lunes, 28 de noviembre de 2011

LÁGRIMAS

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Ayer cenamos con Mila, recién llegada de Cuba después de su última travesía atlántica con Richard.
-No creo que aguante más de este invierno. Intentaré pasar las navidades lo mejor posible, pero no creo que podamos salvarlo.
Me lo dice con los ojos húmedos. Sinceramente, nunca he visto llorar a Mila, solo una vez a Anna al recordar su impotencia con la niña muerta en Cachemira, y la humedad en los ojos de Mónica, cuando equivocadamente pensó que debía escoger entre Jep y yo. En realidad es como si nunca hubieran llorado. Amara es distinta, sus emociones afloran con más facilidad y, aunque pocas veces, suele hacerlo con lágrimas, aunque nunca la he visto hacerlo ante la muerte.
Amara siempre dice que yo no sé llorar. Como algunas veces he explicado, parece como si mis ojos se hubieran secado hace mucho, tanto que hoy no recuerdo; sin embargo, lloro más que Mila, Mónica y Anna, y más ahora, que mis ojos parecen haber recuperado las lágrimas.
A veces pienso en lo extrañas que son mis amigas, las que fueron y aún considero como compañeras.
Después de cenar llevamos a Amara a casa y nos fuimos a tomar unas copas. He vuelto esta mañana, roto y sin resuello. Amara no ha preguntado qué habíamos hecho, nunca lo hace, pero sí cómo la he dejado.
-Aún no sé cómo, he despertado en su cama y a su lado. Solo recuerdo que nos reíamos de todo y ella terminó borracha como una cuba.
La primera vez que veo humedad en sus ojos y también que se emborracha. Ella jura que ha sido su primera vez y no tengo por qué desconfiar de su palabra.
Al mediodía la he llamado.
-Eres un cabrón. Estoy en la UCI y aún no sé qué me ha pasado.
La conozco, sé que ha tomado una determinación y que eso de las navidades solo es para convencerse. Su matrimonio o como quiera que se llame no pasará de Febrero.
-Este verano podrías pasar un tiempo conmigo –me dijo antes de caer embriagada.
-Más de quince días no podré, no quiero dejar a Amara mucho tiempo sola –respondí.
-Que venga también.
Pero sabe que más de un mes es imposible, su enfermedad y los aparatos que lleva no lo permiten. Mila, tan independiente y autónoma como Anna, me pide que no la abandone, igual cómo hace tantos años, casi cuarenta, cuando vivíamos juntos en la comuna.
¿Qué me dijo entonces, circulando al alba por la collada de Toses? Exactamente no lo recuerdo. Creo que algo parecido a: no sé que haría sin ti, algo sorprendente viniendo de una mujer como ella.
Nunca he hecho el sexo con mi amiga hermana, y ayer, que pasó por mi cabeza hacerlo, habría terminado en desastre por lo muy borrachos que estábamos. Hacer el amor es otra cosa, eso lo hacemos constantemente y con solo mirarnos.
 

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martes, 22 de noviembre de 2011

EL TREN

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Siento una sacudida y no sé la razón, es como si nuestro vagón, el de cabeza, hubiese pasado por encima de un madero. Silvia, mi compañera de asiento y buena amiga, se levanta, es su parada. Lo primero que pienso es que el tren se ha averiado, pero uno de los pasajeros cercanos a la puerta dice que alguien se ha tirado a la vía.
Más de la mitad del pasaje sale al andén e intenta acercarse a la cola para mirar. Prefiero esperar sentado, abro el libro y sigo leyendo la historia de Lituma, el cabo protagonista de la apasionante novela de Vargas Llosa, tan exacta como lejana a la realidad. Vargas Llosa se deja llevar por su ideología y por sus prejuicios, escribe endiabladamente bien, sin fisuras y con la enciclopedia en la mano, no como yo, que solo uso la memoria.
Hay gente para todo, pienso mientras sigo leyendo sentado. Por lo visto es cierto, alguien, hombre o mujer, se ha lanzado al paso del tren; el conductor, un tipo ya granado y que habrá visto de todo, ha tardado en salir de su cubículo y lo hace demacrado. Ahora ya son pocos los que quedan en el vagón, la mayoría ha salido, pero no para mirar sino para enterarse cómo llegar a su destino. Al fin, por los altavoces de la estación se anuncia que la línea está sin servicio y se nos pide que desalojemos el tren. Se tardará horas en abrir la línea en su totalidad, hasta que llegue el juez, el forense y lo que tarde el servicio de limpieza en retirar lo que quede. Salgo y miro hacia la cola, son pocos los mirones que se agolpan en la entrada del túnel, tal vez porque la mayoría ya ha satisfecho su morbosa curiosidad.
Vuelvo a pensar que hay gente para todo. El que no se cansa de ver sangre, el que con una vez tiene bastante, el que prefiere evitar su visión… yo me encuentro entre esos últimos. Nunca es agradable ver a un tipo espachurrado.
Lo primero que he sentido al enterarme de lo que había pasado es el golpeteo del tren, su sacudida, y me ha parecido horrible, como si fuera yo el que había pasado por encima.
Hay gente para todo... Muchos de los que corrieron para mirar, tardarán en olvidar y lo pasarán mal, sin embargo, yo lo haré pronto, incluso esta misma noche. Llamo a Amara para explicarle que ya me han hecho los análisis y de paso explicarle lo sucedido.
-¡Qué horror! -Me dice, cuando ella ha visto y vivido mucho de lo mismo, accidentes e intentos de suicidio, intentos porque los exitosos nunca llegaban a sus manos.
-Si, pero tú habrías sido de las primeras en mirar –le digo
-Claro, para asegurarme que esté muerto. No sería la primera vez que pasa y que lo salvan cortando la hemorragia de las piernas amputadas.
Y me pregunto el por qué tanto interés en salvar a un tipo que ha querido suicidase, encima con las piernas amputadas.
No, yo no puedo, no lo aguantaría, y, sin embargo, tuve que hacerlo y no con un desconocido o con alguien que quiso quitarse la vida. Una maestra despanzurrada, que momentos antes había estado desayunando conmigo, y unos niños destrozados o atravesados por trozos de vigas o grandes astillas, rotos como las muñecas de mi hermana después de caer en mis manos. El horror que al poco olvidé o en nada superé.

Días atrás Amara me preguntó si yo era capaz de matar. La miré sorprendido, solo en mi segundo libro sale la historia y todavía no la he escrito; Amara no la conoce, nadie excepto Artur, Mila y Lourdes, la Lidia de mi novela, y los pocos que la leyeron en este blog sin terminar de creerla.
El viaje al Perú me lo he saltado, no sé cómo enfrentarlo y no precisamente por lo sucedido en la barcaza, que es lo más nítido y sencillo, lo menos complicado de escribir.
Mi viaje al Perú no tuvo sentido, ni siquiera como remedio a la enfermedad que había consumido mi espíritu. No sé cómo contarlo porque no me gusta ni me siento cómodo. Debería haber vuelto el mismo día de mi llegada, porque desde ese momento hasta el último día, justo antes de embarcar de nuevo, fue desagradable. El paisaje, la gente, el ambiente… El altiplano, la selva, el río, el barquero, los senderistas, fueron lo de menos. En Perú la vida carece de valor, quizá porque allí, excepto los blanquitos ricos, la gente es pobre de solemnidad, muy desgraciada y vive pocos años.
Después de matar al barquero me derrumbé, caí al suelo y durante un buen rato no paré de temblar y llorar, incluso mis labios, mi cara y mis piernas temblaban. Lourdes creyó que era por lo que había hecho e intentó consolarme, pero no fue eso sino la tensión y el estrés; solo mucho después empecé a sentir el dolor. Desde un primer momento supe que era él o nosotros, no había más, y actué en consonancia y con frialdad, la misma que utilizamos durante la revuelta. La muerte de aquel asesino fue, tan solo, el resultado de una partida de ajedrez, cuyas piezas eran Lourdes, el colombiano y su compañera, yo, él, su india, su fusil, su revólver, la escasa munición y su precio, su rabia, su machete, su seguridad, mi capacidad de simulación y mi cuchillo; la cubierta y el río eran el tablero, nada más. Con estas piezas planteé el juego, el hizo lo mismo y también calculó los movimientos, pero no supo contar mis piezas o quizá su rabia no le dejó ver las ocultas.

Escribo a la vuelta, hace rato que el tren ha pasado por España, donde esta mañana el suicida se ha tirado a las vías. Ya no recordaba que esta historia la había empezado por él.
Da lo mismo, ese hombre ya no existe, tal como dentro de veinte o treinta años, en caso que se cumplan las estadísticas, me pasará a mí. La historia, la suya y la mía, quedará en el olvido y se convertirá en nada, igual que la del resto de la humanidad, simples iones de energía perecedera en la futura implosión interestelar, cuando todos los astros de este universo converjan y se conviertan en un punto de incalculable densidad.

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lunes, 21 de noviembre de 2011

...EL BLUES DE AMARA...

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La amistad con los dos médicos no frenó su afán de divertirse en solitario o disfrutar de nuevas aventuras, que ellas nombraban salir de caza. A Jep y a mí nos divertía esa expresión, tan sincera como precisa. Yo, con solo ver la excitación en su mirada y la ropa con que salía de casa, tan sensual como sencilla y aparentemente discreta por cierto, ya sabía cuál era el plan de la noche y se lo preguntaba directamente y con descaro.
-De caza supongo.
-¿Tanto se nota? -Me preguntaba divertida.
Eso los hombres solemos notarlo, otra cosa es que se reconozca. Ocurre que los más andan fuera de onda, el alcohol les engaña o la timidez les impide plantar cara. El hombre siempre está dispuesto y su hambre es compulsiva como la de un perro, en cambio, en eso la mujer es más cuidadosa y se parece más a un gato, que solo come cuando su estómago lo demanda.
El hombre con facilidad cae en la trampa de la mujer que se divierte atrayéndolo con su extremo descaro y que aparenta más apetito del que tiene. Por eso la auténtica cazadora es discreta y evita mostrarse en demasía, para poder escoger su presa sin que nada le estorbe. Nuestras compañeras eran buenas en eso y sabían que debían huir de los tipos que se dejan engatusar con facilidad, o de los que se sienten atraídos por el fácil espectáculo.
Mónica y Amara nunca mostraban animadversión, como hace la mayoría de las mujeres, hacia las que enredan o atraen al hombre mostrando su sexualidad con exuberancia. En todo caso las aceptaban como un útil complemento para facilitar una buena caza. Y cuando salíamos con ellas y nos embobábamos con alguna de esas mujeres, no tenían reparo en mofarse de nosotros.
-Estas tías solo sirven para discriminar a los estúpidos con poco fondo –nos decían con la sonrisa de una que sabe que te ha torpedeado los bajos.
Y nosotros les seguíamos el juego. Teníamos lo que queríamos y podíamos permitirnos lo que nos diera la gana, incluso hacer unas risas con alguna calienta braguetas.
Pocas veces entrábamos en una discoteca y, de hacerlo, solían ser las más refinadas, todo lo contrario de lo que a mi me gustaba. A Mónica le importaba poco, pero los demás aborrecían esos locales y solo soportaban los pocos donde podían sentarse y hablar con comodidad. Una noche que llovía y se nos había estropeado el plan, entramos en una de la calle Muntaner. Tenía fama de tranquila y poco concurrida. Estaba llena de gente, hombres en su mayoría, y en un extremo de la pista bailaban unas gogos medio desnudas. Pocos grupos de jóvenes, en su mayoría bien vestidos, y repartidos por las butacas; en la barra, algunas chicas con buen cuerpo y bien maquilladas, rodeadas de tipos mayores que nosotros. Al principio me sorprendió, no estaba acostumbrado a este tipo de locales. Amara y Mónica se miraron con complicidad, por lo visto lo conocían, supuse que, por la zona y por sus dos amigos médicos. Estaba claro que las chicas sentadas en la barra eran prostitutas caras, aparte de algunas de las que bailaban. Los grupos de jóvenes, aunque bien acompañados en su mayoría, debían visitar el lugar para divertirse con la vista, mientras que el resto, de nuestra edad como mínimo, buscaba un imposible o estaba dispuesto a que le vaciaran la cartera. Sin saberlo habíamos entrado en una local de alterne.
Jep y yo nos recreábamos con las gogos y el erotismo de su sensual baile, comentando lo buenas que estaban y el favor que estábamos dispuestos a darles, mientras nuestras compañeras se reían por nuestro embobamiento y nuestra simpleza.
-Creo que a esas ni pagando. Me parece que sus novios las esperan en la barra –nos dijo Mónica.
Las gogos pararon de bailar, supusimos que para hacer un descanso o por haber terminado su sesión.
Mónica y Amara se hablaron en voz baja, mientras Vicki y Anna se retorcían de risa. Nosotros, que no sabíamos de qué iba, las observamos con prudencia. De pronto Amara se levantó y se acercó a la barra, habló con uno de los camareros, luego con otro y volvió; dijo algo a Mónica y a Anna y se las llevó tras la barra. Nosotros, sorprendidos, preguntamos a Vicki qué se traían de cabeza. Ella ya no se reía, parecía expectante y algo preocupada.
-Viniendo de esas dos, seguro que algo gordo.
Un cuarto de hora más tarde volvió Anna con una sonrisa y se sentó junto a Vicki. Al poco vimos salir a las otras dos, no parecían las mismas, llevaban menos ropa y parecían algo más maquilladas, subieron a los pequeños y altos cilindros que servían de peana y se pusieron a bailar. La minifalda de Mónica, ya muy corta, parecía haberse encogido; mientras que Amara había doblado al máximo el bajo de sus shorts.
Anna, Joan, Biel y yo nos partíamos de risa, pero sin dejar de admirar su baile, tan o más sensual y erótico que el de las anteriores gogos. Poco a poco, entre una canción y otra y de espaldas a nosotros, empezaron a desnudarse. Parecían profesionales y lo hacían al unísono. Jep y Joan se removían inquietos en sus butacas y yo, por lo que más tarde me contaron, no podía cerrar la boca. Por la posición de sus brazos imaginé que los utilizaban para cubrir sus pechos. Los tipos de la barra, petrificados en sus taburetes parecían no creer lo que estaban viendo.
No era su primera vez. En nuestras fiestas de vez en cuando una de ellas nos regalaba con un espectáculo; pero así, casi al unísono y en el centro de una discoteca, era tan inesperado como impensable. Cada una bailaba a su manera, pero algunos gestos los hacían coordinadamente; como en el momento, que levantaron los brazos simulando recogerse el pelo tras la nuca. Una exclamación recorrió toda la sala. Se dieron la vuelta. Yo, ya repuesto de la primera sorpresa, sentí una gran excitación, parecía ser uno más. Miré a Jep y no pude más que reírme, se había cubierto la cara en un vano intento de no seguir mirando. Llevaban la cremallera bajada y contoneaban sus caderas, otra vez cubriendo sus pechos con los brazos, de manera que tanto la minifalda como los shorts, imparables, no paraban de deslizarse hacia el suelo. Mónica, con el cabello por encima de la cara, la boca entreabierta y una mirada que derretía un iceberg, con una mano empezó a acariciarse el vientre; parecía seguir una vertiginosa danza. Su falda ya solo le cubría el pubis y estaba al borde de caer, se la había arremangado en pleno éxtasis, de manera que parecía un ancho cinturón. Amara bailaba con las manos aguantando los shorts por la parte de atrás, ya que solo le cubrían parte del pubis, irguiendo sus pechos y mostrando su cuerpo con tanta naturalidad como erotismo.
Me volví hacia Jep.
-Creo que no llevan bragas.
Era lo más probable, dada la cantidad de carne a la vista. El pobre, que no se atrevía a mirar siquiera a través de los dedos, empezó a menear la cabeza.
A Jep, hombre público ya entonces, le preocupaba la imagen; según él no podía permitirse habladurías y había adiestrado a Mónica al respecto. No le importaba con quién estuviera o lo que hiciera, siempre y cuando fuese en la intimidad y con gente de confianza; pero el alcohol, la excitación y el ambiente, desbaratan las voluntades y hacen que la persona olvide sus promesas; aunque yo dudaba que algo de eso tuviera que ver en el asunto o que Mónica prometiera algo que afectara su libertad.
Súbitamente la música cambió, probablemente de manera pactada, y las dos chicas se arreglaron, bajaron de los pequeños escenarios y se refugiaron tras la barra. Debieron pensar que lo más prudente era esperar que se enfriara el ambiente y recuperar su imagen antes de cruzar el local. Al volver nos miraron con burla.
-¿Qué os ha parecido? ¿Nos merecemos un buen polvo o no? Incontables según los tíos que nos rodeaban, y ni os cuento la de dinero que estaban dispuestos a soltar por solo uno.
Habían pasado cuatro años de cuando la conocí. La transformación había sido tan radical que cualquiera de sus antiguos amigos no la reconocería; y pensé en sus compañeros de trabajo, que necesariamente habían vivido su cambio. Amara, como cualquiera de nosotros, compartía más tiempo, ideas e inquietudes con la gente de su entorno inmediato, que con su familia y sus amigos. Pero en su caso todavía era más profundo, la vida hospitalaria afecta más intensamente y sus dos amigos médicos eran un buen ejemplo. Yo no podía abstraerme de un cambio, que por mucho que lo hubiera vivido y promocionado, era tan brutal que hasta a mí se hacía extraño. Amara corría más que mi mente en todos los sentidos y la sensación de ir a su remolque, aparte de no molestarme, era tan evidente que me acostumbré a la situación. Quizá fuera entonces cuando descubrí que yo solo había sido una herramienta y en aquel momento ya ni eso. La complicidad de Amara con mis amigos era absoluta. En realidad habían sido Anna, Mónica y Mila quienes la habían despertado y la vida hospitalaria moldeado.
Recuerdo una noche en particular. Amara discutía con Jep y con Joan sobre algo que escapaba a la mayoría. Habíamos jugado una partida de cartas y, después, en cambio de bailar o divertirnos, nos habíamos puesto a hablar de las diferencias entre las distintas sociedades. Echados sobre los colchones y en los dos grandes sofás, había pedido unos minutos de silencio para explicar los entresijos de la mente humana, desde la disciplina psicológica, hasta la biológica pasando por la médica. Nadie de los presentes, prepotentes con su cultura y con la creencia de poseer más sabiduría, se atrevió a abrir la boca. Yo, recostado en el sofá, disfrutaba de las sensuales caricias, y los maravillosos besos de Anna, mientras escuchaba la disertación de mi compañera. Y me di cuenta que eran Anna y Mila quienes hablaban por su boca, sus mismas ideas, pero con otra manera de expresarlas, más concisa y fácil para nuestra sencilla mente.
De pronto sentí el beso en la garganta, tan característico, tan distinto a cualquiera, y sus dedos recorriendo mi nuca y mi cuero cabelludo. Me estremecí. Amara seguía hablando, ya no reclamaba minutos y silencio, no hacía falta, mientras Anna recorría mi cuerpo con sus manos, con su inconfundible tacto y suavidad, su repentino y cálido abrazo. Casi las mismas caricias, el mismo fuego, la misma manera de besar, casi. La miré entre divertido y emocionado, hasta en eso se notaba su influencia. Si cerraba los ojos y hacía un esfuerzo, en mi mente podía imaginar la gestualidad, la sensualidad y la manera de poseer y deshacer al macho de mi compañera. La diferencia solo se limitaba en su belleza, su atractivo y su apabullante desbordamiento sexual, que arrasaba hasta el punto de hacer olvidar a su maestra. Sonreí… ahora la recordaba en sus ligeros gestos, que servían para brindar su cuerpo al goce del macho, sin condiciones ni reservas; y la manera de mostrarlo, cubriéndolo con simulada timidez o marcando su poderosa sexualidad con sutil picardía.
Gracias, me habría gustado decir en aquel momento, gracias por todo lo que has hecho
¿De qué? Me habría preguntado sorprendida. Y yo habría callado por prudencia.
Para Amara la psicología era una pasión y la biología su hobby. Escuchando a Mila sus disertaciones y siguiendo sus investigaciones, había aprendido biología; y leyendo los artículos de Anna y siguiéndola en sus conferencias, había perfeccionado sus estudios de psicología. Amara en ningún momento puso la ideología como excusa, sabía que esa depende de la víscera y no admite reflexión; sin embargo, utilizó la mejor arma que disponía y a la que sus dos amigos, científicos y cultos, nunca se opondrían. El más joven del grupo y al que todos amparaban, les había desmontado el entramado ideológico con la incuestionable ciencia, igual que Darwin hizo con el creacionismo.
Se volvió con una sonrisa, la misma que conquistaba voluntades y destruía fronteras.
-Ahora, aclarado que la genética y las costumbres nada tienen que ver con las diferencias socioeconómicas, si queréis seguir con el tema nadie mejor que esos dos –dijo señalándonos, con la certeza que en eso les dábamos un baño.
Me encogí de hombros, mientras que Anna siguió acariciándome como si la cosa no fuera con ella. Ninguno de los dos estábamos dispuestos a discutir sobre un tema que saltaba a la vista. No era cosa nuestra que los demás no quisieran utilizar el cerebro, y tampoco teníamos interés en escuchar sus peregrinas ideas.
págs. 58, 59 y 60

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lunes, 14 de noviembre de 2011

DE CONFIANZA

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La gran farsa
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Y por si quedaba una duda.
Lo más divertido es que encima lo aplauden y le pagan un sueldazo.
Hay que ser estúpido...


Hace meses, sería por abril, Amara me comentó que había descubierto mi secreto.
¿Mi secreto? Me reí con ganas. De secretos tengo pocos y ninguno que ella no sepa.
-He descubierto tus blogs –me dijo satisfecha.
La miré perplejo. Mis blogs son públicos y entro a través de mis marcadores, mi sesión no está encriptada y conoce las claves de mis correos. Nada es exclusivamente mío, si quisiera podría, incluso, apropiarse de mi identidad. Más de una vez le había dicho que podía entrar libremente y leerlos, y supuse que los evitaba por respeto.
-¿Cómo has entrado? –Le pregunté.
Respondió que a través de hippieperdido y del blog de mi amiga Desordenada, que un día se lo brindé para que me explicara su enfermedad.
Maravilloso… Hippieperdido lo conoce mi hijo, mi nuera, mi hija… incluso su hermana y mi cuñado entran a él.
Me encogí de hombros, ¿qué más podía hacer? La noté tensa, como si se sintiera culpable de haber violado mi intimidad. Un mes antes había abierto su primera cuenta de correo y, para evitar su incomodidad, a través de ella le envié los enlaces de mis blogs favoritos, los que a mi modo de ver podían enriquecer su sed de lectura: Tautina, Gatopardo, Bimoya… y algunos otros a los que conoce personalmente; también le envié el enlace de Punset, de Menéame... Fue inútil, pues al ver que no me disgustaba siguió utilizando mi blog.
-¿Puedo comentar? –Me preguntó.
-Claro, pero a título personal –respondí.
No supo hacerlo. En mayo y durante mi ausencia hizo un par de comentarios y, al entrar a través de mi sesión, mis datos quedaron reflejados automáticamente. No sé a quién y al volver tampoco se lo pregunté ni los busqué, prefiero pasar página. Después de todo, durante aquellos días también utilizó mis cuentas de correo y mi teléfono por encargo personal.
Hoy, aunque siga algunos de mis blogs amigos, ya no comenta; tras el susto y mi correspondiente disgusto solo los lee.


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sábado, 12 de noviembre de 2011

...EL BLUES DE AMARA... (Una historia de amistad)

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"Mi compañero de aula". Una canción iraní, estudiantil y revolucionaria.
Al contrario que la nuestra, hay sociedades que merecen la democracia sin tenerla.


Por entonces, Amara y Mónica habían hecho amistad con dos médicos, amigos y compañeros de la primera. Muy extraño para el caso, pues tanto una como otra evitaban mezclar la diversión con el trabajo. Empezó de la manera más natural, con el constante roce y la complicidad. Unos años mayores que yo, atractivos, muy cultos y ya encumbrados en su profesión; amigos y compañeros de la facultad, que habían escogido la misma especialidad. Una conversación a la salida del hospital… No sé como fue, pero sí que Mónica, que ya era conocida, esperaba charlando con el guardia de seguridad.
Por entonces Amara había conseguido el turno de día y nuestra manera de vivir había cambiado por completo. Ya no hacía falta contratar una canguro. Las mañanas que ella trabajaba, yo vestía a los niños y los llevaba a la guardería.
Nos lo contaron entre emocionadas y divertidas. Aquellos dos médicos eran un referente de profesionalidad y humanismo para la mayoría. Amara se los había encontrado en el ascensor y hablaron de teatro y de cine, en particular de la película que tenían pensado ver aquella noche. Los dos amigos, después de un día estresante, también habían quedado para salir aquella noche, pero no para ir al cine sino a cenar y charlar de sus cosas, en suma, para olvidarse durante unas horas del trabajo.
¿Cómo pasó? Amara me contó que, divertida, le explicó que para combatir el estrés lo mejor era hacer unas risas, antes que cenar con otro en su misma situación; que por muy amigo que fuera no era el mejor remedio.
-¿Dónde cenaréis? –Le preguntó él, quizá con ánimo de cambiar el curso de una noche que ya vislumbraba aburrida.
No fueron al cine, terminaron en un pub tomando cócteles hasta altas horas de la noche y riéndose de todo. Llegaron a casa, se acostaron y, como benditas, se quedaron dormidas en nuestros brazos. Por la mañana los dormitorios todavía olían a alcohol. Amara libraba y no tenía necesidad de levantarse pronto, sin embargo, Mónica debía ir al trabajo y nos costó mucho hacer que se levantase.
A partir de aquel día se hicieron habituales. A ellos les gustaba su inteligente conversación y su juventud y a ellas la gran cultura que demostraban y su atractivo. Alternaban el teatro con el cine, un día escogían ellas y otro ellos y solían coincidir bastante en sus gustos. Cuando Amara me lo explicó pensé que ellas se esforzaban y ellos simulaban, pero al conocerlos mejor descubrí la gran empatía que compartían. Era curioso ver a unos médicos tan famosos, que se codeaban con la clase más alta, con políticos e intelectuales, creadores de técnicas revolucionarias y con varios libros de obligada lectura entre sus colegas, ir al teatro y al cine con dos bellísimas jóvenes sin esconderse de nadie. Luego, una vez en el trabajo, el trato volvía a ser convencional y protocolario.
Al principio Amara temió que la relación conllevara más exigencia y tensión, aunque solo fuera para demostrar al resto, que la curiosa amistad no significaba condescendencia. Pero no fue así, quizá por la madurez y profesionalidad de los tres.
-La mejor manera de evitar las habladurías es hacer pública la relación –me dijo un día.
Y cierto, no se escondía cuando hablaba con las compañeras sobre la película o el concierto de la noche anterior.
-¿Con Mónica o con Popol? –Le preguntaban sin aparentar excesiva curiosidad.
Y ella, que ya conocía el interés que provocaba, respondía que con Mónica y dos amigos del hospital. Y aunque todos supieran quienes eran, ante la sencilla respuesta preferían callar. Luego, cuando uno de ellos pasaba visita, cabía la posibilidad que comentara una anécdota de la noche sin amagarse de nada, tal vez para dejar sentado que cualquier habladuría estaba de más.
Amara nos contó que un día, en cambio de ir directamente a cenar, tuvieron que pasar por el domicilio de uno de ellos –ella ya conocía a su mujer, que la había cuidado en su parto- y las hicieron entrar y esperar en el salón.
-Son como nosotros –nos dijeron a su vuelta –sus dos compañeras estaban preparando su cena, entramos en la cocina y charlamos como si nada.
Al final cenaron en su casa y luego salieron a tomar unas copas. Sus compañeras no, ya que no podían dejar a los niños; la perfecta excusa para no reconocer que había un acuerdo que respetar.
Jep y yo nos reímos, él por el asombro que mostraban y yo por la divertida situación y porque estaba seguro que había sido preparada de antemano. Las dos mujeres debieron tener interés en conocer más y mejor a las dos jóvenes amigas de sus maridos, solo conocidas por lo que les habían contado.
Un par de semanas más tarde, a la siguiente salida, nos llamaron para avisarnos que no vendrían a dormir. A Jep y a mí no nos extrañó, sabíamos que el cariño y la complicidad algún día empezarían a surtir efecto. Tal vez sus compañeras también lo hubieran percibido y quisieron saber a qué se enfrentaban.
-¿Y dónde pasasteis la noche, si puede saberse? –Les preguntamos al día siguiente.
-Al piso del hermano de uno de ellos. Se ha ido a vivir a Londres por trabajo y le ha dejado las llaves –respondieron.
No era lo habitual. Que recuerde, de todas las salidas solo pasaron cuatro fuera de casa; tampoco abandonaron la costumbre de ir al cine y al teatro. El sexo solo era un sano y circunstancial suplemento, en especial para ellos, que lo habían convertido en un desahogo, a mi modo de ver, demasiado peligroso para su estabilidad conyugal.
Por Semana Santa los invitó a pasar un día en el barco con sus compañeras. Esperaba que tanto Mónica como Jep pudieran venir. No pudo ser, y de ellos solo pudo presentarse uno, ya que el otro había organizado una salida lejos de la ciudad. Yo, que creía estar preparado para todo, hice lo que pude para que nadie se sintiera incómodo. La situación era sorprendente hasta para mí. Una vez en alta mar, Amara, sin arrugarse, les planteó la posibilidad de hacer nudismo.
-Nosotros solemos hacerlo y a Popol le cuesta mucho mantenerse con el bañador puesto.
Yo nunca lo hubiese hecho, la diferencia de su cuerpo con el de la compañera de su amigo, de tan evidente se hacía insultante; incluso yo, acostumbrado a su desnudez, no paré en recrearme con su espectacular belleza; sin embargo, una vez más me sorprendió el encaje de aquella singular mujer, que la observó con admiración.
-Amara es preciosa, no me extraña que los hombres pierdan la cabeza con ella –me dijo casi orgullosa.
Les gustaba navegar y no parecían marearse, y les propuse, si no tenían inconveniente, pasar dos días con nosotros a la busca de bandadas de delfines, de grandes tortugas o algún banco de atunes en mar abierto. Todavía no era la época, pero ya empezaban a dejarse ver. Les preparamos el camarote de proa y lo pasamos bien, sobre todo yo, que admiraba la inteligencia y la cultura de su amigo, y disfrutaba con su charla.
En un momento me sentí estudiado por la mujer, pero de una manera tan sutil y respetuosa que no me provocó incomodidad. Probablemente querría saber de mis sentimientos, allí, en medio del mar y a muchas millas de la costa, cuando el hombre se descubre pequeño y el marino muy fuerte con los demás.
Qué debía pensar aquella gran mujer, con la que Amara hizo una muy buena relación y a la que acompañó en la terrible enfermedad que terminó con su vida. Dos parejas tan distintas, en que la compañera de uno lo pasaba bien con el esposo de la otra, sin que nadie pudiera decir que fueran amantes. Recuerdo su inteligente y tranquila mirada. Igual que yo, no simulaba desconocimiento. Cuando su compañero y Amara hablaban de un paciente más interesante de lo normal, de cómo enfrentó la enfermedad y su final, de su familia y de su personalidad, nuestras miradas se encontraban en un claro gesto de complicidad Y entonces entendí el gran amor que sentían el uno con el otro, su sensibilidad y lo mucho que se respetaban.
Tiempo después, cuando ya solo quedaba la amistad, a la mujer le detectaron un tumor maligno, incurable y rápido; y su compañero no dudó ni un instante en pedirle a Amara que cuidara de ella hasta el último momento. Y una vez más, la amistad, el amor, la vida y el sexo se entremezclaron sin necesidad de confundirse.
Pasados unos años, Mónica me contó algunos de sus juegos. A ellas les divertía brindarles las fantasías más extraordinarias, y más cuando las conocían y ya las habían practicado con nosotros. Con ellos les encantaba utilizar todos sus recursos, su exuberante belleza, su atractivo, su erotismo.
-Son felices con sus compañeras y las aman y respetan con locura, pero no se atrevían a pedirles ciertas cosas o ellas no eran capaces de responder satisfactoriamente. En el fondo, y por muy maduros y liberados que sean, son unos pardillos que se entusiasman con facilidad y se mueren por disimularlo. Para ellos, nosotras éramos una diversión y un desahogo. Lo más sano es que lo reconocían, sobre todo cuando practicábamos el sexo. Entonces les gustaba tratarnos como sus putitas cachondas y les seguíamos la corriente para darles el gustazo. Pero en cuanto todo terminaba, volvían a hacerlo con respeto e, incómodos, intentaban arreglarlo con su conversación y su franca amistad. –me explicó.
Y me reí, porque nuestras compañeras también nos sorprendían y entusiasmaban. La diferencia es que nosotros, al no disimularlo, conseguíamos ponernos a su altura.
Su relación se convirtió en un extraño intercambio y entendí el por qué no había fructificado. Los intercambios son posibles cuando existe equilibrio, sin embargo, en aquella relación ellas daban más de lo que recibían, y en el momento que empezaron a aburrirse dejaron de participar.
El hombre culto y encumbrado suele caer en la tentación de creerse por encima de los demás, como si el resto de los mortales fuera deudor de sus favores. Los dos amigos, aunque íntegros y humanos, no contaron que en ese intercambio también estaba la inteligencia y la personalidad de las dos mujeres, tan interesantes y cultas como ellos, su conversación y sus vivencias, que podían incluso ser superiores a las suyas. Al tratarlas como divertimento no pensaron que debían superarse y estar a su altura, volverlas locas en la cama y convertirse en una necesidad intelectual; en cambio, optaron por la pasividad, y, ellas, al agotar su repertorio perdieron el interés; ya no les divertía verlos enloquecer ni sentir su pasión de machos. Eso, con facilidad podían encontrarlo en casa, entre sus amigos o, incluso, después de una buena cacería.
-Son como la mayoría, ni más ni menos, pero se creen mejores, por lo que a menudo debíamos ponerlos en su sitio; entonces, avergonzados reconocían su error y bajaban al mundo de los mortales –siguió contándome Mónica.

Págs. 54, 55 y 56
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domingo, 6 de noviembre de 2011

CRISTINA

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Aunque no comparta su ideología, yo quiero a esta mujer en España, en cambio de los inútiles y cobardes que nos gobiernan.

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miércoles, 2 de noviembre de 2011

VÉRTIGO

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