viernes, 25 de diciembre de 2020

El Camino Infinito 11ª parte

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Nos sentábamos en el gran salón, algunos en sillas, otros en cuclillas, alrededor de un plástico que uno de nosotros previamente había extendido en el suelo. Abríamos unas botellas de vino, alguien cortaba embutido, un poco de queso, pan. Gente sana, agradable, de la poca que soportábamos o, mejor aún, de la que Rina y yo soportábamos. A veces venían de una manifestación duramente reprimida, alguno magullado. Tanto mujeres como hombres, de la edad de Alex y más jóvenes, amigos directos o indirectos de él. Allí conocí a Pola, tenía mi edad o quizá uno menos. En las reuniones se hablaba de revolución, de acracia y de libertad, y yo apenas entendía algo. La gente nombraba a Fourier, Cavet, incluso a Monturiol y a Ferrer i Guardia. De los dos primeros no sabía nada; del tercero, que era el inventor del submarino; y del último, que había revolucionado la enseñanza. Eso por mi padre, que de pequeño me habló de él, aunque no como anarquista sino como creador de la escuela moderna. Para él los anarquistas eran revolucionarios asesinos, amantes del desorden, gente desquiciada que se había apoderado del gobierno durante la guerra.

En casa no había libros, no teníamos dinero para eso, y los pocos que salpicaban nuestras estanterías eran prestados o míos de años atrás; de Mila, requisados algunos de ellos; o de Alex, típicamente de librería barata. A veces alguno de sus amigos, la famosa abogada feminista era de los que más, nos regalaba alguno que nada tenía que ver con lo que se hablaba. Aquel día coincidió Jep, que asistía con asombro a la reunión. Los demás estaban tensos, no lo conocían ni sabían qué pintaba allí, hasta que al final entendí y los tranquilicé. -Es amigo y de confianza- dije con seguridad, y se abrieron sin

reparo. Jep, poco después me diría que lo había sorprendido, no podía imaginarme con esos amigos y hablando de aquel modo. Yo no recordaba haberlo hecho, más bien estaba seguro de no haber abierto la boca en ningún momento. Mi amigo, en su excitación y emoción, me había hecho más grande de lo que era. Ciertamente apenas entendía algo, lo contrario que mi amigo hermano, que parecía saber de qué y de quienes se hablaba, que hasta osó entrar en la conversación, aún recuerdo que con bastante éxito. Sin embargo, y pese mi ignorancia, yo crecía y aprendía, y pronto descubrí que aquella gente iba sobrada de palabrería y escasa de solidez ideológica. Sus palabras eran inteligentes y enardecedoras, sinceras casi siempre, pero tras soltar el mejor de los discursos, se iban a tomar un gin-fis en el mejor lugar de moda que encontraban, a poder ser para alternar con gente tan glamorosa como vacua, pero conocida en los círculos más progresistas de la ciudad.

Aquella noche Pola se había sentado a mi lado y de vez en cuando me asaltaba, no sentía ningún reparo en llamar mi atención, con un descaro que a nadie podía pasar desapercibido. Enfrente y al lado de una mujer con carácter marcadamente masculino, estaba Anna, a la que ya conocían de alguna otra vez y que intentaba pasar desapercibida, mirándome con burla. Aquel día, con tanta gente y movimiento, con tanto esfuerzo por no inmiscuirse, Anna pasó desapercibida incluso para Jep, que perdió la ocasión de conocerla.

Al día siguiente Pola se presentó en casa y preguntó por mí. Mis amigos después me dirían que les pareció normal, como si la estuviese esperando. Me estaba duchando cuando oí la puerta. Sería alguno de mis amigos, pensé. No teníamos reparos entre nosotros. Era ella, se acercó a pocos centímetros mirando mi desnudez con detenimiento. No recuerdo si se disculpó, si saludó, pero sí que untó sus manos con jabón y se ofreció a enjabonarme. Yo no salía de mi asombro, por supuesto, excitado como un bobo.

Nos hicimos amigos. Ella vivía con un tipo muy agradable, sin ideología que no fuera la de su supervivencia, algo bohemio y huérfano de padres. Nos acostamos pocas veces, alguna en su casa y sin reparo por parte de su compañero. Como pareja aguantaron poco, pero no a causa de su extrema liberalidad, ya que mucho después, su antiguo amigo se emparejó con éxito y sin perder su idiosincrasia. Mi amiga era incapaz de hacer daño a sus amigos-amantes, nadie podía sentirse engañado con ella. Practicaba la liberalidad solo para satisfacer sus sentidos y no se amagaba de ello, para lo demás era muy convencional. Era una inteligente niña de papá que había abandonado la casa materna antes de tiempo, una exitosa estudiante de filosofía que aprobaba todas las asignaturas, devoradora de libros y de hombres. En cualquier caso, por fin había conocido una mujer absolutamente desinhibida, que utilizaba su manera de pensar para dar salida a su desbordante sexualidad, sin ningún prejuicio ni posterior arrepentimiento.

Hablábamos a menudo de filosofía y de anarquismo. Parecía muy convencida. Me contó su vida y la de sus padres, a quienes despreciaba, principalmente a él, un estafador profesional; sin embargo, aceptaba su dinero y se plegaba a sus dictados cada vez que lo necesitaba. Un día, hablando de las diferencias entre la izquierda y el anarquismo, sin dudarlo un instante me dijo:

-Tú eres anarquista, y mucho más que cualquiera de esos conocidos intelectuales que nos vienen a dar lecciones. Tu podrías explicarles mejor que nadie lo que es anarquismo.

Y me explicó que no por conocer muchos escritores y haber leído mil libros, se era más intelectual; y que no por conocer o desconocer los filósofos de pensamiento anarquista o haber leído sus escritos, se era más o menos ácrata.

Era anarquista, eso lo sabía tiempo atrás, justo cuando mi padre empezó a despotricar de ellos. Mi progenitor era muy inteligente, por lo que sus palabras no debían ser gratuitas y tendrían su motivo, seguramente prevenirme de esta ideología cuando descubrió que despuntaba en mi espíritu. Y es que, tal como el fascismo, el marxismo, el liberalismo, son ideas fácilmente detectables y muy precisas, el anarquismo, por su peculiar idiosincrasia, puede devenir de mil maneras distintas, a cada cual más extraña y dispar, y sin necesidad que su seguidor sepa que lo es ni lo que es. No cabía la menor duda que yo era anarquista, no obstante, nunca había leído a un filósofo o un libro que hablase del tema. Solo sabía de anarquismo lo aprendido en las largas charlas de la plaza Real o de Sant Felip Neri, inconsistentes la mayoría y sin profundizar el tema. En casa fue distinto, en aquellas reuniones se hablaba bien, con detalle y documentadamente. Hasta podía descubrirme más seguidor de uno u otro, cosa que no pasó. Allí había demasiado puritanismo y un machismo latente que no coincidía con lo que se pregonaba, un machismo practicado, incluso con más intensidad, por las mujeres que se autodefinían feministas radicales. Mujeres que, sin darse cuenta, iban de sexo débil; que para mi eran las peores, porque siendo quienes debían abanderar al resto con sus ideas y su pretendida fortaleza, provocaban decepción y desesperación al ver como se plegaban ante acciones ridículas.

 

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