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La experiencia africana nos hizo adultos de la noche a la mañana. Después de aquel viaje nada fue como antes, todo cambió. A mis viejos amigos: Jep, Joan, Toni... nunca les conté lo que habíamos vivido, era demasiado increíble, fantástico; pero también de una crueldad incomprensible y despiadada. Nada de lo que podíamos vivir en nuestro país podía compararse, ninguna de las injusticias de las que tanto hablaban, ni la represión y su estupidez, ni siquiera la visión del dictador, con la pomposidad de sus uniformes; de los obispos, sus palios y su indumentaria de payasos; de la comicidad del NODO.
Poco tiempo después, debía ser sábado o domingo, nos divertíamos en los coches de choque del Tibidabo. Ya nos creíamos mayores para eso, pero, por lo que fuera, quizá para hacer unas risas, Alvar y yo subimos a ellos. De vez en cuando sufríamos una buena embestida, eran dos chicas morenas, tan jóvenes como nosotros o algo más. Eran muy atractivas, aún recuerdo el flequillo, los grandes ojos, los gruesos labios; su cara sensual, su irónica y simpática sonrisa me quedaron grabadas y no paraba de seguirla con la mirada. Alvar conducía, siempre lo hacía él, y las esquivaba como podía. Recuerdo que ella, al coincidir a nuestro lado, alargaba la mano y me tocaba con descaro; y estaba prohibido y no paraban de llamarle la atención. De la otra chica no recuerdo el nombre ni qué se hizo de ella. Debía ser una amiga circunstancial, del barrio, la escuela o vete a saber. Compartimos el resto de las atracciones: la montaña rusa, la sala de los espejos, el castillo encantado... Anna era una mujer extraña, a su edad ya vivía sola. Navarra de nacimiento, sus padres vivían en Zaragoza y para seguir los estudios, le habían alquilado un pequeño piso en el barrio gótico de Barcelona, en una de las calles más encantadoras de la ciudad.
Pronto se sintió atraída por mi amigo y se le insinuaba, quería tener una aventura. Pero Alvar, más frío y distante que yo para estas cosas, no se dejaba. Y la compartimos como amiga, yo más que él. La recuerdo por las tardes presentarse sin avisar, y si coincidía con alguna otra chica, el típico ligue de Alvar, se apartaba con respeto y simulaba estar más conmigo que con él. Mi amigo no lo entendía y hacía esfuerzos para disimular, como excusándose; y la chica se reía y burlaba de él.
Un día nos encontró en plena pelea, nos entrenábamos y ensayábamos golpes, pero ella se asustó por la agresividad que gastábamos, no podía creerse que fuera un simple juego. Ya más tranquila nos pidió que le enseñáramos. –Si un tío me asalta, sabré defenderme- nos dijo. Yo me lo tomé a broma, pero a Alvar le excitó la idea. A partir de entonces, de vez en cuando entrenábamos con ella, con cuidado y sin pasarnos demasiado, hasta que un día, al encontrarnos sobre unas colchonetas, nos pidió que la atacáramos entre los dos. Y cuando descubrimos que le gustaba empezamos a divertirnos, la chica se defendía con denuedo y sin contemplaciones, por lo que empezamos a tratarla sin tanto cuidado, enseñándole sus puntos débiles y los nuestros, demostrándole que, de verse amenazada, lo mejor era atacar sin aviso. –Nadie espera que una chica le arree un buen y contundente castañazo a un tipo- le explicaba.
No recuerdo como sucedió, si mi amigo se excedió en su juego de seductor o Anna se cansó. Ella buscaba algo más que besos, toqueteos y preciosas palabras. Conmigo era diferente, la relación se volvió fluida y de mucha más confianza. La amistad se afianzó, quizá porque fui consciente que no la conseguiría sexualmente.
Lo que más me agradaba no era su espléndido físico sino su fuerte personalidad. Anna ni siquiera sentía la necesidad de discutir su paridad con el mejor y más fuerte de los hombres. Nuestra amiga distinguía, incluso mejor que yo, el deseo sexual del amor, algo que Alvar no había podido entender.
Mi deseo seguía ligado a mi preciosa y vieja amiga, con la que había descubierto tanto. Nuestro viaje a África no había servido para olvidarla. No pasaba día, aunque fuera en medio de la selva o durante la noche, cuando dormimos en el campamento de leñadores, que no dejara de pensar en ella. Alvar hacía tiempo que había abandonado el intentar convencerme, decía que estaba enfermo, pero participaba de nuestra filosofía.
A mi vuelta la llamé a su casa y sus padres me dieron excusas, como si quisieran esconderla. Poco a poco, de tanto insistir, terminaron diciéndome la verdad, Alba había marchado de casa, solo tenía dieciséis años, pero hacía tiempo que habían descubierto su impotencia para retenerla.
No podía olvidarla. Era más fácil cuando sabía donde podía encontrarla. Los largos paseos y las ya muy maduras charlas habían sido demasiado importantes para mí, habían forjado mi personalidad mucho más de lo que podía parecer. Y echaba en falta su presencia, soñaba con ella. Había sido la primera mujer por la que sentí deseo de hombre y, aunque fuera consciente de mi imposibilidad de conseguirla, seguía estando completamente enamorado.
Con Alvar conocí más mujeres, jóvenes estudiantes del interior de Catalunya, que vivían emancipadas y con las que mantuve amistad y sexo. Mientras, con mis viejos amigos del pueblo habíamos hecho amistad con algún grupo de amigas. Abundaban las fiestas de verano, los bailes, pero sin llegar a más. Nada consiguió que la olvidara, ni las fiestas que organizábamos en su gran torre de Barcelona, ni las salidas, cada vez más comprometidas, con chicas de más edad que nosotros, sin demasiados complejos y con ganas de diversión.
La encontré gracias a nuestra antigua amiga Eva, que era actriz y actuaba en la compañía teatral más vanguardista y joven de aquellos tiempos. Tenía dieciséis años, los mismos que ella.
-Alba se fue de su casa y vive en una comuna- me dijo al final de una obra muy comprometida para la época.
El tiempo pasaba rápido, pero lo disfrutábamos, corríamos tanto, que hoy, al recordar, me parece haber vivido una docena de vidas a un mismo tiempo.
Otra vez sentados en un escalón, esta vez en las plazoletas del barrio gótico barcelonés.
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