jueves, 22 de abril de 2021

El Camino Infinito, 38 parte

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La subida por la vaguada fue muy dura. Al principio no había camino y tuvimos que inventar uno. Los derrumbamientos y la falta de uso lo habían destruido por completo. Nos guiamos por la intuición para imaginar donde podría haber estado, aunque tampoco fuera muy útil saberlo.
Escalamos como pudimos, sin cuerdas y con las pesadas mochilas colgando, por grandes rocas y piedras, que muchas veces se movían u oscilaban con nuestro peso. Lo hicimos con extremo cuidado, no podíamos permitirnos un resbalón, pero tampoco parar a medio camino. Vimos a un águila dando vueltas sobre nosotros, preguntándose, supusimos, qué tipo de bichos éramos y de qué pasta estábamos compuestos.
A trescientos o cuatrocientos metros, después de tres horas de penosa ascensión, encontramos lo que parecía haber sido un sendero. Lo seguimos y poco a poco fue definiéndose, aunque con grandes rocas y piedras cortándonos el paso. En algunos tramos tuvimos que pasar pegados a la pared, a veces cien o doscientos metros, hasta el punto de dudar si lo habíamos perdido o, simplemente, que no era tal camino sino un paso de cabras u otros animales. El piso se deshacía a nuestro paso y nos agarramos a las rocas como pudimos. No nos atrevimos a mirar el precipicio, era impresionante y la caída mortal, y volver sobre nuestros pasos aún era más difícil y peligroso que seguir. De vez en cuando escuchaba las quejas de Anna en forma de improperios, insultos a la montaña y a las rocas, y eso paradójicamente me tranquilizó y consiguió que no me rindiera. Mi compañera estaba igual de desesperada, pero ni mucho menos rendida. De hecho era una manera de pedir que no parara. Y en un momento de desespero, cuando creímos que era imposible el paso y no estábamos seguros dónde clavar la punta de nuestras botas, pude asomarme a uno de los requiebros de la roca que casi nos impedía el paso. Casi lloré de alegría, al otro lado se veía el camino dibujado en la montaña, zigzagueante, difícil y escabroso; pero la perspectiva no podía engañarnos, sin duda lo era y lo seguíamos correctamente. El problema era llegar a él, pasando la gran roca por encima con el riesgo que se desprendiera por el peso, o de alguna manera forzando su caída, con el riego de provocar un gran desprendimiento. Finalmente optamos por encaramarnos a ella y pasarla lo más rápidamente posible, deslizándonos como serpientes.
Tuvimos suerte, solo llegar a un tramo suficientemente ancho, empezó a soplar el viento; primero poco y suave, después, en menos de diez minutos, fuerte e intenso. En los tramos desprendidos no hubiéramos podido aguantar el equilibrio con semejante ventolera.

Llegamos a lo alto de la vaguada con el sol bastante caído. Habíamos resistido sin comer y casi sin beber para no perder tiempo, ya que desconfiábamos de la resistencia del piso y temíamos los desprendimientos y un cambio de clima imposible de superar. Una pequeña tempestad habría representado nuestro final. Lo sabíamos y, aunque no tuviéramos miedo, ni cuando creímos oír truenos a lo lejos o quizá el ruido de un desprendimiento, sabíamos que no podíamos pasar la noche en aquel lugar, colgados de cualquier manera.
Por entre las rocas no dejamos de encontrar excrementos de cabras monteses, en forma de bolas de dos a tres centímetros de diámetro compactas y secas. Las habíamos visto subir con una ligereza envidiable, seguramente de vuelta de su abrevadero natural. Y pensamos, con razón, que si había tanta cabra, también merodearía una familia de leopardos.

Tal como el valle era riquísimo, la vaguada, que por lógica había de bajar agua en cantidad, era un desierto de pizarra veteada con roca gris y cuarzo blanco. Allí ni siquiera crecía liquen. A los lados, dos montañas, verticales y desoladas, aterradoras para cualquiera excepto nosotros; que cualquier cosa ya nos importaba poco, que no pensábamos en el futuro.
El camino, todo ser difícil y peligroso, nos pareció una pista. Probablemente nuestros amigos del pueblo tendrían una referencia de él basada en el tiempo, cuando era más asequible y conservado. Nadie podía imaginar que tras un valle antiguamente habitado, tan ancho, rico y bello, el camino se convertiría en infernal.
Nos sentamos en un pequeño recodo, donde su anchura lo permitía, y comimos tranquilos. Disponíamos de toda la tarde para andar y estábamos decididos a no parar, hasta encontrar un buen lugar para descansar, aunque oscureciera. No habíamos perdido el respeto a la montaña, pero si el miedo.

La tensión nos había quitado las ganas de hablar. Comimos, una vez más, sentados en el borde del precipicio, pero ya nada nos impresionaba, ni la altura, ni las nubes, ni el águila, ni siquiera la posibilidad que el leopardo oliese la comida. Nos habíamos acostumbrado a la belleza y la grandeza. Nuestros parámetros habían cambiado, ahora importaban el riesgo, los hombres y el conocimiento. Y sin embargo, la enormidad que nos rodeaba no nos dejaba indiferentes, seguía siendo la frontera que traspasar; aunque supiéramos e intuyéramos, que lo visto y vivido era irrepetible. Por mi parte nunca había vivido nada parecido. Estaba acostumbrado a las travesías de alta montaña pirenaicas, con mucha más nieve y hielo, con más frío. Pero la diferencia era tan abismal que no cabía comparación. Si mirábamos para atrás no podíamos creer lo que habíamos pasado, aún más si lo hacíamos para abajo, pero nada comparado si mirábamos enfrente, a lo que nos esperaba; o a los lados, a las gigantescas paredes y cumbres que nos rodeaban. El silencio y la soledad eran tan brutales que habrían acongojado y llenado de ansiedad a cualquiera, sin embargo, a nosotros nos llenaba el espíritu y nos hacía sentir grandes, tanto como el paisaje.

Llegamos a la cumbre agotados, pero respirando bien, a media tarde y con el sol escondiéndose tras otra de más alta; aunque allí todas lo parecían. Esta vez quisimos llegar a ella por mucho que no hiciera falta. El paisaje y la comodidad son distintos. En las cumbres de aquellas montañas, siempre había, sin que encontráramos una explicación razonable, pequeñas plataformas naturales de piedra, justo antes de llegar, una vez traspasadas o en la misma cumbre. Un lugar donde descansar mejor y relajarse con el gigantesco paisaje que ofrecen todos los puntos cardinales. Y mucho frío, intenso y cruel en pleno junio; y viento, hielo y nieve.
Como pudimos cavamos un agujero y plantamos los palos a su alrededor. Ya lo habíamos hecho anteriormente, pero nunca con tanta nieve, ni con el previsible viento que podía levantarse en aquel lugar. Respirábamos bien, por lo que a eso no le dimos importancia. Pese la dificultad, el peligro de la subida y la cantidad de nieve, la altitud de aquella cumbre era muy inferior al resto de las montañas que habíamos superado.

Dormimos pegados, ya no de frío, de amor o de miedo, sino de agotamiento y tensión. Nos sentíamos uno, como si la intuición nos avisara de un peligro mortal, como si fuera la última noche que íbamos a pasar juntos. Esa era la sensación, tal vez porque, por vez primera habíamos rozado la muerte y dependimos más de la suerte que de nuestra pericia y fortaleza.
Desperté por el frío en la cara, la busqué en la penumbra y, al no encontrarla, me levanté y salí de la tienda. En otro lugar aún no habría salido el sol, sin embargo, allí, por la gran altura en la que estábamos, ya podía vislumbrarse. La encontré sentada en una peña, mirando hacia el Este; enfundada con el saco y vestida con el shalvar kamez y un jersey de lana. Me acerqué y me senté a su lado, estaba ensimismada con el paisaje, con su belleza, en silencio. Ni siquiera volvió la cabeza para mirarme o saludarme. Me levanté y dejé que disfrutara de su soledad.

Nunca me dio aviso de lo independiente que era, ni lo libre que se sentía, tampoco el significado que daba a estas dos ideas. Tampoco habría hecho falta, siempre lo supe. Lo desprendía por cada uno de sus poros, de sus palabras y de sus actos. A veces caía en la tentación de considerarla egoísta, sobre todo en la ternura, cuando para mi se convertía en necesidad.
¿Por qué evita esta forma de amor conmigo? me preguntaba, deseando que sintiera lo mismo que yo por ella. Nunca lo entendí. Ni siquiera hoy, después de tantos años y tantas vivencias uno junto al otro, puedo imaginarlo, y nunca me he atrevido a preguntárselo. Quizá fuera porque mi viaje había empezado por Alba y no por ella, cuando la realidad fuera distinta sin que yo osara reconocerlo; por mi relación con Patty; por mis aventuras con Artur. Tal vez fuera algo que se me escapaba, que la hiciera sentirse rabiosa e impotente.

Pasada la pequeña cumbre, el camino volvió a ser escabroso y difícil. Pero esta vez, por ser bajada y que ya nos habíamos acostumbrado, nos lo tomamos con más humor, sobre todo porque a lo lejos se vislumbraba vegetación.
Bajo una gran roca que formaba una cueva, de improviso nos encontramos cara a cara con un esqueleto humano, en parte destrozado y con sus huesos desperdigados. Apoyado en un rincón, como si hubiera parado a descansar, estaba el tórax con el cráneo entero, los huesos todavía estaban pegados y mantenían su forma original. A su lado y apoyado en la piedra, un machete completamente oxidado; en el suelo, un reloj de bolsillo. De su vestuario solo quedaban jirones y, bastante más lejos, donde creí que estaban las extremidades, un anillo y los restos de una zamarra. Me agaché para mirar su postura y comenté a Anna que aquel hombre podría haber muerto de enfermedad o frío, pero no por un ataque animal. Cogimos sus pocos bienes y cubrimos los restos con piedras.
Nos extrañó que llevara machete y no fusil, era el primero de aquellas características que veíamos en el país. Del pueblo salimos con unos bastones pintados de gris oscuro. Nos aconsejaron que los lleváramos en bandolera simulando ser armas de fuego, pero terminamos utilizándolos como bastones, para apoyarnos en las bajadas o para hurgar en la maleza del valle antes de dar unos cuantos pasos. Aquellos palos debían servir para engañar al leopardo, no pesaban y servían de bastón; mientras que de lejos, cualquier militar podía ver lo que eran sin llevarse a engaño. El fusil, aparte de ser un estorbo, daría que pensar a cualquiera.
Seguimos andando en silencio, aunque no duró demasiado. Al poco ya estábamos hablando animadamente, pero solo cuando la respiración y los momentos de poca dificultad lo permitían. El viaje, ya desde Lahore, nos había endurecido; y el valle, las montañas y la soledad, habían hecho que mirásemos la vida de otra manera, valorando la inmediatez por encima del futuro, como si no dependiera de nosotros.

Durante la subida, justo antes de encontrar el esqueleto, nos habíamos prometido que si uno de los dos caía malherido o enfermo, el otro lo abandonaría. Pero después y a medida que íbamos avanzando, en los momentos que el aire y el camino nos permitían hablar, la promesa fue diluyéndose. Éramos conscientes que ninguno de los dos abandonaría al herido, aunque representara su muerte. Y es que le dábamos más valor a estar junto al compañero que a la vida.

Atravesamos un pequeño valle absolutamente abandonado. Tanto los huertos como los caminos estaban llenos de altas hierbas y matorrales, los corrales abiertos y algunas de sus puertas caídas por el desprendimiento de sus goznes. Sin embargo, las casas, hechas de sencillos tablones de madera de cedro, tenían cerradas sus puertas; probablemente atrancadas desde su interior, ya que en aquel país nadie utilizaba cerrojos y sí unas baldas de madera, parecidas a las que se utilizaban en nuestro país. Buscamos una con la cubierta en buen estado, y al no encontrarla acampamos cerca de una caída de agua; un torrente regulado por un muro de piedra, que atravesaba el camino bajo un pequeño puente de piedra. Era más seguro que dormir en el interior de una de las casas, cuyo techo se caía o las tablas del suelo se quebraban con nuestro peso. Tanto el puente como el camino estaban llenos de maleza y ortigas, tan omnipresentes como incómodas durante todo el trayecto del valle. Hacía años que nadie pasaba por él.

Nunca nos habíamos sentido tan fuertes. Habíamos adelgazado, menos en el caso de Anna, y ganado musculatura. Y éramos capaces de andar un día entero, comer cualquier cosa y beber el agua que brotaba de fuentes o la que se filtraba a través de la roca; y acampábamos siguiendo nuestro instinto, y seguíamos el camino del sol.
¿Cuántos kilómetros andábamos al día?
No lo sabíamos ni nos importaba. Como mínimo el doble de los que habíamos hecho con el comandante, por el constante zigzagueo de las montañas. No sabíamos dónde estábamos ni si encontraríamos algún pueblo habitado, solo estábamos seguros de llevar la dirección adecuada por el sol. Íbamos al oeste, siempre al oeste, y solo nos permitíamos pequeñas variaciones, obligados por la dirección del sendero o para poder sortear las grandes montañas.
Posiblemente, el propietario del anillo y del reloj habría habitado en aquel poblado y su familia lo debió echar en falta. Quizá los pobladores tuvieron que abandonar sus casas con urgencia. Aquella noche, por vez primera nos sentimos tristes e impotentes.

Igual que en el valle deshabitado, recolectamos zanahorias, rábanos y otras verduras asilvestradas muy pobres en alcaloides; pescamos con la mano unos cuantos peces y conseguimos cazar un par de pequeños conejos. Dos días más tarde, después de haber seguido el curso ascendente del pequeño río, subimos una gigantesca cumbre cubierta de nieve. La noche anterior habíamos acampado en una pequeña oquedad escondida tras un muro de hielo, que poco a poco iba deshaciéndose. La cumbre era tan alta que empezamos a notar la falta de oxígeno, y tuvimos miedo de perder el conocimiento si no nos adaptábamos, pero solo fue una sensación pasajera, seguramente por la mezcla de cansancio y la altura, que finalmente pudimos controlar. En lo alto de la cumbre encontramos un pequeño lago. Su agua estaba tan fría que no nos atrevimos siquiera a lavarnos la cara, y supusimos que se habría formado por la nieve caída días atrás. A su alrededor crecían los típicos y desperdigados matojos, esta vez cubiertos de nieve. A lo lejos y a un lado del lago vimos un rebaño de cabras pastando, probablemente líquenes, porque otra cosa no había; y cerca de ellas una cabaña con dos hombres sentados en el suelo, justo en la entrada, que nos observaban con sendos fusiles apoyados en la pared. Recogimos las mochilas y nos acercamos, quizá estuvieran a más de doscientos metros de distancia. Ya más cerca vimos que levantaban la mano para demostrar amigabilidad. Parecían contentos de vernos. Nos presentamos como pudimos. No entendieron nada de lo que intentamos decirles y nosotros tampoco las suyas. Fue tan divertido que los cuatro terminamos riéndonos.

La risa es el mejor idioma, la alegría la mejor conducta y la música el mejor medio de comunicarse. Nos sentamos en el suelo frente a ellos, y les enseñamos el anillo, el reloj y el machete, y como pudimos les explicamos cómo los habíamos encontrado. Estuvieron largo rato estudiándolos, hasta que al final nos los devolvieron. Intentamos que se quedaran el anillo y el reloj, pero negaron ostensiblemente con la cabeza. Hablaron entre ellos, parecían no estar seguros de quién podía ser su propietario. Les explicamos con signos que solo quedaban sus huesos y señalamos el óxido del machete y, con un dibujo en el suelo, el valle con el pueblo abandonado y el número de montañas que habíamos pasado y su dirección. Entonces volvieron a hablar entre ellos y nos dijeron:
- Lahore-

Lo entendimos perfectamente. Los descendientes del tipo se habían trasladado allí. Y riéndose nos señalaron y con dos dedos simularon una persona andando y volvieron a decir Lahore. No había duda, nosotros éramos quienes habían de devolver aquellos objetos.
Apenas nos quedaba comida, algo de la fruta asilvestrada recolectada en el poblado, unas tortas secas, un conejo y la miel del pueblo que habíamos conservado como el oro. Aquella mañana habíamos comido raíces y verduras silvestres de las recolectadas en los huertos abandonados, que sabíamos comestibles y nutritivas, y huevos que habíamos encontrado escondidos entre las rocas, sin saber de qué animal eran. Ante la incertidumbre buscábamos alimento fresco e intentábamos reservar el que podía conservarse. Agua no faltaba, pero la renovábamos en cada lugar donde la encontrábamos potable, que es donde los animales beben y crecen.

Esta vez no podíamos compartir demasiado, sin embargo, abrimos la mochila para que no nos tomaran por inamistosos y mostramos todo lo que nos quedaba. Y nos dolió tanto, como alegría les dio a ellos poder invitar a los extraños forasteros. Por la noche encendimos un fuego con matorral y excrementos secos, y cantamos con ellos unas canciones maravillosas.
Habíamos sentido y visto la belleza de mil maneras. Creíamos que era imposible conocer otra y superar la del maravilloso valle. Y, sin embargo, con aquellos dos tipos barbudos y malolientes, de ojos pequeños e inquisitivos, armados hasta los dientes, con la cabeza cubierta al modo pashtún, que miraban a mi compañera de manera que podía significar cualquier cosa, desde admiración hasta codicioso deseo, descubrimos una nueva forma de ella, más intensa y humana que cualquiera de las encontradas hasta entonces.
Y después de compartir la cena con nosotros, tendieron alfombras desde el techo, para dividir la minúscula cabaña y dejarnos un pequeño espacio de intimidad. Y seguimos cantando, nosotros desde nuestro rincón y ellos desde el suyo. Y después, ya derrengados por el cansancio, los cuatro no pudimos más que reír de felicidad.

Por la mañana nos regalaron dos pares de calcetines confeccionados con lana y pedazos de tela, fuertes, recios, para suplir los que llevábamos, destrozados por las largas caminatas; y nos dieron carne ahumada y gran cantidad de ciruelas secas para el camino. Nos sentimos abrumados, por un lado sabíamos que íbamos a necesitar los alimentos, pero por otro no los queríamos sin dar nada a cambio; sin embargo, solo teníamos dinero y sabíamos que ofrecerlo era casi como un insulto. Anna me dijo que encontraríamos algo de comer por el camino. No podíamos estar lejos de un lugar habitado y nuestro camino llevaba a un valle. Y cuando me preparaba para simular desolación por no poder aceptar sus regalos, nombraron por dos veces a Yuz Benzir, nuestro atractivo y simpático amigo del pueblo, tan lejano y cercano a un mismo tiempo. La posible discusión había terminado.

Allí donde fuéramos de la comarca, su nombre nos seguiría y protegería, todo el mundo sabría de nuestra existencia. Y entendimos la alegría de los dos pastores. Habían pasado ocho días desde nuestra salida del pueblo, sin que nadie supiera de nosotros. Habíamos seguido el peor camino, el más deshabitado, agreste y salvaje, impracticable para la mayoría de los mortales, el más peligroso. Habíamos atravesado un valle que pocos habían visitado, tierra de nadie entre gente que se mataba, con agua y comida para dos días a lo sumo. Lo lógico es que pensaran lo peor.
Se despidieron casi como soldados, de pie al borde del camino y con la mano levantada, que en cualquier otro lugar y momento, y de no haber sido por sus gritos y su alegría, hubiera sido un saludo fascista.
A su vuelta podrían decir a todo el mundo que habían ayudado a los dos jóvenes amigos de Yuz Benzir, que, contra todo pronóstico, estaban bien y seguían su largo camino.

 

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