martes, 22 de noviembre de 2011

EL TREN

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Siento una sacudida y no sé la razón, es como si nuestro vagón, el de cabeza, hubiese pasado por encima de un madero. Silvia, mi compañera de asiento y buena amiga, se levanta, es su parada. Lo primero que pienso es que el tren se ha averiado, pero uno de los pasajeros cercanos a la puerta dice que alguien se ha tirado a la vía.
Más de la mitad del pasaje sale al andén e intenta acercarse a la cola para mirar. Prefiero esperar sentado, abro el libro y sigo leyendo la historia de Lituma, el cabo protagonista de la apasionante novela de Vargas Llosa, tan exacta como lejana a la realidad. Vargas Llosa se deja llevar por su ideología y por sus prejuicios, escribe endiabladamente bien, sin fisuras y con la enciclopedia en la mano, no como yo, que solo uso la memoria.
Hay gente para todo, pienso mientras sigo leyendo sentado. Por lo visto es cierto, alguien, hombre o mujer, se ha lanzado al paso del tren; el conductor, un tipo ya granado y que habrá visto de todo, ha tardado en salir de su cubículo y lo hace demacrado. Ahora ya son pocos los que quedan en el vagón, la mayoría ha salido, pero no para mirar sino para enterarse cómo llegar a su destino. Al fin, por los altavoces de la estación se anuncia que la línea está sin servicio y se nos pide que desalojemos el tren. Se tardará horas en abrir la línea en su totalidad, hasta que llegue el juez, el forense y lo que tarde el servicio de limpieza en retirar lo que quede. Salgo y miro hacia la cola, son pocos los mirones que se agolpan en la entrada del túnel, tal vez porque la mayoría ya ha satisfecho su morbosa curiosidad.
Vuelvo a pensar que hay gente para todo. El que no se cansa de ver sangre, el que con una vez tiene bastante, el que prefiere evitar su visión… yo me encuentro entre esos últimos. Nunca es agradable ver a un tipo espachurrado.
Lo primero que he sentido al enterarme de lo que había pasado es el golpeteo del tren, su sacudida, y me ha parecido horrible, como si fuera yo el que había pasado por encima.
Hay gente para todo... Muchos de los que corrieron para mirar, tardarán en olvidar y lo pasarán mal, sin embargo, yo lo haré pronto, incluso esta misma noche. Llamo a Amara para explicarle que ya me han hecho los análisis y de paso explicarle lo sucedido.
-¡Qué horror! -Me dice, cuando ella ha visto y vivido mucho de lo mismo, accidentes e intentos de suicidio, intentos porque los exitosos nunca llegaban a sus manos.
-Si, pero tú habrías sido de las primeras en mirar –le digo
-Claro, para asegurarme que esté muerto. No sería la primera vez que pasa y que lo salvan cortando la hemorragia de las piernas amputadas.
Y me pregunto el por qué tanto interés en salvar a un tipo que ha querido suicidase, encima con las piernas amputadas.
No, yo no puedo, no lo aguantaría, y, sin embargo, tuve que hacerlo y no con un desconocido o con alguien que quiso quitarse la vida. Una maestra despanzurrada, que momentos antes había estado desayunando conmigo, y unos niños destrozados o atravesados por trozos de vigas o grandes astillas, rotos como las muñecas de mi hermana después de caer en mis manos. El horror que al poco olvidé o en nada superé.

Días atrás Amara me preguntó si yo era capaz de matar. La miré sorprendido, solo en mi segundo libro sale la historia y todavía no la he escrito; Amara no la conoce, nadie excepto Artur, Mila y Lourdes, la Lidia de mi novela, y los pocos que la leyeron en este blog sin terminar de creerla.
El viaje al Perú me lo he saltado, no sé cómo enfrentarlo y no precisamente por lo sucedido en la barcaza, que es lo más nítido y sencillo, lo menos complicado de escribir.
Mi viaje al Perú no tuvo sentido, ni siquiera como remedio a la enfermedad que había consumido mi espíritu. No sé cómo contarlo porque no me gusta ni me siento cómodo. Debería haber vuelto el mismo día de mi llegada, porque desde ese momento hasta el último día, justo antes de embarcar de nuevo, fue desagradable. El paisaje, la gente, el ambiente… El altiplano, la selva, el río, el barquero, los senderistas, fueron lo de menos. En Perú la vida carece de valor, quizá porque allí, excepto los blanquitos ricos, la gente es pobre de solemnidad, muy desgraciada y vive pocos años.
Después de matar al barquero me derrumbé, caí al suelo y durante un buen rato no paré de temblar y llorar, incluso mis labios, mi cara y mis piernas temblaban. Lourdes creyó que era por lo que había hecho e intentó consolarme, pero no fue eso sino la tensión y el estrés; solo mucho después empecé a sentir el dolor. Desde un primer momento supe que era él o nosotros, no había más, y actué en consonancia y con frialdad, la misma que utilizamos durante la revuelta. La muerte de aquel asesino fue, tan solo, el resultado de una partida de ajedrez, cuyas piezas eran Lourdes, el colombiano y su compañera, yo, él, su india, su fusil, su revólver, la escasa munición y su precio, su rabia, su machete, su seguridad, mi capacidad de simulación y mi cuchillo; la cubierta y el río eran el tablero, nada más. Con estas piezas planteé el juego, el hizo lo mismo y también calculó los movimientos, pero no supo contar mis piezas o quizá su rabia no le dejó ver las ocultas.

Escribo a la vuelta, hace rato que el tren ha pasado por España, donde esta mañana el suicida se ha tirado a las vías. Ya no recordaba que esta historia la había empezado por él.
Da lo mismo, ese hombre ya no existe, tal como dentro de veinte o treinta años, en caso que se cumplan las estadísticas, me pasará a mí. La historia, la suya y la mía, quedará en el olvido y se convertirá en nada, igual que la del resto de la humanidad, simples iones de energía perecedera en la futura implosión interestelar, cuando todos los astros de este universo converjan y se conviertan en un punto de incalculable densidad.

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3 comentarios:

  1. Tremendo relato el que hoy nos presentas. Pero de todo, de lo bueno y de lo malo, ocurre cada día.

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  2. Hay gente para todo,cierto. Sigo leyendote Pau.Un beso

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