martes, 7 de febrero de 2012

EL BLUES DE AMARA (El camino imperfecto)

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Llegamos con sed, posiblemente por tanto boniato o quizá por el viaje, y de las jarras de cerveza no queda nada. El barman, tal vez sintiéndose culpable por no haber cortado a tiempo a los dos estúpidos, da la vuelta a la barra y nos sirve dos jarras más.
-Estas chelas las paga la casa –nos dice con elegancia.
Por la mañana el mesero nos envía a casa de un amigo.
-Es mecánico y alquila autos a gente como vosotros, son viejos cacharros, pero son de más fiar que los nuevos y más baratos. No os defraudará.
Tenemos que andar unas cuantas manzanas, menos de un kilómetro de casas tan pequeñas, como sencillas y encantadoras, antes de dar con el mecánico. Por el camino me dedico a observar los coches y entiendo al mesero. Los que para muchos son nuevos, en Barcelona serían viejos, y de esos mejor no hablar.
Por las callejas del barrio corren niños en harapos, se supone que los mismos de la noche anterior, que con la escasez de luz no vimos bien; y también gente sentada en los soportales o andando sin aparente rumbo. Es el contraste entre la ciudad rica y la pobre a unas pocas manzanas de la Lima administrativa, de los ministerios y del gobierno. Barro en las calles, ya no por el aguacero sino por el deficiente alcantarillado. Un niño corriendo se cruza en nuestro camino, no lleva calzones y los excrementos cuelgan de su ano. Nunca había visto nada igual, ni siquiera en los valles más escondidos de Cachemira o durante mi adolescencia, en los remotos poblados de Guinea. Lo siguen más niños de ambos sexos, algunos también sin calzones y con el cuerpo marcado por la desnutrición, que corren tras él para escarbar en la basura. Sorprendentemente no nos piden dinero, ni ellos ni sus mayores. Es la cultura y el orgullo de una gente, que, viviendo en tal pobreza, serían capaces de invitarnos en sus casas.
Nos recibe un tipo con barba entre negra y blanca, un color sorprendente, atribuible al peculiar modo como le han salido las canas; ancho de cara y muy pulcro por ser mecánico. El taller parece un desguace, tanto es así que por un momento me recuerda al del traficante de Lahore. Coches medio desmontados, sin cristales y llenos de piezas, incluso por encima de los asientos, que a simple vista deben servir para reponer otros. Le explico quien nos manda y hasta dónde pretendemos llegar.
-Más allá de Cuzco no es seguro, no puedo proporcionaros un carro para llegar tan lejos.
-¿Tan mala es la carretera? Le pregunto preocupado.
El tipo nos mira de arriba abajo, seguramente preguntándose cómo su amigo ha podido mandarle semejante ganado. Me pongo en guardia, por un momento pienso que está calculando cuánto dinero puede arrancarnos.
-Bueno, no se preocupe, ya encontraremos algo que nos lleve –le digo mirando a mi alrededor con desconfianza, imitando el mismo sistema utilizado la tarde anterior con el taxista.
-Para que os alquilen un auto nuevo tendríais que ir al Cercado y decir que lo necesitáis para corretear por la costa, no aquí, en Bajo el puente, y os saldrá muy caro y con él no llegareis demasiado lejos. Si queréis un auto para ir al altiplano, este os irá bien y es barato –nos dice señalando un antediluviano Peugeot, que miro con el máximo cariño, ya que de otra manera sería incapaz de tomármelo en serio. Me dice el precio y doy un respingo.
-Nos sale más a cuenta comprarlo –respondo irritado, convencido que intenta tomarnos el pelo.
Y el tipo me saca de dudas al decirme que en realidad el coche será nuestro hasta Cuzco o donde nos dé la gana caer muertos.
-En Cuzco tengo un amigo que por poco menos y dependiendo del estado, os lo comprará si le enseñáis el contrato.
Es la primera vez que me proponen algo así. El coche tampoco es tan caro, en cualquier sitio sería más barato, pero dudo que con él llegáramos lejos, sin embargo, el tipo me inspira confianza, quizá por la promesa de que en un sitio tan lejano, alguien lo comprará con solo ver el contrato. Sin embargo, soy consciente que la promesa no debería bastarnos, pero, por otro lado, el mesero nos lo ha recomendado. Miro a Leire a la espera que diga algo, inútilmente, porque hace como si la cosa no fuera con ella. Cuando salgamos debo hablar con ella, pienso. La excusa de no saber de automóviles no es buena y aún peor no atreverse a opinar por considerar mío el dinero.
-Una vez allí y dependiendo de sus intenciones, Ramón les alquilará el adecuado.
Y pienso sobre la facilidad que tienen de llamar alquiler a una venta, porque, visto lo visto, seguro que el tal Ramón querrá vendernos su auto.
-Podemos coger el coche de línea –escucho tras mío.
Y sí, es cierto, pero el plan era otro y pienso que la mejor manera de disfrutar del viaje es parar donde te place. Poco antes hemos visto pasar un autobús de esos, con la gente de pie y sentada en el suelo. Seguro que nos tocaría a nosotros y esa no es la mejor manera de ver el paisaje.
Al fin salimos con el Peugeot, miro por el retrovisor y veo la cara del tipo que nos observa mientras nos alejamos. Y, no sé por qué, me da que no está nada seguro que lleguemos con el trasto entero. El coche es mucho más antiguo de lo que al principio había pensado, lo menos de mediados de los cincuenta, de cantos redondeados y luces que sobresalen como chichones, el volante delgado y grande, mucho más que el de mi Dianne, los pilotos del cuadro no funcionan, aunque tampoco lo esperaba. El tipo, antes de marchar me ha dado instrucciones sobre cada cuánto debo revisar el aceite del motor, también me ha entregado una larga y estrecha lámina de acero para revisar el nivel del gasóleo. En el maletero, como aquel que no quiere la cosa, ha dejado un juego de bujías, un cepillo de alambre, dos latas de aceite, un depósito con veinte litros de gasóleo y una pequeña caja de herramientas.
-Si pasa algo no deben preocuparse, siempre encontrarán quien los ayude y sepa de mecánica –nos dice al despedirnos.
Solo salir de la calle y entrar en la que parece principal, miro a Leire y coincidimos al soltar una gran carcajada. Por lo que nos han explicado, es más fácil reventar una rueda que el coche se averíe, y no estoy seguro de haber visto la de recambio y la herramienta para montarla.
-Estará en algún lugar -dice mi compañera para tranquilizarme.
Dejamos atrás el ancho y sucio río, las decrépitas casas de su orilla, de las que se desprende el hambre y la pobreza, tan cercanas a la plaza donde curas y jerarcas gobiernan.
Lima es extraña, aunque supongo que como todo país tan lejano al nuestro. Es por el idioma por lo que debo sorprenderme. En Pakistán era otro muy distinto y eso hizo que no me extrañaran las diferencias, sin embargo, aquí, al hablar el mismo parecen más acentuadas. La ciudad enorme, kilómetros y kilómetros de estrechas calles para llegar a ninguna parte. Pronto dejamos de seguir las indicaciones recibidas. Prefiero las de mi intuición, buscar el sudeste y la montaña, que, después de todo, es lo que el mesero había trazado en su mapa.
Las ciudades engañan y las calles hasta pueden contradecirse, pero el sol y las estrellas nunca mienten, tampoco las montañas que pueden verse a lo lejos. Podríamos equivocarnos, pero para eso paramos y preguntamos, y la gente, da lo mismo el país donde te encuentres, siempre suele ser amable con el forastero.
-¿A dónde se dirigen?
-A Ayacucho.
-Van bien, sigan recto hasta encontrar una calle ancha y giren a la derecha. Para llegar a Ayacucho deben ir por la Molina.
El peruano habla bien, su castellano es limpio y fluido, más rico que el de España y, para mí, más culto; aunque eso tampoco es difícil y podría extrapolarse a todos los idiomas. El francés de algunas colonias es mejor y más culto que el de la metrópoli, degradado y prostituido hasta en la propia pronunciación. Es tal la diferencia de nuestro idioma con el peruano, que me obliga a esforzarme para hablarlo correctamente y evitar mi vergüenza.
-¿De España, supongo? -Acostumbran a preguntar casi retóricamente, porque no solemos apreciar el interrogante. Y lo peor es que no solo se nota por el acento o la falta de él, o por la típica gangosidad catalana, sino que tememos que por la pobreza de nuestro vocabulario.
Calles estrechas y embarradas a tramos, por la falta de desagües, porque no habían sido preparados para el desmesurado crecimiento de la ciudad o por la fuerte lluvia caída días antes de nuestra llegada.
-Han llegado con suerte –nos había dicho el taxista del aeropuerto, ya que hacía casi un año que no llovía en Lima. -Casi un metro de altura, señores, y lleno de huaicos -comentó el mismo taxista, hablando del Rímac.
Un metro de altura no es nada, pienso; pero nada es igual en todos los sitios y para ellos un metro puede que sea mucho. Y cuando le pregunto qué es un huaico, entiendo la importancia de un metro de lodo, con rocas y árboles bajando por el río.
Una calle ancha y giren a la derecha, nos habían dicho… De ancha tiene poco, apenas quince metros con aceras incluidas. Leire baja del coche para preguntar, ya que entre el barro y los bordillos nadie se acerca.
-Para ir a Ayacucho, por favor.
-Por aquí van mal, giren a la izquierda, para Vitarte, y sigan por la carretera central.
Bajo del coche para escuchar mejor. Por lo visto, ir a Ayacucho por la Molina habría sido un locura. El tipo, al vernos dubitativos nos aconseja comprar un mapa.
-Entonces entenderán -nos dice con seguridad.
La definición de carretera central me gusta más que algo sin ella y no veo que Leire, siempre tan aventurera, tenga ganas de discutirlo. Al poco nos volvemos a encontrar con el Rímac, ahora más estrecho y un poco más caudaloso, aunque creo que lleva menos agua que nuestro Llobregat en un día normal. Nos han dicho que no debemos dejarlo, por lo menos en cien kilómetros.
La carretera es buena y sigue el río, que conforma un largo y ancho valle, es recta y está jalonada por kilómetros de pequeñas y bajas casas, y de campos de cultivo que escalan por la montaña. No paramos de subir, la cuesta es muy pronunciada, sin embargo, la humedad sigue siendo igual de empalagosa, triste e incómoda.

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6 comentarios:

  1. La música impresionante.

    El relato interesante.

    Un abrazo!!

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  2. Acá sigo, leyéndote e imaginando ese Perú,que no conozco personalemente,pero si muy visitado por gente cercana. Cambió mucho,pero esa pobreza sigue enquistada.Supongo que te habrás apunado y tu compañera de viaje igual,no? Portishead es sublime.Un beso

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  3. La pobreza siempre está enquistada, incluso puedes observarla en Londres o en menor medida en Barcelona, pero está y ahora más que hace diez años.
    En Perú, según tengo entendido y pese el crecimiento, sigue con la misma fuerza. Lo terrible de este país es que suele negarse, ya que dicho crecimiento solo ha sido para una parte que no quiere aceptarla.

    No, curiosamente no me apuné. Mi compañera un poco, sí, pero menos que algunos peruanos. Subimos mucho, sin embargo, no tuvimos necesidad de mascar coca, supongo que por el poco esfuerzo y el corto tiempo que estuvimos en la altura. En el Himalaya tampoco me apuné y allí hay menos oxígeno, estuve más tiempo y caminé hasta reventar; pero supongo que el subir y bajar terminó por ayudar.
    Es curioso eso del apunamiento. Yo nunca lo he padecido, quizá por no haber fumado nunca, en cambio, mi amigo atleta y superfuerte lo pillaba hasta en el Pirineo, a tan solo 2.000 metros. Yo ni a 4.500 lo he sentido.

    Un abrazo.

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  4. Me fascina Portishead, así como toda la nueva escuela nórdica, tan profunda y densa

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  5. Perú; tierras indígenas. Incas. Un pueblo que nunca se doblegó ante el traicionero conquistador. He visto su orgullo nuevamente a través de tu relato Pau; sencillo pero contundente. No hay que conceptualizar la pobreza para verla. Un abrazo amigo. H.

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  6. Este relato, querido amigo, aparte de mucho más largo, es bastante terrible y no puedo remediarlo.

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