jueves, 3 de diciembre de 2020

El Camino Infinito, 7ª parte

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Foto de firadesantallucia.cat.

 

Alba me había introducido en un mundo de ensueño, amor y paz. Parecía que el tiempo se hubiera detenido. Volvíamos a hablar de filosofía, de la vida y de la muerte, de libertad. Pero también de arte y de amor, nunca del hambre, que estaba presente en la delgadez, los ojos y la debilidad de sus compañeros. Éramos los más jóvenes y los que nos sentíamos más unidos y con más coraje para avanzar por aquel camino. Fue entonces cuando ideé una empresa autogestionada, que nos sirviera para mantener el grupo y ahuyentar la penuria.

Sentados en las escalinatas de la Plaza del Rei o en los poyetes de la de Sant Felip Neri, mirando la gente pasar, hablando, relacionándonos con multitud de personajes. En Sant Felip todavía pueden verse los boquetes en la piedra, producidos por la metralla de una bomba franquista, que mató a cuarenta y dos niños de la escuela. La gente dice que son producto de los fusilamientos de curas y hoy, mientras escribo esta historia, me sorprendo por cómo la historia se puede manipular.

¿Cómo es posible que la gente sienta tan poco apego a la verdad, para que la historia se confunda a gusto de quien sea?

Mis nuevos amigos producían artesanía, basta y pobre, pero original; y pintaban, cosían, fotografiaban. Y con sus creaciones montábamos pequeños tenderetes en los mercados. Y las fotos y los dibujos se convirtieron en bellos pósteres, el barro quebradizo se llevó a un horno y a los brazaletes de latón y cobre les reseguimos los cantos y se pulieron con cepillos mecánicos.

Recuerdo subir las angostas y vetustas escaleras del edificio. La puerta siempre abierta, ni siquiera tenía cerrojo. El lavabo era la cocina, y la ducha un plato adosado a ella y separado por una cortina, con una manguera colgando de un alambre. Y pan, solo pan excepto el día que había dinero, solo entonces se compraba comida. Y droga, mucha droga, que nunca quise saber de donde procedía. Y tuve que aprender a esquivar a la policía sin haber trasegado ni tomado un ápice de ella. La policía sabía que existía y que algunos de los nuestros traficaban. Más de una vez habían detenido a alguno, pero nunca se la encontraban, ni siquiera la de su propio consumo. Los veía disfrazados con el mismo pantalón tejano, gastado con urgencia, y la misma camisa. Iban de dos en dos, medían lo mismo y parecían uniformados, y de tan patéticos daban risa. Más adelante utilizaron policía secreta o lo que para nosotros lo era. Y esos eran más peligrosos por entrenados. Amas de casa con la cesta de la compra; hombres con maletín de trabajo y cara de urgencia, sin pararse a mirarnos siquiera; jóvenes estudiantes sentados en el bar que frecuentábamos, simulando estudiar, tomar notas. Y descubrí por qué nunca conseguían detener a nadie. Uno de los nuestros era hijo de un inspector, curiosamente uno de los que traficaban, y sabía de antemano cuando vendrían a registrarnos. Increíble por lo infantil y sencillo que resultaba, tanto que sospeché que el negocio era compartido y la droga salía de los decomisos. En el piso, uno de ellos, ya que el grupo vivía en dos, parecía que el sexo corriera como droga. Para ellos era el amor libre, muy alejado en realidad del significado que yo le daba, aunque el resultado físico fuera el mismo. En mi caso, no hacerlo con la que más deseaba. Pero tampoco era así, la droga lo mataba y de noche convertía a los hombres y las mujeres en sombras de lo que habían sido.

Mi amiga no se sentía ligada sentimentalmente a ninguno de ellos. Solo con uno compartía a menudo su cama, lo que me hizo imaginar que se atraían; aunque después, en una tarde que pasamos juntos hablando de mil cosas, confesó que no sentía nada, ni placer ni amor, y que nunca habían conseguido hacer sexo.

Era invierno y por Navidad montamos nuestra primera parada de belenes. Para mí era fantástico, el ambiente, la aglomeración de gente, el olor. La pared de la Catedral a nuestra espalda, con toda su historia. Me gustaba salir de la parada y pasear, a poder ser de noche, dar vueltas, entrar en el patio de las ocas. De día estudiaba las paredes en busca de antiguas y pequeñas inscripciones. El encanto del momento, las figuras de belén, los comerciantes, casi todos artesanos, agradables y simpáticos, que nos contaban aventuras de cuando tenían nuestra edad. Y las tabernas y bares, en los que se contaban viejas historias. Y también lo más sórdido, niños de diez u once años corriendo por las calles vestidos con harapos. Venían a mendigar hachís, marihuana, heroína, daba lo mismo. Y alguno de nuestros amigos se la entregaba. Se escondían tras una columna, la pared de una parada, y al cabo de nada volvían con la misma cantinela.

Aquel año hubo grandes disturbios, manifestaciones de repulsa al régimen y otras de apoyo. Y las mirábamos como si de marcianos se tratase. Nos reíamos de ellas, de los que corrían calle arriba y de los que lo hacían calle abajo, hasta que en un momento las dos coincidieron frente nuestro. Una, no recuerdo cuál, bajaba por el Portal del Ángel, y la otra subía por la Vía Layetana. Al principio pensamos que iban a matarse. Nos daba lo mismo. Nuestros vecinos, previendo lo que acontecería, habían cerrado algo más pronto. Nosotros nos quedamos sentados en la gran escalinata y empezamos a aplaudir y reírnos de la gente que, a buen seguro, parecía que iba a enfrentarse. Por entonces, la policía no andaba preparada y menos con dos manifestaciones. La gente se había entremezclado y se notaba que había perdido el hilo. Y no supimos si por nuestra influencia, por el ridículo de ver unos hippies sentados en la escalinata de la Catedral, animando y riéndose a carcajadas, o por no haber policía, se disolvió como si nada. Poco después tomé el autobús que me llevaría a casa, y allí estaban los dos bandos. Ni se miraban.

Ahora la gente vota, unos a la derecha reaccionaria y los otros al resto. De tener la misma edad y vivir como entonces, probablemente me reiría frente los colegios electorales, con amigos parecidos.

La vida en comuna siguió su curso, los tenderetes, mal que bien, servían para comprar algunos alimentos y bebidas, aunque nunca los suficientes. Pasamos por momentos difíciles, en especial yo, que me tomaba las cosas lo más seriamente posible. Mi vida, entre los amigos de Alba, la amistad de Anna y de Artur, la relación con Yolanda y la casa de mis padres, tan dispar todo ello, se hacía imposible. Los enfrentamientos con mi familia eran cada vez más constantes y fuertes, pero también con Alba y su degradación; no obstante, gracias a ella y a sus amigos conocí gente interesante, que terminó aportando riqueza y valor.

A veces organizábamos fiestas, que más parecían aquelarres que otra cosa. Incluso habíamos encendido hogueras en el centro de una sala para conseguir un nirvana que nunca llegaba, por lo menos a mí, con el consiguiente riesgo para los vecinos en una casa tan vieja y con vigas de madera. En una de las fiestas, la última y definitiva para mí, una alemana invitada pretendió acostarse conmigo. Estaba claro que el hachís y el encuentro del nirvana no eran su objetivo. Me negué, no me gustaba ni me apetecía en aquel momento, y menos con mi angelical amiga al lado. Sufrió un ataque de nervios y rompió una silla en mi espalda, desvencijada como la casa por suerte para mí. El resto de los amigos me acusó de represor, según ellos mi obligación era ceder al deseo de la chica. Nadie dio importancia al mío, aunque todos lo conocieran. Me levanté y ya no volví a participar de ninguna fiesta parecida. Era mil veces más sano el cinismo de Yolanda y su, según ellos, podredumbre burguesa. Al menos no engañaba.

 

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2 comentarios:

  1. Me gusta ese nombre, siempre me ha gustado. Después de Elvira... Claro.

    Salud

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    1. Alba también me gusta, igual que Artur, sin embargo, los dos son ficticios. Alba en realidad es Ángela. No recuerdo el nombre real de Yolanda. Solo un par de nombres de mi historia coinciden con la realidad, uno es Anna y el otro Xavi. El de ella por hacerle el honor, el de él por casualidad.

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