lunes, 4 de octubre de 2021

El Poder de una Convicción, 9ª parte

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A Patty, Jordi, Artur, y el pequeño grupo que habíamos formado, los seguía viendo en el Enagua, nuestro pub favorito. A veces cenábamos una pizza justo al lado, en el Sorrento, y otras íbamos a casa de Patty, entonces llamaba a mis padres y me quedaba allí.
A menudo caemos en la tentación de creer que la ideología y el amor son lo que más importa, cuando
la realidad es que, por encima de todo, el ser humano necesita bromear y reír.
P
atty, sin ser ninguna líder, por su peculiar y gran personalidad era el centro el grupo. No quién más hablaba ni la que mejor se expresaba, pero el día que faltaba nos retirábamos antes y cada uno en su casa.
Nos
veíamos para hacer unas risas, hablar de música o lo más prosaico que pudiéramos encontrar. Juntos habíamos vivido situaciones tan difíciles como divertidas, discutido sobre el amor, la vida y la muerte, rodeados por muros de nieve o los paisajes más maravillosos del Pirineo. Sin embargo, nunca sobrepasamos la línea de la buena amistad y ahora solo nos quedaba las ganas de pasarlo bien, sabiendo que podíamos confiar entre nosotros y que jamás nos haríamos daño.

La reunión con los amigos de María había resultado un fiasco a mi modo de ver. No había podido explicar lo que pensaba ni concretar lo que se esperaba de mí. Para ellos lo más importante había sido poner a prueba mi fidelidad y nivel de compromiso. Supuse que tendrían sus razones. La situación no era la mejor y sabían que los servicios de inteligencia militar andaban tras cualquier atisbo de rebelión o de duda. No podían arriesgarse, era demasiado lo que estaba en juego y muy difícil volver a organizar algo parecido. No se me escapaba que solo había conocido una pequeña muestra de lo que había por medio y que tampoco conocería mucha más. Aquella gente era más poderosa de lo que aparentaba, si no me equivocaba sus tentáculos habían de llegar muy lejos, tal vez más allá de la frontera. María marchaba a Madrid y estaba claro el porqué. Y pensé en su padre y su comentario al conocernos, cómo valoraba a su hija.
¿Qué les había llevado a arriesgarse hasta
ese punto? Yo no era de los suyos, no podían confiar en mí. Y pensé que no podían ni sabían llegar al mundo civil, que la calle les era ajena y, no obstante, la necesitaban y buscaban gente de unas características muy especiales, extrovertida y sin ataduras ideológicas. Quizá fuera María, tan poco militar como liberal, la que les abriera los ojos y les forzara a tomar esta decisión. Ella era quien más arriesgaba, la chica rebelde que huía de la familia, independiente y fuerte. El resto quizá se quedara fuera hasta tener más seguridad.
Eso pensaba mientras me acercaba al lugar de reunión con el grupo ultra. No estaba seguro, pero es lo que yo, en su caso, h
abría hecho.

De vez en cuando alternaba con la camarilla. Solícitas, sus chicas me buscaban pareja o, incluso, alguna pretendía hacer de protectora. Conmigo no entraba la droga, el juego y la prepotencia. Era el más joven del grupo, también el más tierno y, poco a poco, el confidente que lo sabía todo: los engaños, las traiciones. Y me había hecho habitual en algunas casas de Pedralbes y de Sant Cugat, donde abundaban los coches oficiales y la guardia civil en la puerta. Y algunas veces había sido invitado a comer en sus casas, cuando curiosamente el resto no lo era. Era el amigo formal y decente, y se me hablaba con condescendencia de política, de los opositores al régimen, de la traición o debilidad en las propias filas del Movimiento, de su impotencia por controlar la Universidad y los grandes centros de trabajo. Y hablaban con desprecio de algunos jefes militares, ministros, consejeros y diputados de las cortes franquistas. Y de opositores burgueses, controlados por su propia familia, amigos o compañeros, temerosos de perder las prebendas conseguidas. Y me regocijaba y asentía cuando me enteraba de detenciones, interrogatorios, aprobándolos con la mirada o un gesto aparentemente involuntario, hasta creerme de los suyos. Para ellos era joven, quizá débil, de media estirpe; aunque de buena sangre por mi abuelo, excombatiente y viejo conocido. Era, pese a todo, digno de ser amigo de sus hijos.
Durante una de aquellas comidas por vez primera escuché el nombre de Martín Villa. Yo
desconocía quien era y tampoco me importaba, pero pocos años después descubrí por qué lo habían despreciado tanto. Incompetente e iluso, lo culpaban del descalabro del SEU y la posibilidad de controlar la Universidad.

Los ultras eran distintos, más formales, serios y mucho más educados. Entre ellos reinaba la competitividad y conmigo la desconfianza. Para mí era difícil la integración. Para conseguirla necesitaba demostrar mucho más que convencimiento. Para ellos yo era un tipo demasiado condescendiente y muy catalán, y me provocaban para que me introdujera en algún grupo de rojillos para pasarles información. Al principio lo tomé como broma algo pesada, pero pronto me di cuenta que hablaban en serio y hasta que no les entregara un buen plato, no dejarían de importunarme hasta que me hartara y desapareciera.
Aquellos tipos,
no necesitaban conocer mis inquietudes, se sentían fuertes e invulnerables, del bando ganador. Les daba lo mismo lo que pudiera pensar, sin duda eran los únicos que acertaban en su valoración, sabían perfectamente para lo que les podía servir.
Al salir de una reunión uno de ellos llamado Carlos, que parecía ser el segundo en categoría, me preguntó si había quedado con alguien. Respondí que no. Y el tipo, riéndose por mi extrañeza, me dijo si quería acompañarle. Su compañera le esperaba con su hermana, algo más joven que yo, que había pasado por una mala experiencia.

- Ven a cenar con nosotros. Es guapa, sincera y noble, muy adecuada para ti. Te gustará conocerla- Y, riéndose - muy distinta a nosotros-

No entendía por qué me soportaban. Por mucho que fingiera, su ideología y su personalidad chocaban de frente con los míos, y eso no se podía esconder. A veces me enfrentaba, sobre todo cuando hablaban de mi idioma despectivamente. Entonces rectificaban y se disculpaban. No sé lo que vieron en mí para llegar a pedir perdón por algo que no creían o eso parecía, a alguien a quien no necesitaban ni en quien confiaban. Quizá fuera mi vehemencia.
Lo cierto es que no tenía nada que hacer. El día que tocaba reunión dejaba arreglados todos los asuntos previamente.
Y precisamente aquel día lo había dejado libre al pensar equivocadamente que me vería con Anna.
Mientras íbamos a la cita le confesé mis temores. El tipo se rió. Me dijo que eran más una célula
paramilitar de información que de represión. Que casi nunca llegaban al límite, aunque en algún caso y siempre que pillaran alguien que lo merecía, podían divertirse algo más de lo necesario.

- Participamos en algunos interrogatorios sin necesidad de detención previa, así podemos actuar en consecuencia fuera de los juzgados, abogados y otras sensiblerías-

Y supuse, con razón, que solo me contaba una parte y que en realidad era un grupo muy profesional y paralelo a la policía para informarse, de manera que no quedara ninguna señal de paso por la comisaría.
Me explicó que al principio se irritaron con el compañero que me había reclutado, hasta el punto que para despejar las dudas el mismo me investigó para demostrar que era inofensivo y que, co
mo bien les había contado, tenía buenos contactos en el gobierno civil y podía ser útil.
Y me maravillé que los policías que visitaron la comuna
por la denuncia de la vecina, no dieran parte de nosotros. Debieron pensar que era estúpido llenar papel por tan poca cosa, o quizá decidieran que lo mejor era dejarnos tranquilos y la mejor manera era no dejar informe de la visita. En este aspecto y para ellos estaba limpio, y mi domicilio para cualquier estamento oficial seguía siendo el de mis padres.

- Tiso es homosexual. Lo lleva muy escondido y hacemos como que no nos enteramos. Le caíste bien, ¿entiendes? Por eso no te echamos de buenas a primeras. Y nos divirtió tanto ver su decepción cuando descubrió que te gustan las mujeres, que nos satisfizo que te quedaras-
Y se rió con ganas al ver mi perplejidad y alarma.

Helena era preciosa, dulce. Algo baja para mi gusto, poco más de metro sesenta, no tenía la estatura de Patty, Anna o María, pero solo verla me fascinó. Su cabello mal cortado que siempre caía por encima de su cara, le daba un aire entre inocente y travieso; su recta nariz; su bien dibujada boca, gruesa y sensual; su delicada y perfecta barbilla; y sus hoyuelos en las mejillas, su piel suave, lisa, pálida, tierna.
Aquella misma noche la acompañé hasta la puerta de su casa. No fue flechazo,
eso quiero creer ahora, sino una relación que fue afianzándose más y más y con gran intensidad. Me relajaba observarla, sentir su serenidad, recrearme en su tranquila belleza. Desde el primer momento que la vi, tuve la impresión que me traería problemas, además que terminaría enamorándome de aquella chica tan dulce como delicada.
Mi compañero estaba encantado, no podía disimularlo y en un momento a solas me pidió que no le hiciera daño. Aquel tipo, duro, implacable, violento, no me amenazaba ni prevenía sino que me lo pedía. Imaginaba que tenía amigas y que me acostaba con ellas.

Desde aquel mismo día se convirtió en una costumbre. Quedábamos en cualquier esquina de la vieja Barcelona. Adapté la agenda para que mis últimas visitas coincidieran en la ciudad y por aquellos barrios. Me dejé ver menos por el Enagua y solo unas pocas noches las pasaba con Patty y Artur. Paseábamos, tomábamos una cerveza, charlábamos hasta la hora de cenar y la llevaba a casa. Con Helena descubrí el enorme poder de la ternura y lo mucho que me afectaba.
Dos semanas después la llevé a mi refugio s
ecreto, que había descubierto tiempo atrás y que utilizaba para reflexionar y relajar mi espíritu en los momentos más difíciles. Un lugar alejado de las miradas, extrañamente desconocido incluso para las parejas que buscaban un rincón de intimidad. Estaba pasado el Tibidabo, tras una curva cerrada de la Rabassada. Un estrecho e intrincado desvío de tierra, por el que pasaba el 2CV con dificultad, invisible de noche y difícil de ver de día, y que terminaba en una pequeña terraza natural, un claro en el bosque. Desde él se veía una pequeña parte de Barcelona iluminada. Me sentaba al borde, con el bosque a mis pies y el pequeño claro a mi espalda. Y me relajaba y meditaba. Era el rincón donde la soledad me ayudaba a sentirme más seguro, donde podía ordenar todas mis experiencias y pensamientos, seguramente para no enloquecer.
Solo llegar me pregunté porqué había llevado aquella chica allí, a aquel rincón de desahogo personal. Quizá, sin saber aún por qué, la sintiera sencilla y a la vez con complejidades que se me escapaban, pero intuía que muy parecidas a las que yo
experimentaba.
Helena
se sentó a mi lado y se puso a llorar. Yo no sabía lo que le pasaba, pero lo temí. La abracé y se lo pregunté.

- Todavía no sé quién eres. Escondes parte de ti y no sé lo que es. Mi hermana me pregunta quién eres en realidad y sé que es por su novio. A mi no me importa engañarla, me da lo mismo lo que piense o sepa. El problema es mío, quiero saberlo porque te amo-

Y casi lloré, sentí como mis ojos se humedecían. Me di cuenta que estaba a punto de perder algo insustituible, que me había enamorado de una mujer que me quería sin condiciones, tal como era.

La besé, hacía un par de días que ya lo hacía. Nunca intenté ir más allá, aunque sabía que podía. La respetaba, y no porque me lo hubiera pedido mi amigo, sino porque la quería y no quería hacerle daño.
Me descubrí en una cruel encrucijada y lo peor es que me había introducido solo, nadie me había obligado. Yo no era María, tan fría y fuerte, tan entera.
En pocos días
el tal Tomás me llamaría y quería proponerle una estrategia tan ingeniosa como despiadada. Para llevarla a cabo necesitaba cultivar la amistad con el grupo ultra. La relación con la camarilla solo podía facilitarme información y contactos, eso creí entonces, y yo no quería convertirme en un simple informador o espía. Aspiraba ser y hacer algo más. Y eso no lo podía amoldar con una relación con Helena.
Estábamos a mediado
s de Noviembre, habían pasado cinco meses y medio de nuestra llegada de Cachemira, faltaban seis para mi entrada en el ejército. A mí me parecía poco, había demasiadas cosas por hacer y el tiempo pasaba volando; no obstante, si miraba para atrás había hecho muchas. El problema era que a partir de entonces habían de madurar para ser efectivas.
Con el grupo me reunía una vez por semana. Intuía, por la manera que hablaban, que lo hacían más a menudo. Éramos entre diez y doce fijos y un grupo indeterminado que apenas conocía. Y pensé que lo más sencillo era enfrentar el problema. Intentar convencer a Helena que no era un buen tipo para ella, que me olvidara y, por otro lado, hablar con mi amigo del asunto. Al día siguiente lo llamé, quería hablar con él personalmente.
Quedamos cerca de nuestro habitual punto de reunión, de manera que entendí que habían tenido un encuentro.

- Helena me ha preguntado quién soy realmente, qué escondo. Y sé que no debo contárselo y menos a ella. No se lo merece, no podría soportarlo o eso creo. ¿Qué sabe de nosotros?-

Se sorprendió, no esperaba esta pregunta y de manera tan directa. Además intuí que le sorprendió el alcance de nuestra relación.

- Nada- respondió.

Pero percibí su desconcierto y desconfié.
Helena había entrado en mi mundo por la puerta pequeña, después de atravesar el pasadizo oscuro y tortuoso de mi reserva. Pero día a día nuestra relación se había afianzado. En nuestros paseos le conté cosas de mi clientela, de mi familia, de mis amigos del pueblo, de mis aventuras por el Pirineo, y las hizo suyas. Nunca le hablé de Anna y de la comuna.
Tras dejarla en su casa
, iba a la mía, pasaba cuentas, a veces cenaba y luego iba a dormir a la casa de mis padres. De vez en cuando a la de mis abuelos, donde tenía un dormitorio con cuarto de baño, tan grande que multiplicaba por cuatro cualquiera de los otros. Me gustaba ir a su casa, visitarlos; lo había hecho incluso durante los tiempos más agitados de mi vida, cuando ni mis padres sabían de mí

 

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