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Hoy, mientras escribía sobre el Pakistán que conocí, Lahore, Karachi, Pindi y la Cachemira del norte, del Hindu Kush; razonaba conmigo mismo sobre la transigencia, la integración y la diferencia.
Ahora que empezamos a conocer el cosmos, que discutimos sobre la posibilidad que existan multitud de universos que nacen y mueren constantemente, compuestos de millones de galaxias; que sabemos lo poco que somos: un pequeño grano de arena de una de las más pequeñas playas, que a nosotros se nos antoja de una enormidad imposible de mesurar.
Y somos como un átomo de la cagada de una gallina cósmica, y en su interior vivimos como podemos, codeándonos unos con otros, aprisionados en nuestras costumbres e idiosincrasias, haciendo bandera de ellas para diferenciarnos.
A medida que avanzo en la historia y remuevo mis recuerdos, descubro lo niño que fui y lo que hoy daría por volver a vivirla, quizá para morir o seguir viviendo, pero seguro que para dejar mejor huella.
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Dicen algunos que se hacen decir sabios, que la vida es más lo que imaginamos que lo que vemos. Y ni lo uno ni lo otro, puesto que lo que vemos es lo que nuestros miedos y deseos imaginan.
La realidad es una y simple, y está a la vista para quien quiera verla y no tema tocarla ni enfrentarse a ella.
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“Un hombre tan curioso como avispado. Llamamos a su puerta, cerca de la de arco en punta que abría el barrio, que de tan antigua no me atrevo a datarla. Por entonces ya nos reíamos al ver la sorpresa de la gente, cuando nos descubría europeos. Nunca hubiésemos imaginado que pudiéramos adaptarnos con tanta facilidad, no era solo la vestimenta, también la manera de estar, de dirigirnos a la gente. Y Hamid fue uno de ellos.
De edad. Tendría setenta o más, y eso que los paquistaníes del barrio aparentaban más de la que tenían. Después de leer la misiva levantó la vista y nos miró de arriba abajo. Parecía que estudiase nuestra posibilidad de supervivencia y, por lo que dijo después, no quedó muy convencido.
Ni siquiera hablaba en urdu, aunque lo conocía perfectamente. No hacía falta, a un lado su nieto nos traducía lentamente en ingles todo lo que decía, tan limpio que hasta yo entendí algo de la conversación.
-¿Unos jóvenes europeos que quieren viajar hasta el límite de la alta Cachemira?-
El nieto sonreía, percibía nuestro desconcierto, ya que por el tono parecía una pregunta unida a una reprimenda.
-Además de valor y pericia, necesitarán suerte para sobrevivir-
Anna sonreía con una tranquilidad que desarmaba al más pintado. Ya no se cubría la cabeza, había descubierto que no todas las mujeres del barrio lo hacían. El abuelo la miraba con cuidado, como si sintiera vergüenza o miedo de caer en pecado. En aquel extremo de Lahore, que la gente consideraba poblado de antiguos habitantes de la alta Cachemira, debía predominar la etnia panyabí, eso nos dijeron en el centro, cuando ellos sí lo eran. Sin embargo, podíamos pasar absolutamente desapercibidos, la gente es alta y de rasgos angulosos, distinta a la que habíamos visto en el resto de la ciudad; abundaban los ojos claros, entre ellos muchos rubios de fuerte parecido al típico nórdico; también habían pelirrojos. Los morenos tenían nuestras facciones y su tez era igual de clara que la nuestra, bastante menos oscura que en el centro de la ciudad. Un nazi la reconocería como una rama virgen de la raza aria.
Una vez más leyó la nota y nos preguntó si teníamos donde dormir. Respondimos que no, pero que buscaríamos algún sitio en el barrio. Y levantó los ojos simulando desesperación, como diciendo que no teníamos solución.
El nieto nos acompañó a una casa de dos plantas y de mala apariencia, donde según su abuelo daban buena comida y alojamiento. En mi vida hubiera imaginado que existiera algo así. Nos preguntaron si éramos matrimonio y respondimos que sí. No teníamos ningún interés en un lugar como aquel dormir separados. En primer lugar había que andar con cuidado, pues el suelo estaba roto y en algunos lugares había que andar por encima de las vigas desnudas. Y pensé que debía beber poco, no fuera que a media noche tuviera ganas de orinar, pero eso era lo de menos; y es que el urinario, como en muchas casas, estaba en el exterior. En segundo lugar también debíamos tener cuidado con las vigas, algunas no hubiesen aguantado mi peso. En la sala principal, que hacía de comedor, la mesa se apoyaba con tres patas sobre las tablas de madera y una sobre una viga. Un pequeño golpe y se iba abajo. Probablemente Hamid había decidido que supiéramos lo que nos esperaba, antes de emprender el viaje.
En Pakistán se come admirablemente bien con relación a sus vecinos. Según nos contaban los pocos viajeros que habíamos conocido, la cocina paquistaní era superior y mucho más rica que la india, sus platos más elaborados y sazonados con más maestría. Nunca tuvimos problemas a la hora de comer y nos gustaba encontrar nuevos sabores.
La cocina de Karachi es una amalgama de todas. En todo lugar te hacían platos de cualquier región paquistaní, a cada cual más sabroso y distinto. Por tal cosa no nos extrañamos que allí sirvieran platos completamente distintos a los que habíamos probado hasta entonces, más suaves todavía y muy bien cocinados; lo que no esperábamos es que la mesa estuviera llena de comensales, todos hombres. La intuición hizo retirarse a Anna, que la miraban de mala manera. Me acerqué a la cocina y las vi allí, arremolinadas alrededor de una pequeña mesa, todas con la cabeza cubierta. Al volverme vi como los hombres introducían la mano en la misma fuente, llena de arroz, verduras y carne. Al principio quise marchar, me sentí muy violento, sobre todo por mi compañera. Si aquello era lo que nos esperaba, prefería mil veces olvidarme del viaje. Anna se reía al ver mi cara y ni corta ni perezosa entró en la cocina y, de allí, al momento se levantaron voces, saludos y risas. Un tipo más arrugado que una pasa de Corintio me hizo sitio, se le notaba violento. Anna, con su flequillo, sus gruesos labios, su sensualidad, su arrebatadora juventud y su manera de mirar y ser tan fuerte como desafiante, se había convertido en una provocación para aquellos tipos. Tomé asiento y en un momento de lucidez entendí que debía pedir disculpas. Con palabras inglesas y el apoyo de la mímica les hice saber que en mi país, España, nuestra costumbre era comer en la misma mesa y que la mujer fuera descubierta. Poco a poco fue disipándose el recelo. La comida era excelente desde mi punto de vista o paladar, el único problema era su poca higiene. Comí pequeñas tortas de pan, que utilizaba de envoltorio y para coger el arroz y la carne, también unas rugosas y sabrosas croquetas que habían puesto en tres platos sobre la mesa, y agua y té de bebida. El té nunca me había gustado, pero desde el principio entendimos que era mejor tomarlo antes que beber agua sin garantía.
Uno de mis acompañantes, igual para romper el hielo, para sentar una cercanía o para demostrar que no eran tan machistas, reconoció que en su casa, las mujeres comían con los hombres e iban descubiertas; en poco rato y con asombro descubrí que solo uno de ellos mantenía la costumbre. Me abstuve de hablar, primero porque no entendía y segundo porque comprendí que era el menos indicado. Pero, tal como discutían y la ferocidad que empleaban, me di cuenta que el extraño no era yo sino el machista, al que recriminaban de algo que no entendí. Uno de ellos, al verme apartado, me explicó que sus abuelos, bisabuelos... nunca habían excluido a las mujeres, que eso era nuevo.
Por la noche Anna me dijo que con la discusión, en la cocina se respiraba tensión y malestar, se hablaba poco y nada sobre el tema; que aquella sociedad era cobarde y débil, sobre todo las mujeres. La vi tan irritada que le propuse anular el viaje, aunque tampoco estábamos seguros de poder realizarlo.”
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Tú dejarás seguro una bella estela, y además un libro (por lo menos), gracias por el adelanto.
ResponderEliminarBuena semana
Lo de la estela no sé, lo del libro seguro que sí; aunque me temo que van a ser dos, porque con esta historia ya podría ocupar uno.
ResponderEliminarQue belleza y que riqueza, gracias por regalarnos parte de tu vida.
ResponderEliminarbesos de una exsonrisa
Es difícil ser humo cuando creías ser fuego.
ResponderEliminarUn beso, Pau
El humo, Pau, es la consecuencia lógica del fuego. El humo asciende orgulloso, se hincha y vuela hacia las nubes. El fuego se consume a sí mismo, desaparece, se apaga... El humo se puede ver a kilómetros mientras que el fuego, a veces, ni se llega a ver. Recuerda, por el humo se sabe donde está el fuego.
ResponderEliminarNo sé, no sé, tal vez ser humo no sea tan malo.
Me ha gustado ese pequeños anticipo.
Un besazo de la dama.
Pau... va todo bien?
ResponderEliminarAbrazos