sábado, 12 de noviembre de 2011

...EL BLUES DE AMARA... (Una historia de amistad)

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"Mi compañero de aula". Una canción iraní, estudiantil y revolucionaria.
Al contrario que la nuestra, hay sociedades que merecen la democracia sin tenerla.


Por entonces, Amara y Mónica habían hecho amistad con dos médicos, amigos y compañeros de la primera. Muy extraño para el caso, pues tanto una como otra evitaban mezclar la diversión con el trabajo. Empezó de la manera más natural, con el constante roce y la complicidad. Unos años mayores que yo, atractivos, muy cultos y ya encumbrados en su profesión; amigos y compañeros de la facultad, que habían escogido la misma especialidad. Una conversación a la salida del hospital… No sé como fue, pero sí que Mónica, que ya era conocida, esperaba charlando con el guardia de seguridad.
Por entonces Amara había conseguido el turno de día y nuestra manera de vivir había cambiado por completo. Ya no hacía falta contratar una canguro. Las mañanas que ella trabajaba, yo vestía a los niños y los llevaba a la guardería.
Nos lo contaron entre emocionadas y divertidas. Aquellos dos médicos eran un referente de profesionalidad y humanismo para la mayoría. Amara se los había encontrado en el ascensor y hablaron de teatro y de cine, en particular de la película que tenían pensado ver aquella noche. Los dos amigos, después de un día estresante, también habían quedado para salir aquella noche, pero no para ir al cine sino a cenar y charlar de sus cosas, en suma, para olvidarse durante unas horas del trabajo.
¿Cómo pasó? Amara me contó que, divertida, le explicó que para combatir el estrés lo mejor era hacer unas risas, antes que cenar con otro en su misma situación; que por muy amigo que fuera no era el mejor remedio.
-¿Dónde cenaréis? –Le preguntó él, quizá con ánimo de cambiar el curso de una noche que ya vislumbraba aburrida.
No fueron al cine, terminaron en un pub tomando cócteles hasta altas horas de la noche y riéndose de todo. Llegaron a casa, se acostaron y, como benditas, se quedaron dormidas en nuestros brazos. Por la mañana los dormitorios todavía olían a alcohol. Amara libraba y no tenía necesidad de levantarse pronto, sin embargo, Mónica debía ir al trabajo y nos costó mucho hacer que se levantase.
A partir de aquel día se hicieron habituales. A ellos les gustaba su inteligente conversación y su juventud y a ellas la gran cultura que demostraban y su atractivo. Alternaban el teatro con el cine, un día escogían ellas y otro ellos y solían coincidir bastante en sus gustos. Cuando Amara me lo explicó pensé que ellas se esforzaban y ellos simulaban, pero al conocerlos mejor descubrí la gran empatía que compartían. Era curioso ver a unos médicos tan famosos, que se codeaban con la clase más alta, con políticos e intelectuales, creadores de técnicas revolucionarias y con varios libros de obligada lectura entre sus colegas, ir al teatro y al cine con dos bellísimas jóvenes sin esconderse de nadie. Luego, una vez en el trabajo, el trato volvía a ser convencional y protocolario.
Al principio Amara temió que la relación conllevara más exigencia y tensión, aunque solo fuera para demostrar al resto, que la curiosa amistad no significaba condescendencia. Pero no fue así, quizá por la madurez y profesionalidad de los tres.
-La mejor manera de evitar las habladurías es hacer pública la relación –me dijo un día.
Y cierto, no se escondía cuando hablaba con las compañeras sobre la película o el concierto de la noche anterior.
-¿Con Mónica o con Popol? –Le preguntaban sin aparentar excesiva curiosidad.
Y ella, que ya conocía el interés que provocaba, respondía que con Mónica y dos amigos del hospital. Y aunque todos supieran quienes eran, ante la sencilla respuesta preferían callar. Luego, cuando uno de ellos pasaba visita, cabía la posibilidad que comentara una anécdota de la noche sin amagarse de nada, tal vez para dejar sentado que cualquier habladuría estaba de más.
Amara nos contó que un día, en cambio de ir directamente a cenar, tuvieron que pasar por el domicilio de uno de ellos –ella ya conocía a su mujer, que la había cuidado en su parto- y las hicieron entrar y esperar en el salón.
-Son como nosotros –nos dijeron a su vuelta –sus dos compañeras estaban preparando su cena, entramos en la cocina y charlamos como si nada.
Al final cenaron en su casa y luego salieron a tomar unas copas. Sus compañeras no, ya que no podían dejar a los niños; la perfecta excusa para no reconocer que había un acuerdo que respetar.
Jep y yo nos reímos, él por el asombro que mostraban y yo por la divertida situación y porque estaba seguro que había sido preparada de antemano. Las dos mujeres debieron tener interés en conocer más y mejor a las dos jóvenes amigas de sus maridos, solo conocidas por lo que les habían contado.
Un par de semanas más tarde, a la siguiente salida, nos llamaron para avisarnos que no vendrían a dormir. A Jep y a mí no nos extrañó, sabíamos que el cariño y la complicidad algún día empezarían a surtir efecto. Tal vez sus compañeras también lo hubieran percibido y quisieron saber a qué se enfrentaban.
-¿Y dónde pasasteis la noche, si puede saberse? –Les preguntamos al día siguiente.
-Al piso del hermano de uno de ellos. Se ha ido a vivir a Londres por trabajo y le ha dejado las llaves –respondieron.
No era lo habitual. Que recuerde, de todas las salidas solo pasaron cuatro fuera de casa; tampoco abandonaron la costumbre de ir al cine y al teatro. El sexo solo era un sano y circunstancial suplemento, en especial para ellos, que lo habían convertido en un desahogo, a mi modo de ver, demasiado peligroso para su estabilidad conyugal.
Por Semana Santa los invitó a pasar un día en el barco con sus compañeras. Esperaba que tanto Mónica como Jep pudieran venir. No pudo ser, y de ellos solo pudo presentarse uno, ya que el otro había organizado una salida lejos de la ciudad. Yo, que creía estar preparado para todo, hice lo que pude para que nadie se sintiera incómodo. La situación era sorprendente hasta para mí. Una vez en alta mar, Amara, sin arrugarse, les planteó la posibilidad de hacer nudismo.
-Nosotros solemos hacerlo y a Popol le cuesta mucho mantenerse con el bañador puesto.
Yo nunca lo hubiese hecho, la diferencia de su cuerpo con el de la compañera de su amigo, de tan evidente se hacía insultante; incluso yo, acostumbrado a su desnudez, no paré en recrearme con su espectacular belleza; sin embargo, una vez más me sorprendió el encaje de aquella singular mujer, que la observó con admiración.
-Amara es preciosa, no me extraña que los hombres pierdan la cabeza con ella –me dijo casi orgullosa.
Les gustaba navegar y no parecían marearse, y les propuse, si no tenían inconveniente, pasar dos días con nosotros a la busca de bandadas de delfines, de grandes tortugas o algún banco de atunes en mar abierto. Todavía no era la época, pero ya empezaban a dejarse ver. Les preparamos el camarote de proa y lo pasamos bien, sobre todo yo, que admiraba la inteligencia y la cultura de su amigo, y disfrutaba con su charla.
En un momento me sentí estudiado por la mujer, pero de una manera tan sutil y respetuosa que no me provocó incomodidad. Probablemente querría saber de mis sentimientos, allí, en medio del mar y a muchas millas de la costa, cuando el hombre se descubre pequeño y el marino muy fuerte con los demás.
Qué debía pensar aquella gran mujer, con la que Amara hizo una muy buena relación y a la que acompañó en la terrible enfermedad que terminó con su vida. Dos parejas tan distintas, en que la compañera de uno lo pasaba bien con el esposo de la otra, sin que nadie pudiera decir que fueran amantes. Recuerdo su inteligente y tranquila mirada. Igual que yo, no simulaba desconocimiento. Cuando su compañero y Amara hablaban de un paciente más interesante de lo normal, de cómo enfrentó la enfermedad y su final, de su familia y de su personalidad, nuestras miradas se encontraban en un claro gesto de complicidad Y entonces entendí el gran amor que sentían el uno con el otro, su sensibilidad y lo mucho que se respetaban.
Tiempo después, cuando ya solo quedaba la amistad, a la mujer le detectaron un tumor maligno, incurable y rápido; y su compañero no dudó ni un instante en pedirle a Amara que cuidara de ella hasta el último momento. Y una vez más, la amistad, el amor, la vida y el sexo se entremezclaron sin necesidad de confundirse.
Pasados unos años, Mónica me contó algunos de sus juegos. A ellas les divertía brindarles las fantasías más extraordinarias, y más cuando las conocían y ya las habían practicado con nosotros. Con ellos les encantaba utilizar todos sus recursos, su exuberante belleza, su atractivo, su erotismo.
-Son felices con sus compañeras y las aman y respetan con locura, pero no se atrevían a pedirles ciertas cosas o ellas no eran capaces de responder satisfactoriamente. En el fondo, y por muy maduros y liberados que sean, son unos pardillos que se entusiasman con facilidad y se mueren por disimularlo. Para ellos, nosotras éramos una diversión y un desahogo. Lo más sano es que lo reconocían, sobre todo cuando practicábamos el sexo. Entonces les gustaba tratarnos como sus putitas cachondas y les seguíamos la corriente para darles el gustazo. Pero en cuanto todo terminaba, volvían a hacerlo con respeto e, incómodos, intentaban arreglarlo con su conversación y su franca amistad. –me explicó.
Y me reí, porque nuestras compañeras también nos sorprendían y entusiasmaban. La diferencia es que nosotros, al no disimularlo, conseguíamos ponernos a su altura.
Su relación se convirtió en un extraño intercambio y entendí el por qué no había fructificado. Los intercambios son posibles cuando existe equilibrio, sin embargo, en aquella relación ellas daban más de lo que recibían, y en el momento que empezaron a aburrirse dejaron de participar.
El hombre culto y encumbrado suele caer en la tentación de creerse por encima de los demás, como si el resto de los mortales fuera deudor de sus favores. Los dos amigos, aunque íntegros y humanos, no contaron que en ese intercambio también estaba la inteligencia y la personalidad de las dos mujeres, tan interesantes y cultas como ellos, su conversación y sus vivencias, que podían incluso ser superiores a las suyas. Al tratarlas como divertimento no pensaron que debían superarse y estar a su altura, volverlas locas en la cama y convertirse en una necesidad intelectual; en cambio, optaron por la pasividad, y, ellas, al agotar su repertorio perdieron el interés; ya no les divertía verlos enloquecer ni sentir su pasión de machos. Eso, con facilidad podían encontrarlo en casa, entre sus amigos o, incluso, después de una buena cacería.
-Son como la mayoría, ni más ni menos, pero se creen mejores, por lo que a menudo debíamos ponerlos en su sitio; entonces, avergonzados reconocían su error y bajaban al mundo de los mortales –siguió contándome Mónica.

Págs. 54, 55 y 56
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3 comentarios:

  1. No lo estoy, no he vivido esta revolución; sin embargo, debo reconocer el valor de su gente, su arrojo.

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  2. Me encanta, como siempre, tu historia. Respecto a
    Irán, son más preguntas que certezas,pero sin duda que ellos y solo ellos deben decidir lo que quieren y no presionados,invadidos,etc...por los amos del universo mundial, me tiene harta.Un beso

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