domingo, 10 de octubre de 2021

El Poder de una Convicción, 10ª parte

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De vez en cuando me acercaba al Enagua. Mis amigos nunca preguntaban por mis ausencias, siempre estaban allí, escuchando música en el mismo desvencijado sofá, los dos butacones y el puf acolchado con como si guardaran el lugar donde solía sentarme. Tomábamos unas cervezas y para celebrar que volvía con ellos, íbamos a casa de Patty con unas pizzas y nos quedábamos a dormir.
Patty
compartía piso con una amiga de la infancia, Tina, que también era del grupo de amigos. Eran muy parecidas en todo excepto en el físico. Tina era muy atractiva, pelirroja, alta y fuerte, de cabello corto y rizado, y nariz respingona. Tenía los ojos grandes, de color verde claro, y algunas pecas en la cara que le daban un aire divertido y travieso. Ninguna de las dos buscaba compromisos. A Artur y a mi nos gustaba Patty y la solíamos compartir. Tina y Santi se gustaban mucho, mientras que Jordi prefería mantenerse al margen, aunque alguna vez, muy pocas, había estado con Patty o con una de sus amigas. Patty y Tina eran dos mujeres inteligentes, brillantes y muy consecuentes en sus estudios, les gustaba divertirse, disfrutar de la amistad sin demasiados prejuicios, y sabían quién les acarrearía problemas y quién no.

Poco después de mi conversación con Carlos, María me avisó que Tomás no tardaría en ponerse en contacto conmigo.

- ¿Cómo lo hará?- pregunté.
- Nunca se sabe- dijo riéndose.

Al día siguiente debía entregar una mercancía en las galerías Maldá y renovar un pedido. Solo entrar, el dueño, un tipo muy agradable y peculiar, me dijo que un tal Tomás me había estado esperando en la calle y había marchado.

- Parecía muy apurado, desolado por no haber podido esperarte como habíais quedado. Me ha dejado el recado de que esta noche estaría donde siempre-

El tipo, al darse cuenta de mi perplejidad, no pudo más que preguntarme si había hecho bien.
L
o tranquilicé. Había hecho lo correcto y le estaba muy agradecido. Le dije que había olvidado por completo la cita, y que a Tomás lo conocía por su apellido y al dar su nombre, al principio me desorientó.
S
olo salir de la tienda no pude más que sonreír. Asombroso, pensé. Esos tíos están en todo y no se fían de nadie. No caí en la trampa de mirar alrededor, que hubiese sido lo normal, casi un acto reflejo. Seguramente estaría cerca estudiando mi reacción o, lo más lógico, para conocer al joven que pronto tendría que entrevistar.
La combinación de Helena, su hermana, Carlos
y el grupo que nombraba ultra, junto a nuestra relación, me estaba llevando a una estúpida e infantil paranoia, creía que los ultras podían estar vigilando mis pasos para asegurar mi fidelidad, cuando en realidad no era nadie, un simple joven peón que tontamente se había enamorado de una chica guapa y sencilla. En mi tonto desquiciamiento sospechaba que Helena podría no ser una casualidad, aunque nos enamoráramos y nos sintiéramos a gusto el uno con el otro. En lo que no me equivocaba es que de una u otra manera, era interrogada a conciencia y con la complicidad de su hermana, muy fácil por demás en las reuniones familiares; y que por mucho que Carlos lo negara, no podía ser ajena a lo que hacía su cuñado, ya no por complicidad sino por la dificultad de esconderlo en una familia que aparentaba ser muy compacta. En el mejor de los casos debía estar soportando una gran presión.

¿A qué se dedica? ¿Cómo es? ¿Y su familia, la conoces? ¿Qué estudios tiene? ¿Cómo piensa?... O, por lo que respecta a su hermana: ¿Ya lo has hecho? ¿A qué esperas? Hay que darle un empujón. No olvides la píldora, el preservativo. ¿No será que tiene otra? ¿Qué hace cuando te deja? ¿De qué habláis?...

Estaba claro, la cortante respuesta de mi amigo y su negativa a comentar el tema lo confirmaban. Helena sabía a qué nos dedicábamos, y empecé a alarmarme. Una estupidez, un pequeño desliz podían dar al traste un montón de cosas. Y lo peor es que cada tarde la esperaba con más ganas, y que nuestras despedidas se habían convertido en amargura.
Poco después paré el 2CV cerca de un bar
para llamar a casa y hablar con María, que en principio había de pasarme la dirección donde encontrarme con Tomás. Cogí el teléfono y al momento colgué.
Cierto, quizá estuviera cayendo en una paranoia, pero por si acaso evitaría el teléfono. Jep me había contado que los pinchaban
desde la misma central y gravaban las conversaciones con una facilidad pasmosa. Y nosotros éramos una comuna de auténticos hippies, algo que escapaba de lo normal y que podía confundirse con un grupo de revolucionarios anarquistas, que no se alejaba mucho de la realidad, con un desertor norteamericano. Obviamente, éramos proclives a ser vigilados.
Quedaba poco para
encontrarme con Helena, un paseo hasta la Catedral y después con cualquier excusa la llevaría a su casa. Sentí un nudo en el estómago, y un exceso de adrenalina le jugó una mala pasada a mi corazón. Y me di cuenta que había bajado al mundo de los mortales, que lo mío tan solo era fachada. No, yo no era María ni Anna y me felicitaba por ello.
La encontré tensa, preocupada. Imaginé que la presión habría llegado demasiado lejos y quería aclarar algunas cosas. Quizá me había propasado con mi prevención. Quizá su hermana y su cuñado, después de mi charla con él, le hablaran con más determinación. Su mirada, fija a mis ojos, hablaba por ella, frente a mí, sin moverse.

- No soy como mi hermana o el hijo de puta de su novio. No comparto sus ideas y no podría soportar que fueras uno de ellos-

No estaba preparado. Nervioso, quizá para engañar a mi mente, busqué una cabina telefónica para llamar a María, que estaría estudiando en casa, como si el abandono de la prudencia sirviera de algo. De un golpe mi vida se había convertido en una locomotora a todo gas y sin frenos, y su conductor se me antojaba medio chiflado.
Le temblaban los labios, sus brazos colgaban inertes.
Le tomé las manos, siempre tan cálidas y tiernas, y las sentí húmedas y nerviosas. Parpadeaba más de la cuenta, pero involuntariamente.
Había de
tomar una decisión y era difícil saber cuál. Me la quedé mirando y le dije que estaba equivocada, que no nos conocía lo suficiente para juzgarnos con tal ligereza. Incluso tuve la audacia de recriminárselo.

- Nunca te he juzgado, tampoco tus ideas ni tu manera de ser. Te he aceptado tal como eres y tú no has podido-
Y se lo dije con lágrimas en los ojos, aprovechando mis auténticos sentimientos.

Se puso frente a mi, a menos de un metro y extrañamente erecta, sin moverse un milímetro, como queriendo decir que de allí no marchaba sin una solución. Ya no pestañeaba. Por un momento creí que iba a darme un bofetón. Lo hubiese preferido mil veces, antes de soportar aquella mirada.
Seguí
con mi discurso mientras mi mente intentaba recordar una cabina. Eran las siete, no me quedaba mucho tiempo y abandonarla ahora, de manera intempestiva y con una mala excusa, habría sido un suicidio.
Se mantuvo
firme en la misma posición, aunque temblando ligeramente, no supe si de rabia, impotencia o por su estado de nervios.
Me había juzgado bien. Era la única que había sabido leer mis ojos y no estaba conforme con lo que le contaba.

- Tienes razón- me dijo - Te quiero mucho, pero no tengo derecho a pedirte nada a cambio. Estaremos en bandos opuestos. Vigila cuando vayas a apalizar o torturar a un rojillo, podría ser yo y, con franqueza, sería el colmo-

¿Era una despedida? No del todo y no sé qué hubiese sido mejor. Por un lado deseaba pasar todo el tiempo abrazado a ella, por otro, que en aquel mismo momento me mandara a la mierda. Eso último habría sido lo más cómodo.
Durante unos poquísimos segundos, que se hacen tan largos que parecen minutos, mi mente se bloqueó. No sabía cómo salir del embrollo
. Obviamente, mi corazón decía que debía confiar en ella, pero si me ponía como ejemplo, que es lo que la mente dicta, podía ser cualquier cosa, con la ventaja que ella tenía quien la cubriera y yo iba en plan libre y suicida.
Podía ser como yo, una gran hija de puta, una tía que supiera mentir con los ojos, las palabras y los sentimientos; una ch
ica como María, pero en el bando opuesto y mucho peor. Jugármela era una temeridad. Para mí seguía siendo un juego, pero no para María y sus amigos. De hacer caso a sus palabras, obviar su mirada y lo que yo sentía por ella, Helena hacía de mensajero y, sin duda, con menos pericia que María.
Estoy aprendiendo rápido, me dije, y de paso me estoy volviendo paranoico.
Siguió
sin moverse, impertérrita mirándome a los ojos con esa determinación que desarma a cualquier ser supuestamente humano.
¿Intuición? Se dice que eso es muy femenino. Será que tengo una vena y lo llevo muy escondido.

- ¿Qué esperas de mí?- le pregunté.

Ahora fue ella quien dudó. Lo vi en sus ojos, en su garganta al tragar saliva.
La boca se tensa, la lengua se mueve y presiona. No lo ves, pero sí cuando tu interlocutor traga la saliva que, con ligereza, su lengua ha
forzado su fabricación.
La pelota estaba en su tejado y
no supo cómo responder.
Y seguí con malicia, pero escondiéndola tras mi mejor cara de cordero degollado, la más hipócrita que pude encontrar.

- Quieres presentarme a un grupo de amigos. Estás metida hasta las cejas en un grupo político y creías que podía ser de los tuyos, ¿me equivoco?-

Era una apuesta tan ambiciosa como arriesgada. El que su hermana no supiera nada, demostraba el tipo de mujer que tenía enfrente. Sin embargo, podía ser un grupo controlado por sus amigos, que la utilizaran para conocer de primera mano cada uno de sus miembros.
Había olvidado el encuentro pendiente de la noche, mi mente volaba buscando posibilidades, jugadas que me permitieran
encontrar el resquicio que todos olvidamos cerrar. Y esperé que fuera ella quien diera el primer paso. Si se abría sin más, estaba con ellos; si soportaba la presión, aunque significara desconfianza hacia mí, estaba con nosotros. Y eso es lo que hizo, por tanto, debía seguir presionándola hasta que reventara.

- No sé lo que quiero. Lo que sí , es que eso ha de cambiar para bien o para peor. Lo primero es bueno, lo segundo ayudará a que todo reviente. No sé quién te habrá podido enredar, pero seguro que no es mejor ni peor que yo. Presumo que tendréis un objetivo, yo aún no; y los que lo tienen, que están seguros de todo, me dan pavor-

Helena me miró sorprendida. No esperaba una declaración como esa.

- De todos modos, piénsalo. Me gustaría ayudarte- zanjó sin dar tiempo a una respuesta.

Se despidió en aquel mismo momento, dejándome con el interrogante. Yo no necesitaba ayuda, no sabía que la precisara. Entré en una cabina y llamé a María. Por el cristal de la cabina la vi a lo lejos, se había vuelto, quizá temiendo que la delatara a su cuñado. María me preguntó si podíamos quedar, que me esperaba. Respondí que en media hora estaría en la parada de Metro de Maragall. Luego llamé a mis padres para decirles que no me esperaran porque cenaría con unos amigos. Entré en la primera estación lo más rápido posible y fui al encuentro de María.
La encontré leyendo un libro sentada en un rincón de las escaleras, y me pidió que fuéramos a casa como siempre había hecho para pasar cuentas, que cenara algo y que a las nueve y media un taxi pasaría a recogerme por un punto del Paseo de Maragall, que no debía preocuparme de nada. Por un momento sentí la tranquilidad de volver a estar en territorio seguro. Y no pude más que sonreír en mi interior por lo contradictorio que era sentirme más tranquilo con una mujer dura y sin escrúpulos, que me había torturado y ahora me enviaba a lo desconocido, que con una de mirada tierna e inocente, de la que estaba profundamente enamorado.

 

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