos desde la terraza del Marítim, simulando mirar para otro lado, con tanta impotencia como desolación.

Me lancé desde lo más alto, seguro por conocer el lugar y las puntiagudas rocas escondidas tras la espuma, después de haber escalado una pared casi imposible, desnudo y libre. No la vi, me creía solo, ella descansaba echada tras unas rocas, con el bañador de neopreno secándose al sol. Nadé mar adentro dándole la espalda, sumergido para atravesar las olas y sentir su poderosa fuerza en mi cuerpo, abandonándome luego a la corriente. Me fascina sentir como el reflujo me escupe, antes de estrellarme contra las rocas, sumergirme entre bandadas de lubinas y hacer cabriolas y requiebros con ellas, sentirme pez o hasta viejo madero, que cuando piensas que chocará contra el acantilado, el mar lo aleja en el último momento.
Estaba justo frente a mí, incorporada para observar mi flirteo con las rocas. Me saludó con una sonrisa y alargó la mano para ayudarme a subir.
-¿Eres el amigo de Artur, verdad?
Sonreí. En el pueblo todos me conocían excepto ella y su peculiar grupo. La miré sin ningún reparo, su bella desnudez lo merecía. No le pasó desapercibido y me correspondió de la misma manera, sin esconderse. Una bella y sutil manera de piropearse. Parecía dos o tres años mayor que yo, pero podría ser una falsa percepción, porque yo por mi físico también podría tener más edad. Charlamos y buscamos amigos comunes, nos reímos de la misma gente y nos descubrimos gustos e inquietudes parecidas. Y nos despedimos.
-Nos vemos en el Marítim.
Hicimos amistad, nos reíamos y hasta bailábamos en el Hostal, entre las nubes de hachís y el ambiente más transgresor, ante la perpleja mirada de los editores que no editaban, los escritores que no escribían y los pintores que no pintaban; y la indolente del mando, aunque incapaz de esconder su satisfacción.
Le di confianza, se sentía segura conmigo, un tipo que, aun admirador de su belleza, no pretendía seducirla. Su compañero no era tal sino solo un amigo. Se lo tiraba, pero más por costumbre que por deseo, cosa habitual en aquellos tiempos.
Dos veranos, creo recordar, y una fugaz pero intensa amistad. Y ya ningún editor que no editaba, escritor que no escribía y pintor que no pintaba, osó acercar su boca a mi oído para pavonearse de lo que no podía.

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Bailamos abrazados mientras la gente salta la hoguera y canta canciones brasileñas y marroquíes.
-¿Te acuerdas cuando todos creían que nos acostábamos? -Me pregunta con una risa, mientras siento su poderoso abrazo. Y ahora, en ese momento, siento como entra el deseo y me abandona la compasión.

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