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Estúpidos los capaces de prostituirse por la quimera del poder |
Hoy hace un mes de la muerte de Elisandra. Coincidimos en
la revuelta, era mayor que yo, pienso que entre cinco y seis años. Alta, casi
como yo, y espigada, muy elástica, liberal y sensual en extremo, eso
último por lo que Mónica me explicaba. Me gustaba mucho, pero solo podía
seguirla de lejos. Nunca se me permitió conocerla. Entonces no sabía su
nombre, lo supe mucho después, durante el famoso encuentro que Tomás y Mónica
organizaron.
No sé de qué murió, Mónica y yo no lo preguntamos.
Elisandra no era su verdadero nombre, pero si el que a ella le gustaba. Algunos
le llamaban Eli, lo supe cuando por fin la conocí, cuando me saludó con un beso
en la mejilla y un emocionado abrazo.
-Así que tú eres el famoso Popol. El hombre secreto, que
la mayoría creíamos que no existía, pero que nos mandaba al matadero.
Recuerdo buscar con la mirada a Mónica y a Jordi para recriminarles que la
gente pensara eso de mí, cuando ni siquiera debería saber de mi existencia.
Y recuerdo su pelo alborotado, tan distinto al de Mónica, que nunca perdía la
forma. La recuerdo como si fuera hoy mismo, valiente como todos, arrojada y
escurridiza.
Elisandra. Un extraño y bello nombre. Está enterrada en
un pequeño pueblo de montaña, junto a los suyos, en el suelo y con una sencilla
lápida sin cruces, con su nombre pintado en negro sobre ella, a la espera,
supongo, que alguien lo esculpa. Aquí yace Elisandra, solo eso.
No es el primero que nos deja. Hace años lo hizo Blanca y poco después el mismo
Coronel. Alguno más según Mónica, pero como siempre desconocido para mí. De
Blanca supe durante aquel encuentro, porque oí que hablaban de ella y de su mal
curado cáncer de mama.
-Son cosas que pasan –dice Amara al leer esta historia.
Son cosas que pasan, pero que a mí me duelen profundamente, sobre todo no
haberlos conocido, ni siquiera cuando todo terminó.
-Tú no sirves para
eso. Tú debes estar a mi lado, estudiar lo que ha salido mal y prevenir lo que
harán para contrarrestar lo que bien. Nosotros siempre debemos estar listos
para intervenir. Nadie debe conocer nuestros nombres, ni tan solo que existimos.
Hablamos un rato, poco porque pronto encontró a viejos
compañeros que no tardaron en asaltarla, que alguno me miró a hurtadillas al saber mi identidad.
Voluntariamente arrinconado junto a Tomás, que hacía de anfitrión mudo,
fingiendo un trabajo inexistente como ayudante suyo.
-¿Te das cuenta? Muy pocos nos conocen y esos nos ignoran. Es su fiesta, no la
nuestra.
Mi aislamiento no duró demasiado. Al poco la vi hablar
con Mónica y esta me arrastró hacia ellos.
-Nos cagábamos mucho en ti. Siempre pensé en decírtelo si llegábamos a
conocernos. Al principio creímos que Popol era el nombre de un grupo, pero
ella no podía soportar ninguna crítica hacia ti, y eso nos hizo pensar que
existías y que estaba locamente enamorada de ti.
Y me reí con ganas, tranquilo y feliz. El resto nos
observaba, pero sin dejar de hablar entre sí de sus cosas. Se notaba que nunca
habían dejado de verse, que solo unos pocos eran extraños, pero nunca como
Tomás y yo.
Y le conté, con un poco de condescendencia, que yo sí la
veía, aunque de lejos, y que un día conseguí acercarme tanto que la tuve a mi
lado sin que se diera cuenta. Que me atraía mucho e inconscientemente la
buscaba.
Y después de una intensa mirada, como si valorara mi
capacidad amatoria, esbozó una preciosa sonrisa. Luego, al ver que la
conversación pronto tocaría a su fin, me cogió del brazo para apartarme del
grupo, y a bocajarro me preguntó si con tantos años pasados podría sacarle de
la duda.
-¿Realmente lo fuisteis?
Recuerdo mirar a lo lejos a Mónica, rodeada de sus
antiguos compañeros, de los dos gigantes que todavía parecían cubrirle las
espaldas. Luego a Elisandra directamente a los ojos, y vi sinceridad y nobleza
en ellos. No preguntaba por malicia o chismorreo sino para saldar una cuenta
quizá con ella misma.
-Mónica es mi amiga hermana amante, siempre lo ha sido.
Y alguien tiró de ella con la suficiente insistencia,
pero mientras marchaba arrastrada hacia otro grupo, vi sus ojos chispear de
alegría. Luego, ya casi al final de la fiesta, volvió a acercarse, esta vez cogida
del brazo de Jordi. Me dio un beso en la mejilla y me dijo que había sido
estupendo conocerme y que por mucho que se cagaran en mis muertos, siempre
habían sabido lo mucho que sufría por no estar con ellos.
-El primer día fue horrible, pasamos un miedo atroz,
cuando vimos que nos habíais metido en la boca del lobo, rodeados de grises que
nos miraban con odio. Pero luego, verlos correr huyendo de nosotros fue algo
tan grande, tan emocionante, que algunos lloramos de alegría. De haber sabido
de tu existencia te habría comido a besos.
Entonces todo parecía distinto, éramos especiales incluso
entre los pocos que arriesgaban su físico. Yo veía a Elisandra como un ser casi
sobrenatural, fuerte y duro como Mónica, Jordi y tantos otros. Yo solo era una
rata de despacho, con mi mente llena de mapas e informes, con Tomás en un
rincón sentado con una cerveza en la mano, flemático y seguro de sí mismo; con
Julio, las pocas veces que coincidía, mirándome fijamente a los ojos, mientras
yo dibujaba posibles escenarios con las manos e imaginaba lo que estaría pasando; con el Ingeniero, moviéndose nervioso por no
estar al pie del cañón.
A Tomás le gustaba decir que éramos el núcleo duro, los que nunca se
equivocaban aunque todo saliera mal. Nosotros entre cuatro paredes, Mónica,
Estéban e Irene en la calle, cada uno con lo suyo. Ya entonces me sorprendía que
unos militares pudieran aceptar que dos mujeres tan jóvenes llevaran la
responsabilidad de la acción, mientras el resto lo hiciéramos con la parte más
pasiva. Eso es algo que nunca preguntaré a Tomás.
Ahora se me hace extraño tanto secretismo, pero entonces sabíamos que debíamos
estar preparados para la peor de las situaciones.
Nos vimos alguna otra vez, pocas, una cena o un pequeño
encuentro. Ella siempre venía, cogía el tren y pasaba la noche en casa de
Jordi, y a la mañana siguiente volvía al pueblo con su familia. Hablábamos de
cosas insustanciales, de nuestra vida actual, del trabajo; nunca más de la
revuelta y lo que significó para nosotros. Las mesas eran largas y cuando no
coincidíamos sentía su lejana mirada clavada en mi rostro, como si quisiera desentrañar
un secreto pendiente de descubrir, quizá compartir lo que pensábamos sobre la
vida y el futuro, nuestros ideales.
Elisandra ha marchado antes de habernos podido conocer mejor. Su memoria se irá
disipando con el tiempo, pero no para mí, que quedará como un misterio sin
resolver. La acompañé hasta el cementerio, y Mónica, que dependía de mi coche,
tuvo que acompañarme.
Elisandra era especial, siempre lo supe y ahora más. El tiempo pasa y nosotros
con él. Lo que ahora siento me hace recordar lo frágiles que somos y el poco
poso que dejamos, tan poco que ahora no sé si vale la pena luchar por algo o
vegetar por lo que somos, no más que simples partículas emitidas tras el
estallido de una estrella a miles de millones de años luz, unidas por la casualidad
en un mundo ambiguo.
Elisandra se diluirá en el tiempo, cada día un poco más, a medida de que los
que la conocimos sigamos su camino; mientras yo siempre recordaré su mirada y
sus gestos.
Elisandra me ha enseñado que no debo esperar ni recrearme en el tiempo.
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