jueves, 8 de abril de 2021

El Camino Infinito, 36ª parte

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Para llegar al valle había que cruzar la frontera por un estrecho y angosto cañón, y atravesar una de sus cumbres. El primer tramo era el mismo que el de dos días antes. Una vez pasada la cumbre debíamos seguir el valle hasta su límite y pasar entre dos altas montañas por su vaguada. El peligro, si lo había, estaba allí, en el valle.

A medida que avanzábamos, los habitantes de los caseríos, labradores, mujeres y niños salían o dejaban sus aperos para saludarnos y despedirnos; unos a voces desde lo lejos, otros con el brazo, algunos dándonos la mano por el camino. Por nuestro lado pasaron dos jinetes con sus kalashnikovs en bandolera, poderosos y altivos, llevaban nuestro camino y tenían una curiosa manera de cabalgar sus pequeños pero resistentes caballos, con la espalda ligeramente curvada hacia atrás, que nos hizo pensar en el dolor que debían padecer con el tiempo. Al pasar nos saludaron y de inmediato pusieron sus monturas al trote. Eran del grupo de amigos de nuestro anfitrión. Uno de ellos, ya un poco lejos y con chulería, levantó el rifle como saludo y para que todo el mundo lo viera. Era evidente que querían garantizar la seguridad del camino y lo mostraban para nuestra tranquilidad y para que nadie olvidara que estábamos bajo su protección. No hubieran debido, era nuestra responsabilidad y públicamente la habíamos asumido.

De todos era conocida la tensión reinante en la frontera por la situación en Bangla Desh. El gobierno hindú buscaba una excusa para entrar en guerra y terminar con el problema de los cientos de miles de refugiados y, de paso, debilitar a su eterno enemigo. Provocar un enfrentamiento en Cachemira era sencillo, aunque también lo más peligroso. Llevar la guerra a aquellas montañas significaría eternizarla y entrar en conflicto con China, y eso podría convertirse en otra guerra mundial y la completa destrucción de la zona.

El cañón era impresionante. En pocos kilómetros se angostó hasta desaparecer como tal para convertirse en un camino estrecho y costoso. A sus dos lados, las paredes de roca se alzaban verticales y oscuras, dando la sensación de pasar por un túnel. Al llover, aquel camino había de convertirse en un infierno de agua y piedras; sin embargo, la sequedad del momento era tan intensa que asustaba. En un momento empezó a subir, en algunos puntos casi como escalera de altos peldaños. El sendero aparecía y desaparecía, hasta el punto que debíamos saltar por las rocas para seguirlo. Al Este, unos tramos a nuestra derecha y otros a nuestra izquierda, el precipicio. Como dos días antes y a unos tres mil quinientos metros de altura, encontramos una pequeña meseta con bajos y raquíticos arbustos desperdigados a la manera de un desierto. Allí, a un lado y encaramándose a la roca, unas cuevas habitadas por gente medio desnuda y tan raquítica como la vegetación, absolutamente calva o con pocos cabellos, tan largos que casi los arrastraban por el suelo, que defecaba delante nuestro o manipulaba sus genitales de forma provocativa. Vimos a mujeres agazapadas tras las rocas, mirándonos con miedo, mientras algunos hombres nos observaban desafiantes. Buscamos los excrementos de los caballos de nuestros amigos para saber si habíamos seguido su camino o había otro que nos hubiera pasado desapercibido. Y vimos su rastro, algunas manchas entre las piedras. Los lugareños los habían cosechado para darles una utilidad que preferimos no imaginar. Y pedí a Anna que los ignorara, intentando así que no se inmiscuyeran en nuestro camino. Su curiosidad la pudo y hasta se acercó para conocerlos. Supuse que el interés didáctico por sus estudios de sicología, pudieron más que la prudencia. No duró demasiado, el presunto desafío se tornó en espanto y provocó la desbandada. Y me alegré con cinismo y hasta un poco de crueldad. Lo más seguro es que los dos jinetes habrían dado el aviso a su manera.
Y me pregunté si el Islam habría llegado hasta allí, de la misma manera que en algunas casas aisladas de nuestro país, que, aun habiendo llegado el cristianismo, al transporte subterráneo se le consideraba cosa del diablo, sus habitantes se tomaban entre hermanos, no conocían los cítricos y de fruta solo comían manzanas asilvestradas. Eso tan extraordinario, lo vi y viví con Artur en mis correrías por la Cataluña interior, sin que hiciera falta ir a las Hurdes, a los Monegros o a la Andalucía más interior. En todos los sitios existe degradación cuando la sociedad olvida sus obligaciones.

Aquella era una de las montañas más altas de la comarca. Bastante antes de llegar a la cumbre empezamos a notar la falta de oxígeno. Andar se hizo penoso y las mochilas nos pesaban más que nunca. El sendero se había vuelto infernal y hacía mucho viento. Buscamos el rastro de los caballos, sus pisadas en forma de rascaduras recientes sobre la roca o algo de excrementos frescos; pero después del encuentro con los habitantes de las cuevas, ya no encontramos señal alguna, ni siquiera el rastro en la nieve y el hielo, a cada momento más abundante. Probablemente se habrían refugiado en alguna de las cuevas o habrían dado la vuelta a la montaña por algún camino desconocido para nosotros. Después de todo, no podíamos imaginar aquellos caballos, pequeños pero fuertes, subiendo la escabrosa pendiente llena de nieve que seguía a partir de aquel punto, y superar tantos metros de altura y con tan poco oxígeno.

Desde lo alto y al visualizar el valle se nos cortó la respiración, y no por la evidente escasez de oxígeno, ya que creíamos estar cerca de los cinco mil metros y habíamos andado mucho y cargados, sino por la increíble belleza que veíamos bajo nuestros pies, que nos esperaba, salvaje, virgen, deshabitada. Sobre nosotros se levantaba la cumbre, majestuosa y enorme, más de un kilómetro de roca y hielo de un gris azulado. Y vimos el vuelo de los pájaros desde una perspectiva desconocida, las pequeñas nubes que corrían hacia el norte y chocaban con las montañas, sin poder asaltarlas para superarlas. Mil colores, el reflejo de la luz en los pequeños lagos, la infinita gama de verdes, los prados agrupados por colores, todos los del mundo, y los bosques. Un jardín absolutamente natural, preservado por la enemistad de los hombres, la tierra de nadie incólume y respetada gracias al miedo.

Era tarde y el hambre empezó a hacer mella. Habíamos calculado mal y llevábamos seis o siete horas caminando sin descansar. La subida había sido más difícil de lo esperado y la despedida demasiado larga. No supimos qué hacer, si comer allí mientras nos recreábamos o seguir el camino para hacerlo directamente en el enorme jardín.
Comimos a toda velocidad y empezamos el descenso, serpenteante y tan peligroso como la subida; aún más, porque la prisa, el ansia de recuperar el tiempo perdido, nos hacía imprudentes. Las mochilas nos desequilibraban. En un instante de lucidez paré, tenía la suficiente experiencia en la montaña para conocer el riesgo que corríamos. Habíamos de andar con cuidado, disfrutar del paisaje. Teníamos todo el tiempo del mundo y un vulgar traspié podía convertir la aventura en un mortal drama. Anna me seguía, parecía tranquila, me miró y no pudo más que resoplar. Se había percatado al mismo tiempo que yo que así no podíamos continuar.

El riesgo es absurdo cuando se puede obviar. En la montaña, en aquella en particular, era tan arriesgado seguir como parar. Acampar allí era una barbaridad, continuar significaba exponerse a la oscuridad, buscar un refugio era muy aventurado, ya que no lo había hasta donde llegaba la vista, y más abajo, por lo que se veía, todo era corrimiento de piedras.

- Hemos de subir un poco, desandar el camino hasta encontrar un lugar seguro para acampar- le dije mientras miraba el destrozado camino.

Miró para arriba y se puso a reír. Me señaló unas nubes que rápidamente venían hacia nosotros, eran cúmulos y entendí.
Todos tenemos miedo, unos más que otros. En aquel momento yo lo tuve y mucho. No habíamos hecho más que empezar y ya nos estábamos codeando con el desastre, y no en manos de soldados hindúes, de guerrilleros o de leopardos sino en las nuestras y las de la naturaleza.
El valiente, el osado, el que desafía la suerte con una sonrisa, puede ser muy respetuoso con el riesgo. El valor, la osadía y el desafío son sus defensas. Sin embargo, eso no le impide ser prudente. Saber recogerse y esperar también es lo contrario que el miedo, porque quien siente la rabia de vivir intensamente sabe que para conseguirlo ha de sobrevivir.
Repasé mis conocimientos sobre la montaña y descubrí que allí no servían para nada. El agua podía provocar desprendimientos y se colaría a través de las grandes rocas hasta empaparnos, por mucho refugio que encontráramos. Y todo parecía indicar que la tormenta, en caso de haberla, sería eléctrica, y por lo que sabíamos podía ser descomunal. Miramos a nuestro alrededor y no vimos nada que pudiera servir de refugio. Anna recordaba haber pasado, unos cien metros atrás, al lado de tres grandes rocas que conformaban una pared algo vertical, tan grandes y pesadas que el desprendimiento que las moviera había de ser ser tan monstruoso que más valía no darle muchas vueltas, además podrían hacer de parapeto natural. Nos acercamos y limpiamos de pequeñas piedras el suelo, para hacerlo más confortable y ganar profundidad bajo la pared; pequeñas para nosotros o las que abundaban, porque para cualquier montañero de nuestro país, aquello eran rocas que movimos más con astucia y la técnica de Arquímedes que con fuerza.

Tendimos la lona con ayuda de dos de los palos que apoyamos en la pared y la cerramos con multitud de piedras en el suelo. No era una tienda, pero nos cubría algo y nos guarecería de las rachas de viento. Y una vez más nos sentamos al filo del precipicio, desde él, un poco a nuestra izquierda, se divisaba una pequeña parte del valle, suficiente para deslumbrarnos con su belleza. Bajo nuestro un gran cañón y frente a nosotros la montaña más desolada y gris que se puede imaginar, con pequeños charcos de coníferas en su parte más baja; pero de tal belleza en su conjunto, que apabullaba los sentidos. No nos atrevimos a hablar, como si temiéramos romper el encanto y el silencio, solo alterado por el sonido del viento al resbalar y chocar por las rocas.

- Solo para ver eso vale la pena tanto riesgo -susurré a mi amiga.

No llovió, incluso desapareció el viento; sin embargo, nos costó horrores dormir, y no por el ruido de las fieras, que no supimos si lo eran por no haberlas oído nunca. Ya no nos espantaba nada y menos algo tan melifluo como el hipotético rugido de un presunto leopardo. Nos habían explicado que dormir cubiertos debía ser suficiente para evitar convertirnos en su presa, solo debía porque se había dado algún caso, que como siempre alguien vinculaba al hombre leopardo. Y Anna en un momento que nuestros amigos del pueblo intentaron hablarnos sobre el tema, cortó la conversación diciendo que, en caso de tomar en cuenta los posibles riesgos, ni siquiera habríamos salido de Barcelona.
Sabíamos que la noche potencia cualquier ruido, que un simple ratón excavando la salida de su madriguera, podía parecer un elefante acercándose con sigilo. No, no eran los ruidos, que al final los agradeces ante tanto silencio, sino la falta de sueño por el cansancio y la gran excitación que llevábamos encima. 

 

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