jueves, 4 de febrero de 2021

El Camino Infinito, 22ª parte

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Un grupo de familiares desperdigados que iban a la boda de un familiar en Gilgit, en el corazón de la alta Cachemira. Algunos de ellos residían en el barrio, de eso que se reunieran allí. Hamid era de la misma familia, pero por alguna razón no asistía. Por lo que entendimos, que su vínculo era lejano. Salimos escopeteados de la casa, despidiéndonos como pudimos.

Mientras me acercaba al autocar, con una mochila en la espalda y otra en el pecho, justo a la salida del barrio, ya que en sus callejas hubiese sido imposible sin desmontar los innumerables toldos de las casas, Anna entraba en una tienda para comprar algo, que, según le habían dicho durante la cena, iba bien para los desórdenes de la regla. Cuando vimos el autocar no pudimos aguantar la risa, que, por muy interior que fuera, se debía ver a través de nuestras miradas. No podíamos hacernos los sorprendidos. Esperábamos algo así y la idea nos excitaba. Por fuerza tenía que ser un autobús como cualquiera de los que correteaban por el país, adornado hasta la saciedad, como si de ganar un concurso se tratara y sus dueños compitiesen para ver cual de ellos lo hacía mejor.

El paquistaní no solo es trabajador, también es refinado, perfeccionista y muy habilidoso. Cuando trabaja, sus manos se convierten en herramientas de precisión y hace milagros con los motores y las máquinas, con la ayuda de herramientas que cualquier occidental desecharía. Ahora bien; el autocar, que nadie, por muy experto que fuera, hubiese distinguido su marca, procedencia o modelo, superaba lo imaginable. Una caja absolutamente cuadrada sobre un elevado chasis, con una visera más alta que ella, adornadas las dos con multitud de letras de vivos colores, dibujos geométricos y flores, muchas flores. La tapa del motor estaba ligeramente abierta, supuse que para refrigerarlo mejor, aunque de tan florida, eso pasaba desapercibido. Y es que el calor lo merecía, brutal, húmedo, insolentemente pegajoso. En un primer momento me pareció que el motor era un florero y su tapa se mantenía abierta para que saliera el ramo. Sobre la caja, una vaca profusamente adornada a su alrededor, con maletas metálicas, paquetes y baúles cubiertos con plásticos de colores.
El pequeño autocar terminó completamente lleno. Bolsas de comida, mucha fruta y tartas hechas por ellos mismos, por mucho que supieran que por el camino iríamos encontrando multitud de tiendas y mercados en la carretera.
Nosotros esta vez intentamos prepararnos, y en un momento de descuido compramos mangos, bananas y tres preciosos shalvar kamez de vistoso colorido, con pedrería y bordados, que para nosotros eran muy baratos; pero al ver la cantidad de mujeres que viajaban y como vestían, optamos por guardarlos.

Sillas de hierro ancladas con tornillos y tapizadas con elegantes cretonas. Nos habían reservado un par de ellas en el centro del autocar. Me las brindaron con suma delicadeza, dejándome escoger entre ir con ellos delante y dejar a Anna con los niños y las mujeres en la parte trasera, o sentarnos los dos allí. Sabía que no tenía opción, sin embargo, mi compañera, con ironía y en un tono que simulaba sumisión, me dijo que quizá sería mejor que me sentara con ellos. Escogí la segunda opción y lo entendieron, incluso olvidaron su extraña forma de ser y no dejaron de tratarla ni de dirigirse a ella, con más respeto que reparo.
A una de las mujeres solo se le veían los ojos, por contra, el resto cubría sus cabellos con justeza y una de ellas hasta con desenfado. Miré a Anna y aprecié su sonrisa.
¿Habría sido por lo de la noche anterior?
¿Por qué en tiempos de sus padres y abuelos no era necesario que las mujeres vistieran tan cubiertas o vivieran escondidas? Que en realidad era eso último, vivir escondidas. ¿Cómo era posible que al pasar de un mundo rural y hasta nómada, la situación se hubiera exacerbado hasta tal punto? Me preguntaba perplejo. Anna tampoco lo entendía. Sin embargo, la explicación estaba allí, frente a nosotros, y no la descubriríamos hasta días más tarde, en la aldea más remota y olvidada.

No teníamos mapa, pero, después de haber visto uno en Lahore e intuir el tamaño del país, sabíamos que teníamos muchos kilómetros por delante, también que serían difíciles.
Doscientos cincuenta kilómetros hasta Pindi, una barbaridad para aquel trasto, que tampoco estaba seguro que lo resistiera. Si sacaba la cabeza por la ventanilla, que era muy fácil, porque casi ninguna tenía cristal y ni puñetera falta que hacía, se apreciaba la humareda negra que íbamos dejando tras nuestro, aunque tampoco desentonábamos. Solo uno de cada diez echaba menos humo, por lo que, cuando adelantábamos algún camión o autobús, éramos invadidos por oscuros gases. Y nos llamaban con sus bocinas y nosotros a ellos, no para pedir paso o señalar un socavón, que había tantos que no valía la pena marcarlos, sino como saludo.

En aquel tiempo España no se distinguía precisamente por la bondad de sus carreteras, pero, en comparación, las nuestras lo eran y aquello solo un simulacro. Lahore era una gran ciudad, quizá la segunda de Pakistán, y aquella carretera era la columna vertebral del país; iba de Karachi hasta la capital y atravesaba las principales ciudades, las más ricas y pobladas. Pensar lo que nos podía deparar el viaje de Islamabad hasta Gilgit daba miedo. Pero a aquella gente se la veía contenta y feliz.
Parábamos a menudo, porque cuando no era un niño eran dos los que no podían retenerse, y eso que eran pocos y pequeños, entonces el resto aprovechábamos para hacer nuestras necesidades o estirar las piernas.
Con ellos venían dos chicas de unos quince años, que las acomodaron junto a nosotros. Por lo que entendimos, los mayores, aprovechando el final del curso, habían llegado unos días antes con más familia y un autocar parecido.

Con la marcha que llevábamos calculamos que al menos necesitaríamos tres días para llegar a nuestro destino. Aquel trasto precisaba descansar tanto como nosotros, que íbamos de un lado a otro y pegando botes sin cesar, pero riendo y cantando con la gente más hospitalaria del mundo, al son, unas veces melancólico y otras alegre, del sitar que llevaban consigo.

El camino estaba repleto de campos de cultivo, la tierra más fértil que hasta entonces había visto, llena de altos bananos, caña de azúcar, manzanos, uva, mangos, ciruelos y pasto. Pero también de olor a excrementos de animales, que utilizaban para abonar los campos, y moscas, muchísimas, que entraban y salían del autocar como si estuvieran de paso. Nos llenaba de asombro la riqueza de los mercados, que florecían en las entradas y salidas de los pueblos.

Como españoles, que siempre habíamos creído que nuestra riqueza culinaria es única, se supone que influenciados por la chovinista propaganda oficial, nos sorprendía la variedad y calidad de sus productos, así como el precio. Las bananas se compraban a manojos y por pocos céntimos. En los mercados nunca faltaba de nada y se podían encontrar desde legumbres, hasta carne de todos los animales imaginables excepto del cerdo. Lo que no había es buen pescado.

Tenderetes con multitud de bebidas hechas con zumos, que se vendían a granel o embotelladas, con marca o sin ella; miel llegada de todo el país, cada una de un color distinto. Flores y plantas exóticas; mantas extendidas en el suelo cubiertas de frutos frescos, secos, tarros de confitura. Y carniceros que vendían corderos enteros, vivos, muertos, o previamente despiezados. Los mataban allí mismo con una crueldad espantosa, pero no superior a la de nuestra tierra con el cerdo, con sus gritos agónicos y su resistencia a ser llevado a la mesa de la matanza. Aves de todo tipo, desde pollos hasta pavos hacinados en grandes jaulas, esos últimos muy apreciados.

Y vimos como compraban los alimentos necesarios para seguir el viaje, entre ellos un par de pavos dentro de una jaula, y antes de escuchar la típica frase: “you are my guests” o, en aquel caso: “our guests”, en una de las paradas bajamos y compramos un gran queso, almendras, limonada envasada, dos melones y muchas otras cosas que hoy no recuerdo. Y sí, no pudieron remediarlo, y entre nuestras risas y su disgusto tuvimos que escuchar: “you ere our guests”.

La carretera estaba asfaltada a tramos, casi siempre al atravesar pueblos, pero también en otros lugares sin ninguna razón que pudiéramos encontrar. Algunos tramos estaban empedrados, nadie sabía por qué, ya que como pista estaba muy bien cuidada, lisa y de tierra aplastada y fina; aunque probablemente, en la época del monzón debía ser difícil circular por ella. A unos cuarenta kilómetros atravesamos una gran ciudad, mucho más pequeña que Lahore, pero igual de encantadora por lo que veíamos a través de las ventanas. Por entonces ya íbamos llenos de un polvo entre rojizo y arenoso, que con el sudor parecía arcilla y se nos adhería en la piel. Lo que más nos seguía llamando la atención, era la falta de mujeres en la calle y el gran colorido del país: azules, verdes, naranjas. Sus edificios más antiguos y bellos eran del color de la tierra, con un tono algo más oscuro, que los realzaba sin desentonar. Las mezquitas, aunque modernas, eran del mismo color que esos edificios, pero la parte superior de sus almenares seguía la misma tónica que en Lahore y estaban pintados de blanco o azul.

A la salida de la ciudad nos desviamos unos metros, quizá cien. Era mediodía y debían rezar. Paramos en un lugar que nos vendieron como pintoresco y donde había agua para lavarse. Un gran cementerio, no por la cantidad de tumbas sino por su extensión y lo desperdigadas que estaban. Nunca habíamos visto uno musulmán y, la verdad, era parecido a cualquier otro. Las losas que marcaban las tumbas servían de apoyo a algunos vendedores ambulantes, otra vez con sus frutas y verduras. No había animales, ni siquiera pollos; pero sí trebejos, ropa y cacharros, que, aun estando en buenas condiciones, se notaban usados.

Nuestros compañeros no habían seguido el horario y nos sorprendió. Lo descubrimos al fijarnos en la sombra de las lápidas, al pasear entre las pequeñas paradas. La hora del rezo había pasado sin que nos percatáramos, ya que en el interior del autocar era imposible oír el canto del muecín o de cien al unísono. No les preguntamos, creímos que sería una indiscreción. Con los días aprendimos que la hora del rezo, aparte de depender de la altura del sol, de su color y de la oscuridad de la noche, podía variar por la necesidad del creyente, en este caso viajero.

Por las calles apenas veíamos mujeres y cuando encontrábamos una, parecía tener prisa, andando cabizbaja dando a entender que no era lugar para ella.

Evitábamos las ciudades. Nuestros amigos preferían los pueblos, con menos normas y policías, y conocían todos los trucos para esquivar la aglomeración. Después de un desvío y dos esquinas, nos encontrábamos en una calle ancha y larga, sin señales, aunque casi ninguna las tenía. Allí no encontrábamos coches y era parecida a las que rodeaban su barrio, tan polvorienta y solitaria como las de los suburbios de Lahore. Muy de vez en cuando sonaba un claxon, era alguien que saludaba; otras veces éramos nosotros. Tanto si cruzábamos ciudades o pueblos, la carretera era jalonada por un variopinto salpicón de camiones, coches y triciclos aparcados sin orden, que incluso ocupaban parte de ella.

El pashtún es hospitalario con todo el mundo, sobre todo con el extranjero, aunque eso lo podemos extrapolar a la mayoría de los paquistaníes, pero no con tanta intensidad, su generosidad traspasa las fronteras de su casa, de su pueblo, de su región, y nosotros empezábamos a sentirnos como ellos. En pocos kilómetros, aunque muchas horas, tanto ellos como nosotros habíamos olvidado su machismo, si así se podía considerar a su curiosa cultura patriarcal. Anna se reía y hablaba en inglés por los codos sin demasiado acierto ni éxito, ya que ellos apenas lo entendían; y, como podíamos, aprendíamos palabras en urdu, que nunca eran las mismas ni se pronunciaban de la misma manera. Entre ellos hablaban el pashto, algo distinto y con las mismas raíces, pero nos decían que todos entendían el urdu o lo hacían ver, que era el idioma oficial desde su independencia.

A última hora de la tarde llegamos a Pindi. Llovía y por las ventanas entraba agua. Para evitarla instalamos trozos de tela con estampación multicolor o lisa, pero igual de luminosa. Y por mucho que nos esforzáramos, no podíamos imaginar nuestra estampa desde el exterior.

 

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