Un precioso blues palestino.
(Nada más bello que el blues cantado por una mujer)
Me despierta pronto, demasiado para mi gusto,
acostumbrado últimamente a trabajar menos horas y con más tranquilidad. Las
costumbres cuesta olvidarlas y me costó mucho hacerle entender, que con
levantarme a las ocho y media tenía bastante. Antes trabajaba hasta última hora
de la tarde, ahora solo lo hago por las mañanas y tampoco demasiado.
Me incorporo y miro la hora. Las siete y media. Lo
primero que pienso es que se ha equivocado.
En una mano mi café, en la otra el suyo. Cada mañana me
despierta igual. Parece agitada.
-He soñado con Gillard, parecía tenerlo a mi lado.
Gillardeau. Ella le llamaba Gillard, no recuerdo por qué. Quizá por su dificultad con el francés o tal vez fuera él quien se lo pidiera. En todo caso Jep y yo nunca compartimos su costumbre.
Gillardeau. Ella le llamaba Gillard, no recuerdo por qué. Quizá por su dificultad con el francés o tal vez fuera él quien se lo pidiera. En todo caso Jep y yo nunca compartimos su costumbre.
Gillardeau era arquitecto, muy famoso por cierto. A Jep le
emocionó el encuentro, poder hablar con él de sus edificios y, sobre todo, de
las difíciles restauraciones en las que había participado, casi todas góticas.
-Murió no hace mucho, ¿recuerdas?
Afirma con la cabeza. ¿Cómo no recordar algo así? Le
afectó mucho.
La observo a hurtadillas mientras tomo el café a pequeños
sorbos. Siento que quiere hablar, que algo turba su mente.
-Es como si hubiera estado toda la noche en esta
habitación, hablándome, vigilándome. Y yo despertaba o eso pienso, para
sacármelo de la cabeza, pero en cuanto cerraba los ojos volvía a estar ahí.
Con Gillardeau vivimos una increíble aventura. En
realidad toda la Semana Santa lo fue, con o sin él. Bueno... en realidad la
aventura la vivieron ellos dos, principalmente él, que nunca podría haber
imaginado lo que iba a pasarle.
Tres años después volvimos a encontrarlo, esta vez en el
bar del Casino de Cadaqués. Nosotros habíamos llegado la noche anterior en
nuestro nuevo y flamante barco, aunque a decir verdad era de segunda mano, una
ganga adquirida a un italiano en Castellón. Nos acompañaban Joan y Vicki y
debíamos dormir en casa de Artur.
A Guillardeau lo acompañaba Joseph, que pocos años más
tarde sería Nobel en economía, y un famoso y conocido pintor del que nunca he
entendido su éxito. Al principio le costó reconocerme. Artur y yo hicimos las
presentaciones, ya que Joan no conocía a ninguno de los tres. Jugamos unas
partidas de billar y acto seguido se excusó. Debía embarcar para cenar y dormir.
-¿Cómo vas a irte ahora, si Amara está a punto de llegar con nuestra amiga? Quédate a cenar con nosotros. Si dejo que marches no me lo perdonaría nunca. -Le dije entonces
-¿Cómo vas a irte ahora, si Amara está a punto de llegar con nuestra amiga? Quédate a cenar con nosotros. Si dejo que marches no me lo perdonaría nunca. -Le dije entonces
Joseph se despidió con su habitual camaradería, después
de conversar un rato sobre la economía del país y lo perjudicial que era seguir
regulando el suelo. Según él lo mejor era liberalizarlo por completo, justo lo
contrario de lo que pregonaría años después, tras el estallido de la burbuja.
-Me costó aceptar su muerte. No sé qué tenía aquel tipo
para que me atrajera tanto.
Termino el café y vuelvo a echarme. Sé que debo escuchar
y hablar lo menos posible y con mucha suavidad. No es la primera vez que pierde un amigo. Está mucho más
acostumbrada que yo, pero eso no significa que lo encaje mejor. Los médicos,
tras su máscara de frialdad, esconden tanta o más humanidad que el resto y, a
menudo, la complicidad con el enfermo se convierte en fuerte amistad. Además,
entre ellos apenas existen diferencias generacionales y el contacto con
enfermedades y radiaciones, de cuando no había tanto cuidado en el manejo de
algunas medicaciones, les hace muy vulnerables. Amara ha perdido más de un
compañero de su edad, siempre por alguna extraña enfermedad o un inopinado
tumor.
Con mi compañera es necesario saber callar, antes que
buscar alguna palabra de consuelo que no serviría para nada.
-Se le veía muy cercano y humano –respondo con suavidad,
mientras observo el recién pintado techo.
Ha pasado un año, quizá menos. Nos enteramos por Jep, que
un día lo soltó sin darle demasiado valor. Es curioso, pienso, que tras casi un
año ahora haya entrado en duelo.
Tras su segundo encuentro intercambiaron teléfonos y
direcciones. Nunca supe si habían vuelto a verse. Esas cosas no se preguntan y
menos a una mujer como Amara, que tanto puede responder explicándote hasta el
más mínimo detalle de su encuentro, como preguntarte para qué lo quieres saber
y durante un lustro recriminarte por tu pregunta. No, con ella lo mejor es
callar y esperar, porque inevitablemente algún día te lo contará.
-La última vez que lo vi parecía muy cansado, pero de eso
ya hace muchos años. Lo achaqué a la edad y a su trabajo. Ahora pienso que
debería haberme interesado.
Sobresale el típico sentido de culpa de todo buen médico.
En aquel momento no tenía porqué saberlo. Tan posible es que ya le rondara la
enfermedad, como que hubiese pasado una mala noche.
-¿Cuándo fue eso? Habrán pasado muchos años. Seguramente
estaría cansado por cualquier motivo sin importancia.
Me mira, parece no entender la pregunta, como si yo
tuviera que saber cuántas veces se vieron y el momento de dichos encuentros.
-No te hagas el tonto. Sabes perfectamente que nos
veíamos.
No, no me hago el tonto. Yo no soy como ella, que debe
saberlo y controlarlo todo, aunque solo sirva para hablar del tema con
divertimento y la complicidad de la amiga amante compañera. No lo sé y se lo
digo con hartazgo. Es cierto que alguna vez, al subir el correo descubría
alguna carta de él hacia ella, pero nada más. Ni siquiera entonces preguntaba.
Con Amara solo demuestro interés por sus cosas más íntimas cuando me las
participa. También algún que otro día la encontraba hablando por teléfono de
manera tierna y amistosa. Y, si bien es cierto que es habitual en ella, por la
voz intuía que su interlocutor era algo más que un simple amigo, aunque
entonces bien podría ser Joan, Biel, Jep o quizá una nueva conquista. Pero por su
manera de hablar, separando las palabras o repitiendo la frase buscando una
nueva, estaba claro que era extranjero.
Recuerdo que un día, al preguntarnos nuestro hijo de
quién era aquella carta, bromeando respondí que de un amante de su madre.
Evidentemente no se lo creyó y, hasta que no le contamos una historia más
plausible, no dejó de preguntar. La verdad extraordinaria, si se anuncia como
normal se convierte en inconcebible.
Cambio de postura y me pongo de lado, simulando tener
todo el tiempo del mundo. Es una buena manera de desinhibir al que pretende descubrir
una intimidad. En el caso de Amara no lo es tanto, pero sí para algo que ha estado
guardando con extraño celo. Quizá se enamorara del famoso e interesante
arquitecto francés y no se atreviera a confesarlo.
-Al principio venía a menudo, por trabajo según él. Una
empresa española había inventado una resina sintética perfecta para la
construcción, indeformable, casi tan dura como el acero y con la textura de la
cerámica; el frío y el calor no le afectaban y pesaba la mitad que el ladrillo.
Trabajaba con ellos casi en secreto hasta que una corporación británica, ahora
no recuerdo cómo, consiguió la patente y la archivó. Luego, amargado por todo eso,
fue espaciando sus visitas. Nunca lo confesó ni se lo pedí, pero el único
vínculo que le quedaba con la ciudad era yo. Hacía tiempo que se había empapado
de sus edificios y de su urbanismo, el mejor del mundo según él. “La mujer más
hermosa, en la ciudad más bella”, me decía cuando paseábamos por el barrio
gótico o el paseo de Gracia. No, nunca le pregunté qué sentía porque para mí solo
era una aventura. Siempre fue consciente de eso y supo retirarse a tiempo.
Sabía que nunca, ni siquiera en la ruina, os dejaría.
Hace rato que le acaricio la mejilla mientras mira
ensimismada el inmaculado techo. Sonríe, si no fuera ella diría que casi
forzada; pero Amara es incapaz de simular, y aún menos en un
caso como este.
-A ti y a Jep.
Pocas veces he visto aflorar una lágrima en sus ojos y
esa no es una de ellas.
.
hola, parece un texto muy tierno y cada vez más envolvente, me ha gustado leerte, un saludo!! esther
ResponderEliminarPrecioso Pau... me estremece esta entrada, deberías patentar el secreto de una relación tan excepcional como la vuestra, me parece un sueño.
ResponderEliminarBeso
Haces que sonría.
ResponderEliminarSupongo que hay cosas, de las que ni la SGAE puede ofrecer derechos de autor.
Un día te contaré cómo se consigue. Es más fácil de lo que parece.