domingo, 18 de noviembre de 2018

Pretendemos ser lo que fuimos

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Hace años, muchos ya, pensé que contar mi historia valía la pena, no por asombrosa sino porque la creía corriente. Todos tenemos una historia que contar, me dije, solo que no lo sabemos o no le damos la importancia que merece.
Una de las anécdotas que más suelo recordar, es la del tipo que conocí de muy joven, en el examen de revalida del bachillerato superior, en el patio del instituto Menendez y Pelayo. Ambos nos examinábamos sin el soporte de ningún instituto, no sé si ahora puede hacerse, entonces se le llamaba ir por libre. El tipo, ahora no recuerdo su nombre, era algo mayor y era, eso si lo recuerdo por conocerlo, uno de los Setze Jutges. Había llegado de un viaje “a dedo” por toda la Unión Soviética, algo extraño para los españoles de la época por la dificultad de conseguir los visados, pero yo sabía que no era imposible. Me contó su viaje muy por encima, por el poco tiempo libre que había entre examen y examen. Me impresionó mucho, además de provocarme cierta envidia. Yo jamás podré hacer ni la mitad de la mitad que él, pensé en aquel momento. Quién me iba a decir que cuatro años después, muchos para un joven pero pocos en la vida de un ser humano, en un paraje mágico, rodeado de agua y de animales salvajes, y con solo la compañía de Anna, recordaría aquel encuentro y su conversación. En aquel instante me habría gustado hablar con aquel hombre, cuyas canciones y poemas me gustaban tanto, para explicarle que recordaba todo lo que me había contado, que lo tenía clavado en la memoria. Pero debió ser una idea fugaz, porque de aquel momento lo que más recuerdo es mirar embobado el Nanga Parbat y preguntarme si seriamos capaces de llegar a su cumbre. Eramos jóvenes y fuertes, y con lo vivido los últimos días todo nos parecía posible, incluso lo imposible. Y es que cuando ves aquella cumbre inmensa y solitaria, tan majestuosa, solo cabe hacer dos cosas, arrodillarte para adorar su belleza y su grandeza, o asaltarla para hacerla tuya.

Cuando escribí mi primer libro, hará unos diez años, pensé que ya era hora de descansar y dar a conocer mis aventuras. Superados los cincuenta, por bien que estés tu vida cambia, no puedes rebobinar sino es para recordar y, como máximo, escribir lo vivido; aún más si tu compañera, con la que has pasado casi la mitad de tu vida, está enferma y te necesita a su lado. No ha sido así, mi vida sigue siendo igual de intensa o quizá más, y hoy rebobino, pero no para recordar sino para aprovechar la experiencia.
Y ahora me arrepiento de haberlo publicado. Una novela autobiográfica se firma con seudónimo, a menos que el escritor mienta como un bellaco o su ancianidad le permita cualquier desfachatez.

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