miércoles, 6 de enero de 2021

El Camino Infinito, 13ª parte

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En la comuna entraba y salía gente de muchos lugares y creencias, profundamente religiosa o atea convencida, niños de papá rico huidos del redil y sin futuro, pero visitantes a los que dábamos cobijo por un día. Nuestra comuna era una casa, nuestro hogar; y los que lo integrábamos conformábamos una tribu bien avenida y sin fisuras, con algunos amigos de confianza que entraban y salían cuando les antojaba. Nuestra mesa no siempre había estado bien provista, pero por una u otra causa, nunca faltó comida para quien la necesitara y la solidaridad estaba por encima de cualquier asunto personal.

Cuántas veces habíamos comido poco para que otros pudieran compartir, para que a los niños no les faltara de nada, ni siquiera aquel juguete que tanto les gustaba. Y cuántas los cuidamos y pasamos una noche sin dormir o los llevamos al hospital, y negociamos con el médico o con el administrativo de la puerta. La comuna era una enorme familia no exenta de problemas, pero que nadie dejaba sin enfrentar.

Se hablaba muy poco de política o de religión, y solo cuando llegaba algún amigo del extranjero; por cuenta de Bill, que recibía algún correo de amigos huidos como él; o durante las reuniones con los amigos de Alex, a las que Rina y Sole, con la excusa de los niños intentaban no asistir. Eran temas puntuales y los rehuíamos. No queríamos problemas, sobre todo entre nosotros. La política enemista hermanos y divide familias. No lo sabíamos, pero lo intuíamos y eso bastaba.

Un día recibimos la visita de la policía, eran dos, un cabo y un raso. Según ellos en la casa había droga y se montaban orgías. Habían sido alertados por un vecino anónimo. Lo habitual es que no las hubiera, en eso teníamos mucho cuidado y aquella noche no habíamos recibido visitas. Les abrí la puerta y les dejé entrar. Era una tarde y las dos madres habían ido a comprar, Alex y Bill estaban con Mila, en la habitación que hacía de taller, montando una serie de complicados collares de un combinado de latón, cobre y alpaca. Mila trabajaba por las mañanas y durante las tardes estudiaba en un local abierto por profesores y estudiantes, ya que la Universidad había sido cerrada por la policía; pero aquel día no había clase y los ayudaba. La cocina estaba limpia y los niños dormían en sus pequeñas camas. Les enseñé toda la casa y les pregunté si querían revisar la habitación de los niños, que estaban durmiendo. Me preguntaron por sus padres y respondí con la verdad. No sabían qué cara poner, se les notaba violentos y turbados, y no amagaron su irritación con el vecino que nos había denunciado.

-Por nosotros eso no se repetirá- me dijeron -en cuanto a lo de las chicas, con su palabra que son mayores de edad tenemos suficiente. Tomaremos nota del denunciante y lo llevaremos a comisaría, por lo que es muy dudoso que vuelva a molestarnos con acusaciones sin ningún fundamento.

Se despidieron dándome la mano, algo insólito incluso ahora, y me pidieron que para su tranquilidad y la nuestra intentáramos no llamar la atención. Los veía a menudo cerca de la comisaría del barrio. Hasta entonces no me había fijado en sus caras. A partir de entonces me saludaban y de vez en cuando intercambiábamos unas palabras. Nunca me preguntaron por las chicas ni me pidieron su documentación, pero sí por los niños y su salud; y una de las veces, me pidieron que si uno de ellos fuese abandonado, no dudara en comunicárselo. Tiempo después, el cabo, ya como inspector, se convertiría en un buen amigo y una pieza importante de otra historia.

Por Navidad volvimos a montar la parada en la feria de belenes, pero esta vez por nuestra cuenta y no una sino dos. Y volví a pasear por las callejas aledañas a la Catedral, buscando más inscripciones o recordando las vistas anteriormente. Y me reencontré con Alba y sus amigos, y a veces me quedaba a comer con ellos, para charlar y divagar sobre el bien y el mal, lo divino y lo humano. Con el negocio y la venta, llegamos a acuerdos para comercializar su producto, fue fácil, ya que habían vuelto a trabajar y, sin embargo, habían perdido gran parte de su pobre red comercial.

Me gustaba pasear por las paradas, daba lo mismo que fuera de belenes o de artesanía; hippies las nombraban los más convencionales, no sin cierta razón por su parte. Buscaba algún regalo para los compañeros, un detalle para las amigas; y es que por poco sexista que fuera, siempre me quedaba el residuo de la educación recibida en forma de galantería. Entonces aprovechaba para charlar con los vecinos competidores, que, aun sin serlo, era la palabra que hoy mejor puede definirlos.

En una de las paradas reconocí a un primo lejano, vivía en Ibiza, en una comuna, y tenía fama de ser el hippie de la familia, pero lo era solo de apariencia. Se sorprendió al verme y más al saber dónde vivía, era cinco años mayor que yo, muchos para mi edad, y tenía cinco hermanos, todos menores que él. Me hizo gracia y le compré un pequeño cuadro de cerámica, casi miniatura. Intenté un acercamiento comercial, pero noté que se resistía. Quizá creyera que era mejor no mezclar negocio y familia, cuando yo ya no contaba con ella. Me gustaba su producto, era original y bien acabado; pero no menos que el de un grupo de uruguayos, también de Ibiza, y con ellos la relación sí que fructificó.

En esta feria conocí mucha gente y completamos nuestro negocio. Mis compañeros se reían de mi y decían que parecía más un relaciones públicas que un vendedor de estética hippie, cosa extraña puesto que por entonces el cabello largo era casi el uniforme y yo siempre lo mantuve corto.

Al finalizar la campaña, Alba me dijo que habían decidido marchar al Tibet aquel mismo verano y que les haría feliz si iba con ellos. En un principio pensé en negarme, no deseaba inmiscuirme en su vida ni volver a introducirme en su mundo; sin embargo, sentía demasiado amor por ella y empatía por algunos de sus compañeros, con los que mantenía interesantes charlas y aprendía mucho. En aquellos momentos, quizá por auto engaño, por la ocasión o porque realmente ella estuviera pasando por un período de lucidez y equilibrio, volví a sentirme profundamente enamorado. Lo cierto es que una vez más la veía maravillosa, fuerte y bellísima, casi recuperada de la degradación provocada por la droga. Era estúpido pensar así por mi parte, ya que sus momentos de lucidez, aunque mucho más largos y aparentemente intensos, no dejaban de ser eso: momentos, y mi amada solo era una sombra de lo que yo la imaginaba. Hoy pienso que tal vez fuera el éxito de nuestra lucha con Artur lo que me engañara, cuando solo habíamos sido el soporte de un hombre decidido a curarse y a superar su enfermedad. Aparqué la idea, aún faltaba mucho y podía pensarlo con tranquilidad.

Terminada la feria, uno de nuestros vecinos, anciano y muy simpático, me regaló esquejes de rosal y unos cuantos bulbos de gladiolo y tubérculos de dalia. A mi me encantaba la jardinería, de pequeño mi padre me enseñó y, lo poco que faltaba lo aprendí ayudando al jardinero de mi abuelo. Durante los siguientes días me dediqué a remover la tierra y abonarla con excrementos de vaca, que recogía en sacos de plástico durante mis viajes por la Costa Brava, para recuperar el jardín de nuestra casa.

Entraba la primavera y comenzaba la Semana Santa. Artur me llamó, deseaba hacer una última travesía; la última, me dijo emocionado. Yo no quería, la aventura con Sebas me había alarmado y estaba cansado de tanto buscar el límite. A Jordi, después de la muerte de nuestro amigo, dejamos de verlo, y lo último que supimos de él era que volaba con ala delta. No podíamos contar con él y eso hacía que aún me retrajese más.

Al fin acepté, nunca supe negar nada a mi amigo, con él había dominado mis miedos, el temor a las alturas y al vértigo, al mar embravecido, a las grandes olas; y aprendí a administrar mi fuerza y confiar en mi mismo, a dejarme llevar por la naturaleza, integrarme en ella. Y me lo tomé como una asignatura pendiente, un homenaje al que había sido nuestro amigo y compañero de aventuras.

Solo dos, lo menos aconsejable para acometer una travesía de la envergadura que pretendía. Debería haberme negado, todo corría en nuestra contra y talmente parecía que Artur quisiera desafiar a la suerte y a la naturaleza. Se trataba de subir hasta el pueblo de Meranges para llegar al refugio del Pradell, siguiendo las crestas pirenaicas entre Francia, Andorra y España. Eso me dijo mi amigo y yo, como un estúpido, caí en la trampa.

Fuimos al mismo hostal de siempre, el mismo dormitorio con su cama de matrimonio; parecía que siguiéramos una estudiada liturgia. La mujer del hostal nos avisó sobre la tempestad que se avecinaba y, como era de esperar, no hicimos caso, Artur me había convencido que nuestra experiencia y fortaleza podrían con todo.

Fue una de las peores tempestades que se recordaban, dudo que haya existido otra igual. A medio camino la ventisca lo borraba todo, hasta los árboles más próximos. El camino había desaparecido, a nuestro alrededor todo era blanco. Durante un tiempo, no puedo recordar si fue una o dos horas, o solo unos minutos, la ventisca fue tan intensa que no podíamos ver nuestras manos extendidas. La sensación de ceguera entonces es brutal e invalida al más preparado, porque por mucho que lo estés eso ya no cuenta. Buscábamos las pisadas heladas de los antiguos montañeros escarbando con cuidado, pero al poco ya era imposible encontrar nada y lo más probable es que hubiéramos perdido la orientación. Andábamos como sonámbulos, yo sabiendo que era imposible llegar; Artur, al contrario, parecía sacar la fuerza de todos los rincones de su cuerpo, desconocidos para mí y para la lógica de la naturaleza; y en los instantes de tenue visibilidad se subía a las ramas de las coníferas, se colgaba de ellas para tirar de mí como si de un Titán se tratara. Yo quería volver, sabía que la situación estaba a punto de volverse irreversible sino lo era ya. La única solución era construir un iglú con las pocas fuerzas que nos quedaban y esperar que la situación no siguiera empeorando, pero mi amigo parecía enloquecido, sabía que estábamos cerca y siempre decía que al siguiente recodo encontraríamos el refugio, no al que íbamos sino uno más cercano para guarecernos. Y calculé mi fuerza, el agotamiento que sentía; y en aquel mismo momento supe, con extraordinaria lucidez, que sería la última aventura. Y seguí, aún no sé por qué, tal vez por la locura que también llevaba dentro. Sabía que no podría convencer a mi amigo, que el seguiría aunque lo abandonara y no quise dejarlo solo.

Según el bosque que cruzábamos y los abetos enterrados, el espesor de la nieve debía superar los cinco metros. Y sabía que nada ni nadie podía sobrevivir a tal salvajada, que no encontraríamos el refugio y, de llegar, pasaríamos sobre él sin saberlo.

No sé el tiempo transcurrido, ya no me quedaban fuerzas, ni siquiera podía levantar un pie. La nieve nos llegaba hasta la cintura. Me abandoné, el frío empezó a hacer mella en mi cuerpo y en mi mente, y sentí la típica somnolencia anterior a la muerte. Me sentía bien, embriagado y con mucha paz interior. Artur me abofeteaba sin éxito, yo le pedía que me abandonara, que intentara salvarse. Por mi mente pasaba la película de mi vida, agitada, intensa, pero agotadora e incómoda; ya no valía la pena seguir viviendo, eso le decía a mi amigo-hermano. Y me dio un puñetazo en la nariz que me hizo despertar del letargo que sentía. No sé lo que me impulsó, supongo que el ver que Artur no me abandonaría, que ni siquiera me dejaría morir tranquilo. Era urgente, quedaban pocos minutos para volver a caer en el dulce sopor. Recordé los caramelos que guardaba en el bolsillo de la anorak, y la mezcla de ácido acético y azúcar hizo su efecto, y con las pocas fuerzas que recuperé, conseguí acercarme al precipicio y me lancé. Miré para atrás y vi a Artur tras mío.

Aquel día, por primera y última vez algo se me rompió, el tabique nasal. Y es que nunca nos habíamos roto un hueso, no recuerdo ningún esguince. A veces pienso que es suerte, otras, pericia; es de suponer que entonces fue por las dos. Quizá sea que Artur y yo nunca hemos caído, siempre nos hemos tirado. Aquel día descubrí que tenía un límite y dónde se encontraba. De Artur no puedo asegurarlo.

Fue una caída de muchos metros, interminable. Rebotábamos contra el suelo y los árboles; la nieve amortiguaba los golpes, había tal cantidad de ella que era imposible hacerse daño, a no ser que diéramos contra el saliente de una gran roca o directamente en el tronco de un pino. No fue así. Recuerdo dar volteretas sin parar. En cuanto podía situaba los pies por delante, pero en un momento volvía a estar cabeza abajo; entonces me doblaba como un caracol. Al fin caímos en el margen de lo que parecía un camino algo más despejado de nieve. Podíamos andar. Al poco unos montañeros que volvían por otra dirección nos encontraron, construyeron una parihuela y con ella me arrastraron

unos cientos de metros, los suficientes para recuperarme.

Nos dieron refugio en una casa de Maranges y una mujer me desnudó y fregó mi cuerpo con agua tibia, que a mi me pareció demasiado caliente. Nos dieron de cenar y dormimos en un pajar que la familia habilitó para los montañeros que, más prudentes que nosotros, se habían refugiado en el pueblo.

Estaba destrozado, no obstante quedé prendado de una chica morena, muy delgada y con unos grandes y oscuros ojos. Me sentí devorado por su mirada. Le acompañaba una amiga tan extrovertida como ella. Entablamos amistad y nos acostamos a su lado, con los sacos; y me quedé dormido sin darme cuenta, seguramente hablando de cualquier intrascendencia. Por la mañana andamos juntos hasta Puigcerdà, rodeados de nieve y dejando a nuestra derecha un maravilloso paisaje.

De aquella chica me impresionó su fortaleza, aunque ella lo estuviera más de la nuestra y de la audacia que habíamos demostrado. Fue un amor efímero pero intenso, de dos fines de semana. Supuse que debió asustarle mi manera de vivir y la poca estabilidad que ofrecía. De ella recuerdo su ardor. Los pocos preámbulos los ponía yo y casi a quemarropa, sin tiempo para completarlos. También recuerdo su pasión por la literatura y el teatro.

 

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1 comentario:

  1. En cuanto a lo de la chica. Al final esas aficiones comunes es lo que más falta. Porque las otras intangibles, con el tiempo poco a poco, como una fotografía expuesta a la luz, se va diluyendo hasta desaparecer casi por completo.

    Salud

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