sábado, 2 de enero de 2021

El Camino Infinito 12ª parte

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Artur volvió a su casa del Ampurdà, pero antes de marchar estuvimos alternando con un grupo de amigos que habíamos conocido a través de Sebas. Tiempo atrás, nuestro amigo nos los había presentado. Era gente tan interesante como aparentemente falsa, amistades que lo olvidaron en su enfermedad, más por haberla escondido con celo que por la indiferencia de ellos. El sobrino del gobernador civil, de hecho su heredero ya que este no tenía hijos, su primo, el hijo del jefe de la policía y algunos más; personajes de edad superior a la nuestra, de veinticinco o más en su mayoría. Nunca supimos como Sebas había podido alternar con gente así, pero sorprendentemente terminamos sintiéndonos cómodos con ella.

Sus charlas eran amenas y cultas, muy respetuosas y abiertas. Un día les dio por organizar timbas privadas de póquer, yo participaba solo de mirón, porque, por poco dinero que para ellos se jugara, para mi era mucho y tampoco me gustaba. Vigilaba las cartas, calculaba y en poco tiempo descubrí que todo seguía un patrón, solo era necesario saber cuál. Pronto empezaron a incitarme, sabían que nunca jugaría grandes cantidades, o como máximo lo que podía gastar durante una noche cualquiera. Un día entré en una de ellas, habían prometido un tope de dinero y lo acepté. Al final de la noche había ganado casi tanto como el que más y empezaron a tomarme en serio. Descubrí mi capacidad de concentración, la misma tuviera buen o mal juego, con la misma seriedad o sonrisa. Conseguí seguir siendo el mismo jugara o no, un tipo extrovertido que, ganara o perdiera, tuviera buenas o malas cartas, hablaba del mismo modo y con la misma alegría o preocupación. De mi mirada y gestos nadie podía predecir las cartas que guardaba, de mi rictus aún menos puesto que no lo tenía, y de mi gesticulación era imposible por ser la misma de siempre. Y es que, una vez más, me estaba divirtiendo. Ganaba casi siempre, de manera que nunca afectaba mi bolsillo, que no dejaba de ser el de mi familia; y tampoco demasiado dinero, como máximo dos o tres veces lo que hubiese costado mi cena en la pizzería de la esquina. Y Artur se reía tranquilo, su amigo, el más frágil y joven, y al que se sentía obligado a proteger, ganaba y era respetado por aquella gente tan curiosa como simpática. Supongo que mi forma de ser, la curiosa vida que llevaba y las historias, siempre incompletas, que contaba, me convirtieron en el amigo peculiar y extraño. Me trataban como un hippie exótico, un tipo que había escapado de su casa y vivía plácidamente en soledad.

Un día me llamó Patty para contarme que se había comprado un SEAT 133 para ir al norte, que estaría un tiempo fuera y quería despedirse. Le pregunté qué ciudad tendría la suerte de disfrutar de su presencia y me respondió con un nombre que, aun siendo muy extraño, entendí que nada tenía que ver con Euskadi.

-¿Y dónde está eso?- Le pregunté extrañado.

-En Noruega, Popol; es la ciudad más septentrional de Europa.

Supongo que mi silencio debió denotar extrañeza, porque acto seguido me dijo:

-Quiero ver la aurora boreal y he buscado un trabajo por allí.

Cuando llegué a su casa, me encontré inmerso en una fiesta tan pija y deslumbrante como ella. Artur también estaba y, como yo, aún le daba vueltas al asunto. Un 133 para ir al norte de Noruega, allí donde todo es hielo y en invierno solo llegan hidroaviones con patines y a tientas, porque siempre es de noche, para nosotros era un disparate. Ninguno de los dos podíamos entenderlo, ni siquiera él hubiese sido capaz de tal cosa.

Una vez que Artur marchó, seguí viéndome con la camarilla, que es como llamaba a sus amigos, saliendo de vez en cuando y participando de sus fiestas; algunas de ellas, espléndidas orgías con mucha droga, buen alcohol y poco sexo. Que, por mucho que se diga, los dos primeros están contraindicados para lo segundo. Yo seguía disponiendo de mis mundos, tan dispares como inconciliables: el de mi familia, donde me sentía mejor y más querido; el de mis viejos amigos de la infancia, Jep, Joan, Toni; el de Artur y Patty; el de la camarilla, de hijos del régimen con sus novias; y el grupo de Alba. Todos aparentemente apolíticos, excepto cuando se hablaba de ello.

A los de la camarilla nunca les conté con quién vivía. A mis compañeros tampoco les hubiera gustado recibir visitas de gente de este tipo, sabían quiénes eran, pero nunca mostraron curiosidad por conocerlos directamente. Para mí, su relación representaba un divertimento, algo que rompía con todo.

Mi inicial timidez les excitó la curiosidad y se lo tomaron a pecho, buscaron el modo de atraerme y compañía femenina, que me distrajera y divirtiera, creían que era virgen o poco me faltaba. Se burlaban de todos y de todo, en especial cuando, con el Porche de uno y el Mercedes de otro, hacíamos incursiones al pie de Montjuic, por las casas baratas, para cosechar droga a bajo precio, tanto que algunas veces ni la pagaban. Y es que sus progenitores y amigos infundían miedo, que no respeto. Igual que el grupo de Alba, con el que solo mantenía el contacto durante algunos días laborales, para intercambiar ideas, material y dinero. Con ella y sus amigos la política estaba de más y las conversaciones derivaban hacia temas de profunda espiritualidad y filosofía, y solo cuando estaban enteros y sin exceso de droga en el cuerpo. Gracias a ellos aprendí lo que era el LSD y la heroína. Con la camarilla, la cocaína; con Artur y Jordi, el hachis y la marihuana. Y no diré que no probara de todo. Uno no puede opinar de algo sin saber lo que es, aunque solo sea para descartar.

Y Anna, el personaje más comprometido con la libertad y la justicia, pero con quien era imposible mantener una larga conversación sobre el tema. De Anna, impermeable y hermética, intuía lo que pensaba y compartía sus ideas, mas sin la seguridad que brinda la conversación directa. Mi amiga estudiaba sin cesar y trabajaba para grupos de apoyo a gente necesitada, enfermos terminales, menores y ancianos abandonados, además de mujeres maltratadas, que entonces nadie las tenía en cuenta. Y curiosamente sus amistades abarcaban un espectro muy amplio, casi tanto como el mío; no obstante, al contarle mis correrías con la camarilla, se mostraba disgustada y hasta violenta.

 

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