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Pría (Asturias oriental) |
Descargo la cámara y paso las fotos por Picasa
para, como suelo, montar un álbum para los amigos. Picasa va muy bien para
corregir, etc. aunque con las nuevas cámaras no hace falta; para lo
que no sirve es para disimular la barriga, o el estómago como me aclara Amara.
En Septiembre, que está a la vuelta de la esquina, quería volver a lanzarme en
paracaídas, pero no con esa barriga, y perderla no se consigue de un día para
otro.
No puedo mirar las fotos. Me avergüenzo y hasta me duele
la vista. Ahora entiendo la preocupación de Amara, cuando me ve saltar de
piedra en piedra por los acantilados; y la mía, cuando siento el cansancio y la
falta de agilidad, que suelo achacarlo a la edad.
¿Qué haría, pues, con veinte kilos menos?
Ni lo imagino. Prefiero no pensarlo para no amargarme. Lo seguro es que a partir de hoy mismo mi menú lo pesaré
con la balanza de la cocina. Verdura o lechuga en cantidad, algo de pescado o
carne y una pieza de fruta, y para beber: un vaso de tinto y agua, mucha agua. Y
se terminaron las caipirinhas, los mojitos y los gin-tónics.
Dice Amara que tampoco estoy tan mal. Pero, ni modo, sigo
sin poder mirarme en las fotos. Y lo que es peor, a partir de ahora no sé cómo
voy a afeitarme sin ver de esternón para abajo, allí donde la
prominencia se vuelve cruel y ostentosa.
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Escribo sentado en lo alto de un montículo, con un racimo
de uvas y bajo la sombra de un par de álamos. A unos cientos de metros y bajo
mis pies se extiende el Cantábrico.
Hace unas horas me bañaba en sus aguas, en una pequeña y
recóndita cala, peligrosa según dicen. Un estrecho y profundo canal rodeado de
altos farallones, en el que las olas entran sin casi espuma dada la profundidad
de su fondo. El truco –siempre lo hay- es acercarse a la pared vertical de uno
de los lados, esperar la subida y agarrarse a un saliente en el que, por su orientación,
el mar no se precipita contra él, y subir un tramo de roca para lanzarse. En su
final hay una angosta playa de tres o cuatro metros de anchura, que aparece y
desaparece con las olas, limitada por el mismo farallón, pero de rocas
desgajadas. Allí el mar te sacude, agita y revuelve, y hasta puede lanzarte
contra el acantilado si no te sumerges.
El Cantábrico es magnífico, poderoso y, como el
Mediterráneo, peligroso si te empecinas a luchar contra él.
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Amara aguarda sentada en una piedra, escribiendo en su
tableta una larga misiva para Al, tan lejos de nosotros. De vez en cuando se
acerca al precipicio para vigilarme, supongo, o quizá para mover su dolorida y
castigada espalda.
Son las cinco, en un rato el mar empezará a retirarse y
no sé quién le ha explicado que es peligroso bañarse. Ayer lo hice a las seis y
no noté nada; o sí, tal vez me costara algo más salir del agua.
Dos chicas bajan como cabritillas por el acantilado.
Envidio su agilidad. Amara las observa desde lo alto y me saluda agitando la
mano. Creo ver algo de ironía en su gesto, pero de tan lejos y con la luz
dándome a los ojos no puedo asegurarlo. Una de las chicas, la rubia, se lanza
al agua sin pensárselo, mientras la otra espera sentada en uno de los salientes.
Se nota que conoce las rocas y el fondo.
-Tu compañera nos ha pedido que te vigilemos –me dice
riéndose.
La condenada nada como un pez, juega con las olas y la
corriente como si fuera un pasatiempo. Se sumerge y nada sin apenas esfuerzo. Sube,
baja, voltea... se confunde con las olas como si fuera parte de ellas.
-Nadas muy bien –le digo con sincera admiración.
-Tú también.
En este momento siento como se me agarrotan los dedos de
un pie. Si no tengo cuidado la pantorrilla terminará igual. Me abandono y con
cuidado me acerco a una de los salientes, a la espera de una buena ola.
Aprovecho su impulso y subo con esfuerzo por haber dejado inerte la pierna
afectada.
-¿Te pasa algo?
-Nada, solo un calambre.
Y veo como me vigila a hurtadillas mientras deja que las
olas pasen sobre su cabeza.
-Ya no estoy para esos trotes –le digo a la vez que
masajeo mi pierna, cansado pero sin mucho convencimiento. Por la mañana hemos
estado andando y bañándonos en San Antolín y eso se nota.
Una gran ola invade el canal y la chica entra en ella, la
abraza, y extiende uno de sus brazos para cabalgarla en perfecto equilibrio,
sumergida unos centímetros. Durante un instante me ha recordado a Mónica.
Amara me espera con la toalla preparada por el previsible
frío. Y no, no es frío lo que siento sino la incipiente vejez, la degradación
física que aflora en mi cuerpo en forma de agotamiento.
-Ya no soy el que era.
-No digas tonterías –responde impaciente –No estás tan
mal. Lo que pasa es que cuando ves una chica haces el idiota. Mira que subir
por aquí en cambio de utilizar el sendero.
Me acerco al risco y entiendo el porqué de tanto
esfuerzo. Las chicas me observan desde abajo y con gestos señalo el sendero y
lo estúpido y despistado que soy. Prefiero mil veces que me consideren tonto
que chulo. Sin embargo, sé que es cierto, ya no soy el que era y eso a un tipo
como yo duele mucho.
Mañana otra vez a San Antolín para andar y bañarnos en la
orilla, que es lo que conviene a la espalda de Amara y a la circulación de mis
piernas. Por la tarde quizá me acerque a una cala que me han recomendado las
dos chicas, más divertida que la que dejamos tras nuestro. Según ellas con
pleamar uno puede lanzarse desde muy alto.
-A veces vamos por allí. Si mañana vienes, igual nos
vemos y te lo enseño.
-¿A las cinco como hoy?
-A las cinco.
Después del calambre ya no estará tan segura, quizá se
arrepienta de haberse citado con un abuelo renqueante y medio loco. Tal vez
piense que Amara no bromeaba cuando le ha pedido que me vigile.
Miro para abajo y la veo saltar desde un risco, que no sé
cómo ha podido llegar a él. Y, cómo no, vuelvo a recordar a Mónica.
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