lunes, 7 de diciembre de 2020

El Camino Infinito, 8ª parte

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Yolanda me fascinaba hasta el punto que temía perderla. Y a veces le entregaba mi cuerpo sin ganas, fingiendo una pasión inexistente o un divertimento muy distinto al que buscaba, temeroso que, de negarme, terminaría cansándose de aguantar a un adolescente en su casa. Sin darme cuenta y sin aparente intención por su parte, me había prostituido. Su charla, tan distinta a la que tenía con Alba y su grupo, superaba cualquiera de las que yo creía poder aspirar y se había convertido en la especie, el cobro por el servicio que le daba.

Con mi nueva amiga aprendí nuevas palabras, ideas hasta entonces desconocidas para mí. Ella escribía artículos en revistas de cultura, casi todas francesas. Lo hacía en este idioma y después los traducía al castellano para preguntarnos qué nos parecían. A mí me gustaba leerlos, primero en francés y después en castellano, y preguntarle detalles. A veces se los discutía con prudencia. Era una experta, pero, por ejemplo, yo había conocido a Dalí y ella no, y sabía que su divina pose era una farsa muy bien orquestada. Lo había visto en su casa, actuando como una persona normal y corriente, sin su típica comedia. Me lo había presentado mi abuelo, un fin de semana que fuimos a pescar a Rosas, e hizo una escapada a Cadaqués para visitar a su viejo amigo. También sabía que estaba enfermo, padecía una enfermedad mental, que por entonces no se conocía demasiado, ahora se le llama bipolaridad. Y se medicaba pocas veces, por lo cual tenía momentos de gran plenitud y otros de hundimiento. Los primeros cuando no tomaba nada, los segundos cuando lo hacía.
Mi abuelo, de derechas, muy religioso y franquista, excombatiente y conocido de generales y de gobernadores. Paradójicamente había sido amigo de García Lorca, con el que había cantado baladas en los bares de su Andalucía, y también de músicos y gente de teatro exiliados. Mi abuelo era un tipo extraño, autodidacta, que nunca había ido a la escuela, pero curiosamente había terminado siendo uno de los más cultos y refinados de entre sus amigos. Y con ellos era muy fiel, hasta el punto de hacer largos viajes para visitarlos o tan solo para rezar frente la tumba de uno de ellos.

Un día Artur y yo habíamos quedado en ir a buscarla a su casa y cenar en un restaurante muy sencillo, cercano a la plaza Artós de Sarriá. No aceptábamos que nos llevara a los de su gusto para no tener que ser invitados; sin embargo, si era barato no nos molestaba que pagara ella, otro día lo haríamos nosotros. Cuando llegué encontré a Artur charlando con un tipo al que ya conocía, tenía mi edad, era del barrio de mi amigo y a veces coincidíamos en un pub cercano. Estaban sentados en el gran sofá de su salón y me sorprendió verle allí, era demasiado basto y de carácter chulesco para ella.

-Es mi puto- espetó casi con desprecio, al salir del baño y presentárnoslo.

No supimos qué decir ni qué pintábamos en aquella reunión. Ella, al ver nuestra incomodidad, dijo:

-Si queréis le digo que se vaya, cobra por eso.

El tipo no sabía donde mirar, pero al escuchar eso último se puso chulo, casi violento.

Me divirtió su reacción, era la típica de un tipo como él. Yolanda lo cortó.

-¿Pero cobras o no? Porque si lo haces gratis hablamos. Igual no me interesa.

Yo me desternillaba por dentro. Aquel tipo nunca me había gustado, pero mi amiga se estaba sobrepasando y la situación empezaba a ser tan lastimera como él. Y creí entender de que iba el asunto. Yolanda quería ponerlo en su sitio y nos utilizaba. El tipo, pensando que a mi amiga le iba lo fuerte, no se cortaba. Estaba equivocado, una cosa era una palmada bien puesta, hasta un pequeño azote, divertido aunque doliera un poco, pero la violencia no cabía en el guion. Era el típico gallito putón, que pega cuando sabe que no hay respuesta. Si lo hacía con nosotros por medio, podía terminar en el hospital y después en comisaría.
Al principio nos molestó. Si tenía ganas de pagar a un tipo para que la follara, no tenía por qué involucrarnos. Artur no salía de su asombro, podía esperar cualquier cosa, pero no aquella.
Al poco sonó el timbre. Era una chica de unos dieciséis años, preciosa, magnífica y muy bien desarrollada; nos la presentó como su sobrina y la saludé con una sonrisa y un beso en la mejilla. La chica, tímidamente nos repasó con la mirada. Yo no entendía nada, un momento antes había pensado en marchar, pero finalmente decidí no perderme nada de lo que allí se iba a cocinar. Lo cierto es que me estaba divirtiendo. Le dio un beso a su tía y se quedó charlando un rato con nosotros, mientras Yolanda terminaba de arreglarse en su cuarto.
Yo disimulaba, pero a Artur, la incomodidad de la situación lo había puesto nervioso y nuestro compañero tampoco ayudaba demasiado. La conversación, tan parca como sencilla, la llevábamos los dos, él con su típica chulería y yo buscando los temas más prosaicos de este mundo, no fuera que se sintiera insultado.
Oímos a Yolanda llamarla desde la habitación, y al dejarnos solos me dediqué a observar al tipo, y me di cuenta que superaba negativamente cualquier impresión que de él pudiera tener. Se le notaba violento pero seguro, después de todo cobraba. Y con voz chulesca, nos contó que se la trajinaba como quería, que andaba loca por él. Y, por lo que dijo y obvió decir, entendimos que le sacaba muy poco, y por el tiempo del que hablaba, que aún se la follaba menos. Lo estaba escuchando con indisimulada sorna, cuando Yolanda salió y le dijo:

-Bueno, lo siento chico. No le gustas- le dio unos billetes y lo despidió.

El tipo no se iba, nos miraba, no entendía nada. Lo miré a los ojos con un gesto de encogimiento de hombros y terminó marchando. Artur se revolvía nervioso, hacía rato que la situación le había superado y no sabía si también marchar, pero la idea de encontrarse con el tipo en el rellano le hizo desistir.
Solo oír cerrase la puerta me puse a reír a carcajadas. Le dije que no entendía como se liaba con un tipo así y menos para su sobrina. Y respondió que las cosas a veces no salen como uno espera ni son lo que parecen. Nos confesó que no era su sobrina sino su hija, pero no quería que él lo supiera.
Yo no sabía que estuviera casada y supuestamente separada. Calculé que debió tenerla con dieciocho, la típica estupidez de una noche tonta. La chica era muy natural y parecía sana. En aquel momento creí que no merecía aquel trato. Yolanda era una obsesiva sexual, hasta tal que había decidido buscar un profesional para que desvirgara a su hija y le enseñara. Yo dudaba que aquel tipo supiera hacer algo parecido de manera correcta o, cuanto menos, para una chica como aquella. Debió leer mis ojos, porque acto seguido me dijo con reparo.

-¿Lo harías tú como un favor personal?

Para Artur fue demasiado. Me reí con ganas, pero no por mi asombro, que era evidente, sino por él y su desconcierto. Y aquella noche, después de cenar y charlar de mil cosas y hacerlas reír como tontas, apartamos la mesa, pusimos música y bailé con ella. Me lo había enseñado su madre. La risa rompe barreras, desinhibe y hace que todo sea más fácil, incluso positiviza el peor momento.
Me gustó. Morena, simpática, siempre con una sonrisa en sus gruesos labios. Los hoyuelos de sus mejillas destacaban su carácter. Mientras bailaba, le hablé con voz queda, sondeando su espíritu. Le pregunté si tenía un amigo y me dijo que sí.

-Y seguro que es tímido y solo piensa en salir con sus amigos- le dije sin mostrar burla.

Y afirmó con una risa tan suave como mi voz.

-Vaya estupidez. Conozco muchos que se matarían por estar ahora en mi piel.

Y se reía con naturalidad y ganas. Y su largo cabello se movía con sensualidad, siguiendo los simpáticos gestos de su cabeza.

Artur, mientras, hablaba con Yolanda en el sofá; atractivo, elegante, pragmático como siempre.
Y le pregunté si le gustaba. Lo miró con rápido gesto. Era una chica que hablaba con gestos, pero intuitivos y sinceros.

-Claro, cómo no me va a gustar- y, mirándome a los ojos, siguió -pero no es lo mismo.

Digna hija de su madre. Aquella chica de dieciséis ya era una experta seductora. En pocas palabras me había dicho cuál era su preferencia. Había lanzado un inequívoco mensaje, Artur es el más atractivo, pero eso no me basta.
Estaba de espaldas a su madre y aproveché para señalar la luz, había demasiada. Quería hacerlo a mi manera y me lo estaba pasando bien. Artur intentaba llevarse a Yolanda. De vez en cuando veía como tiraba de ella. Al fin, supongo que con palabras, consiguió convencerla.
Cuando anunciaron que iban a tomar una copa y que volverían algo tarde, la chica siguió pegada a mí. Y me asombró que no reaccionara y aceptara sin reticencias quedarse a solas conmigo.
Solo cerrarse la puerta sentí como se relajaba, estaba en su casa y eso le daba seguridad. Y me contó que su madre se había empeñado en que debía perder la virginidad, que con una amiga se lo habían roto mutuamente, pero no se atrevía a confesárselo. Y me sorprendió, porque Yolanda eso lo tenía más que superado. Y siguió contándome que habían quedado que esta noche le presentaría un chico de confianza, que cobraba por hacerlo y no le causaría problemas, que si no le gustaba o se sentía mal lo dejarían correr. Y al vernos y saludarla como hice, pensó que era yo. Y, aunque le costara y la historia no le gustara, se había hecho a la idea; pero cuando su madre le explicó que era el otro, se puso enferma y no quiso salir hasta estar segura que lo había despedido.
Conociendo a Yolanda supe que lo que buscaba no era solo la rotura virginal sino conseguir una buena experiencia. No quería una de mala para su hija, quizá como la que tuviera ella a los dieciocho. Nuestra amiga deseaba lo mejor para su hija, pero no podía pedírnoslo sin volver a arriesgar la amistad. Prefirió pagar a un chulo de los que había conocido en una de sus fiestas, un chico de edad parecida a la de su hija, a poder ser profesional y de buen cuerpo, que hiciera lo justo por lo que cobraba.

Le dije que me gustaba mucho, que podía ser una maravillosa experiencia para mi, pero que no tenía porqué pasar así y que no estaba dispuesto a tener una relación con ella solo por complacer a su madre. Se lo dije mientras le acariciaba la espalda hasta la nuca. Por un lado deseaba parar de bailar con la música ya imaginaria, y nos sentáramos en el sofá para seguir hablando, pero por otro soñaba en hacer el amor con ella.
Sentí su estremecimiento y me satisfizo. Al poco, algo preocupada me preguntó cuándo lo haríamos. Me sorprendió, no esperaba tanta premura, creí que necesitaría algo más de tiempo. Le dije que cuando quisiera, y respondió que prefería hacerlo antes que su madre volviera. Otra vez vi que era digna hija de mi amiga, directa y sin complejos.
Me llevó a su dormitorio. Yo esperaba que Yolanda habría preparado el suyo para la ocasión. Antes de entrar le dije que esperara, fui al de su madre y de la mesita cogí un pequeño vibrador, traído de uno de sus viajes a Francia. Nosotros solo lo usamos una vez y muy poco, no nos había hecho falta, pero aprendí para lo que podía servir y pensé que sería bueno asegurar.
El dormitorio era el típico de una adolescente y me hizo gracia. Unos cuantos peluches muy bien ordenados, y sobre una estantería, una preciosa muñeca de artesanía y la colección de Los Cinco, de Enid Blyton, en francés; el típico recuerdo de la adolescencia con fondo didáctico. La sábana estampada con corazones de colores y las paredes forradas de corcho hasta la mitad de su altura, como si aún tuviera entre diez y catorce años. Se notaba que no era su casa habitual. Por un lado sentí coraje, por otro mucha morbosidad.
La encontré en la cama, con la sábana hasta el cuello. Me desnudé lo más naturalmente posible, dejando los calzoncillos para que no se sintiera forzada, y me pareció apreciar una ligera sonrisa, aunque siempre, hasta en los momentos más graves, parecía llevarla gracias a sus hoyuelos.
Abrí las sábanas, estaba desnuda, me eché a su lado y al momento me abrazó y besó. Parecía que fuera yo el seducido y me gustó. Estuve acariciándola, besando y mordiendo su cuerpo hasta ver como se revolvía inquieta, solo entonces empecé a acariciar su sexo y, poco a poco, sentí la agitación de su respiración.
Los oímos entrar con sigilo, ella se puso tensa y la abracé y acaricié con suavidad. Oímos como abrían con cuidado la puerta del gran dormitorio y susurraban al entrar. Al poco, la chica se instaló sobre mí y me besó con fuerza, alargué la mano y, a tientas, busqué el preservativo.

-¿Me lo pones?- Le pregunté.

Me miró fíjamente durante unos segundos que se me hicieron muy largos. A través de la luz que entraba por la ventana, vi su cabello caer por encima de sus hombros, de su cara. Daba la impresión que me tenía bajo su control.
Se apoyó con las manos sobre mi pecho y con un gesto apartó el cabello de su cara, y entonces vi su sonrisa

-Hace dos meses que tomo la píldora- respondió.

Su madre había preparado todo al milímetro, concienzudamente.
Entonces le pedí que me sacara los calzoncillos y se rió. Con la excitación y los primeros nervios había olvidado este detalle.
Ya de madrugada, de lado y mirándome fijamente, quedamente me dijo que nunca habría imaginado que terminaría pagando por hacerlo, y que tampoco se imaginaba que un profesional lo hiciera de aquella manera; esperaba algo más frío, insustancial, práctico y rápido. Hacía tiempo que con disimulo hablaba de eso con amigas, con las pocas que sabía que no responderían con preguntas; y excepto una, que le señaló un chico que no se parecía en nada a mi, el resto no supo responderle.
Me quedé perplejo, sin palabras. No esperaba este trato, aún menos después de lo hablado y vivido en el salón. Fueron solo unos instantes. Al poco reaccioné.

-Si no estás conforme puedes decirle a tu madre que no me pague. Por lo que a mi respecta no hay ningún inconveniente. Contigo nunca se me habría ocurrido cobrar y sé de muchos que pagarían por estar en mi lugar.

Y se rió con ganas diciéndome que su madre era rica y había escogido ella, por lo cual debía cobrar.
Preferí dejar las cosas como estaban, así ella podría seguir como si nada y yo desprenderme de las ataduras emocionales, porque estaba claro que el único que podía terminar sintiéndolas era yo.
Por la mañana encontré a Yolanda en la ducha. Parecía la mujer más feliz del mundo. Me miró, no se atrevía a preguntar; aunque yo imaginaba que habría estado despierta toda la noche, analizando cualquier ruido.
Zanjé el asunto preguntándole con un guiño:

-¿Cuánto le ibas a dar al idiota, por hacerlo vete a saber cómo?

Se rió tranquila, yo, sin embargo, estaba profundamente hastiado, y esta vez no solo de ella sino también de su hija, pero sobre todo de mi mismo. La chica me había gustado y yo era muy enamoradizo. Y me propuse olvidar a Yolanda y nunca más caer en algo semejante. Artur estaba aún más irritado, para él el sexo era casi nada, una entelequia; para mí lo mismo, pero en clave aristotélica. Artur ligaba por deporte y porque le divertía, yo porque me gustaba la persona, la trataba como tal y fácilmente podía enamorarme.
Con la hija de Yolanda, que seguramente tenía dieciséis recién cumplidos y de la que no recuerdo el nombre, en una noche había aprendido más que con todas las chicas que me había acostado, con o sin sexo. Esta chica me había enseñado a hacer el amor, que es muy distinto que solo el sexo. Días más tarde, con el recuerdo de su voz, de su mirada, pensé que hablarme de aquel modo podría haber sido una añagaza para saber si era uno de ellos. En cualquier caso el mal ya estaba hecho, le había dejado entrever que sí, y con el tiempo conseguí olvidarla.

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