domingo, 14 de julio de 2013

UN LUGAR PARA CADA ROSA

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Hace rato que deambulo por el jardín, admirado por la infinidad de rosales que lo pueblan con aparente desorden, pero en los mejores lugares para cada variedad, muchos al descubierto y otros bajo el resguardo de la sombra de los árboles. Se les nota cuidados, no de un día o de una semana sino de siempre. Me acerco a un Chrysler Imperial y absorbo su suave fragancia.
-¿Te gustan?
Es Irene, sentada en un peldaño de la entrada, la anfitriona de la curiosa fiesta que se desarrolla en el interior de la casa. Me la presentó Biel, junto a su compañero, un tipo alto y fuerte, muy agradable y extrovertido, y de edad parecida a la de mi amigo.
Como no se levanta tomo asiento a su lado. Me gusta estar con esta mujer. Ha sido una sorpresa encontrarla aquí, fuera del espectáculo. En la casa seguía sus movimientos, admirado por su serena belleza, su manera de hablar y de estar con la gente. Viste sobriamente, pero con la misma sensualidad que emite al moverse, sus carnosos labios, su entreabierta boca, su nariz, su mirada, incluso el desorden de su pelo al caer sobre sus hombros. Me observa de la misma manera, sin amagar su interés. El disimulo, en una fiesta como ésta, está de más y solo sirve para incomodar.
-Te he buscado por la casa, Jeni me ha dicho que te había dejado en la biblioteca observando mis viejos libros.
La miro con curiosidad. Reconoce tener interés conmigo, seguramente porque me cree desubicado; y no le falta razón, aunque tampoco hay para tanto. En ese tipo de fiestas mi incomodidad dura poco. Solo necesito variar, andar y meditar de vez en cuando.

Dos horas antes estaba hablando amigablemente con Biel y un par de tipos, aparentemente amigos suyos, en un rincón del gran salón. A nuestro alrededor alguna pareja bailaba, mientras el resto se recostaba en los mullidos sofás. En otro rincón un pequeño grupo charlaba sobre asuntos demasiado trascendentales.
En ese momento llegan ellas acompañadas de un tipo alto y desgarbado, de cabello claro y desordenado, con una chaqueta de grueso algodón gastada por el uso y de color tan ambiguo como su propietario. Yo las esperaba más tarde, sabiendo que venían de lejos en el coche de Jep, ausente a causa de uno de sus muchos viajes. Se acercan con una sonrisa, después de haberse presentado a nuestra pareja de anfitriones. Mónica viste con sencillez y elegancia, un traje de chaqueta de falda entallada y corta. Ya a su lado descubro que bajo la chaqueta no lleva nada, pero es la moda y a nadie debe extrañarle, aunque siempre sorprenda. Directa como siempre y sin amagarse de nada, nos presenta a su eventual compañero después de abrazarme y besarme. Amara lleva un vestido de algodón blanco, adquirido por mí en Ibiza hace muchos años, semitransparente, lo justo para que pueda verse su increíble cuerpo al trasluz, la casi absoluta desnudez. La miro embobado, como si fuera mi primera vez, absorto en sus formas, en su serena sonrisa, en su mirada, en la insultante perfección de su cara y de su cuerpo. Treinta años, nadie podría creerse que hace dos meses los cumplió. Su cara parece la de una chica de veinticinco lo más. En cuanto de su cuerpo, qué puedo decir. Cuidado en el gimnasio y en el mar, y disfrutado hasta un límite que ni yo puedo precisar. Nunca hubiera imaginado que aquella mujer, tan bella y atractiva, se superara año tras año, que los nacimientos de nuestros dos hijos solo sirvieran para dar un pequeño toque de madurez a su portentosa belleza.
Se acerca, me sonríe con picardía, conocedora de la dirección de mis pensamientos, me besa y luego abraza a Biel mientras le besa en la boca con delicadeza, absorbente y lenta. Saluda a todos y da la vuelta a la mesa para servirse una bebida.

Hablamos sobre las personas, sus gustos y sus virtudes, la gente con la que coincidimos, que es poca y toda alrededor de Anna y de Biel. Le pregunto de qué los conoce y responde con evasivas, dando a  entender que son viejos amigos de su compañero. Y entiendo, Jose es navarro y de hablar bastante vasco. Ya no pregunto más, solo me queda hacer un esfuerzo por si recuerdo sus facciones en aquel bar de Pamplona o en el de Donosti, aunque es improbable. En este caso Biel nos habría presentado de otro modo. Aún así, ahora entiendo el por qué de esta invitación tan limitada.
Se levanta.
-¿Quieres tomar algo? Quizá un gin tónic de esos que tanto te gustan.
Me sorprende, alguien le habrá contado qué bebida me gusta más, seguramente Anna o la misma Amara, porque hasta el momento no he tomado ninguno.
Vuelve rápido y sin nada en las manos, como si temiera que el impase me sirviera para escapar; pero no, no es eso.
-Ahora viene mi sobrina con las bebidas.
Y seguimos hablando, esta vez de árboles y el efecto que su tenue y parpadeante sombra provoca en el color y la floración de algunas variedades; de la idoneidad de utilizar mariquitas para combatir las plagas, resistentes con las hormigas y voraces consumidoras de sus granjas de pulgones.
La chica aparece con una bandeja llena de canapés y dos gin tónics primorosamente elaborados, con la piel de limón recortada en forma de espiral ocupando delicadamente todo lo largo del cilíndrico vaso. Toma asiento a nuestro lado y abraza efusivamente a su tía, solo diez años mayor que ella.
-Tu mujer es maravillosa –me dice sin contención.

Y la recuerdo acariciando embelesada el hombro de Amara, tras la mesa de las bebidas; y su mirada de admiración, penetrante y apasionada, mientras le pregunta si desea algo especial.
Las vi hablar animadamente, la una de combinados y la otra de los sabores que más le gustaban. Amara, al ver que la chica no le dejaría servirse sola, le dio las gracias y volvió con nosotros.
Coquetea, pero sin que nadie pueda acusarla de ello. Caes en su red, convencido que es ella quien lo ha hecho; y te crees el mejor seductor, cuando tu eres el seducido. Ha llegado al cénit en su arte, más allá no hay nada, es imposible.
Biel y yo observamos fascinados cómo teje su suave e imperceptible telaraña, con qué maestría raciona su encanto e, incluso, cómo nos utiliza para conseguir su fin.
Acaricio su cuerpo, lo pellizco con traviesa delicadeza, simulando sorpresa al descubrir que es real, que tras la transparente tela no hay cera, que sus preciosos senos desafían la gravedad sin artificio, que la tersura de su piel no es ficticia, que su uniformidad y su brillo no son producto de afeites. Amara odia el maquillaje y no tiene reparo en enseñar sus pequeñas y finas arrugas, producto de la alegría, de la simpatía.
Charlamos un rato sobre asuntos que desorientan a nuestros compañeros, como si nuestra relación fuera de amistad y de fugaz sexo. Entonces lo hace apoyada en Biel, mostrando más familiaridad con él que conmigo, natural, sin esconder su cariño, su ternura, sonriéndole con la mirada, mientras se dirige a los dos desconocidos. Y me recreo en sus pequeños gestos, en la sensualidad de su voz, en su refinada gesticulación, en su limpia y sugerente risa.
Me acerco y la beso levantando su barbilla, mientras cierro los ojos para saborear mejor la dulzura de sus labios, el aroma de su piel.
-Os dejo un rato. Necesito andar un poco.
Y Jeni, solícita, sale de su rincón empeñada en enseñarme la casa.

Jeni se levanta y deja la bandeja sobre una pequeña mesa de madera cercana donde nos encontramos.
Y empiezo a sentir algo de frío, e inconscientemente mi mirada se dirige hacia una caseta de madera, bien barnizada y con una pequeña ventana en su lateral, rodeada, cómo no, de preciosas matas de rosales.
-¿Tienes frío? Vas muy desabrigado para la temperatura que hace. ¿Te apetece volver a la fiesta o prefieres resguardarte en la sauna?
La fiesta no nos atrae, de ella lo sé por su conversación. No es su estilo y si las acepta es por contentar a su compañero. De mis gustos sabe poco, pero es obvio que los imagina e intuye que mi presencia obedece a algo parecido.
No esperaba que aquello fuera una sauna y muestro interés por verla.
Una pequeña sala toda ella construida de madera, desde el suelo hasta el techo. Al fondo un minúsculo cuarto de baño y a un lado un banco casi pegado a la pared. La mujer enciende una luz tenue e indirecta, imagino que a propósito para mantener el ambiente nocturno.
-Si quieres la ponemos en marcha.
Lo dice por educación, porque antes que pudiera responder ya ha encendido el sistema.
Me sorprende que el centro de la estancia se levante unos centímetros del suelo y le pregunto que hay bajo la madera.
-Un jakuzi -me dice una vez sentados en el banco -¿Lo quieres ver? –Pregunta tras descubrir que es el primero que veo en mi vida, y, una vez más sin esperar mi respuesta, retira su cubierta de madera. Me mira fijamente a los ojos, son instantes, suficientes para que nuestras miradas hablen por nosotros. Se acerca a un cuadro y lo enciende. No tardará en notarse el calor. Dos grandes chorros de agua van llenando la gran bañera. Miro a la chica y siento como el ritmo de mi corazón se acelera. De pie, con los brazos caídos a los lados y una sonrisa tan serena como enigmática, sigue mirándome con fijeza, como si esperara un gesto por mi parte.
El calor empieza a ser sofocante incluso para mí. No pido permiso, no hace falta, es mejor el silencio. Me saco la camiseta. Ella sigue observándome, igual de silenciosa, impertérrita, ya sin esa sonrisa. Su chaqueta cuelga del perchero del cuarto de baño y lentamente con la mirada sobre mi cuerpo, se desabrocha la camisa, se la saca y la arroja, casi sin mirar, a un rincón de la larga bancada. Se desabrocha el pantalón y, con la ayuda de un pequeño contoneo, hace que se deslice por sus piernas. Me saco el mío y recojo su ropa y la mía para colgarla. Al volver del cuarto de baño la encuentro en la misma posición, de pie y dándome la espalda, como si esperara otro gesto por mi parte. Siento su tensión, los nervios que afloran por todo su cuerpo. Son segundos, quizá ni eso, lo suficiente para sentirme impresionado por la belleza de su cuerpo, la perfección de sus suaves y sugerentes curvas.
-Eres preciosa –le digo sin poder contenerme.
El silencio, en este caso, habría supuesto una estupidez.
Es estremecimiento lo que percibo. Un pequeño respingo provocado por mi esperado impulso. Me acerco y acaricio su espalda con las yemas de los dedos. Ahora su estremecimiento es más evidente, siento su respiración, entre tensa y excitada. Con mis índices acaricio sus hombros resiguiéndolos hasta el revés de sus manos. Me acerco más, hasta estar seguro que si no lo siente intuye mi aliento. Baja ligeramente la cabeza, más por sumisión o para mostrarme su nuca que para alejarla
-¿Nos bañamos? –Le pregunto, mientras mis dedos juegan con el broche de su sostén, buscando el modo más rápido y limpio de abrirlo.
Y tiro de él con fuerza, con la excusa de desabrocharlo. Sé que en este momento debe sentir mi iniciativa en su cuerpo, que ha de obedecer mi voluntad.
¿Qué me ha llevado a esto? Me pregunto. ¿Su belleza o algo más profundo, una fuerte e incontrolable empatía? Ahora ya es demasiado tarde para preguntármelo.
La chica se acerca al borde y entra, vuelve su cuerpo ligeramente y me mira con un gesto de endiablada sensualidad. En sus ojos vuelvo a percibir seguridad, como si hubiese retomado el control. Alarga la mano.
-Ven. Estaremos mejor dentro.
Y sin inmutarse se saca la pequeña braga de encaje y entra en el agua antes que pueda ver algo más que su perfecto trasero.
Y me río de mi mismo. Yo, el compañero de la reina de la seducción, acabo de caer en la red de esta mujer.
Me saco los calzoncillos frente a ella, no tengo otra opción, y tomo asiento deslizándome hacia el fondo hasta que el agua me cubre los hombros. El aparato debe tener sensores, porque para solo. Y me enseña a regular los chorros de aire y de agua, y se ríe al ver mi sorpresa.
Hablamos de la gente, de cómo es cada uno, y buscamos gustos e ideas coincidentes.
Esta mujer me excita y lo sabe. Supongo que es mi mirada, mi sonrisa, lo que me descubre; y, no sé por qué, algo trasciende de ella que me hace pensar que siente lo mismo.
Y cierra los ojos y sonríe para sí misma. Se sumerge un poco y se desliza por la bañera.
-Hazme sitio.
Y siento su cuerpo pegarse al mío. Levanto el brazo y la rodeo por los hombros. Otra cosa no podría haber hecho, porque no cabemos y es muy incómodo. Todo es un juego compuesto de sutiles gestos. Ha empezado ella, luego yo, que la abrazo y acaricio su hombro. Después ella apoya su cabeza en el mío, mientras su mano se desliza por mi muslo; y yo levanto su mentón y la beso en los labios.
- Desde que estoy con Jose es mi primera vez con otro hombre –dice con casi timidez.
-¿Y antes? –Le pregunto con un guiño mientras le acaricio la barbilla.
Y su risa, tan suave como abierta, me enamora.
-Antes era muy mala.
La levanto y hago que apoye su cuerpo sobre mis rodillas. Acaricio su cuerpo con cuidado, primero la cabeza, los hombros, el cuello. Le hablo de mil cosas, de la tersura de su piel. Le acaricio los labios, la nariz. Me exclamo sobre lo afortunados que somos algunos hombres, de tener como compañeras mujeres como ella, Amara, Mónica... Me inclino y vuelvo a besarla en la boca. Hace tanto tiempo que no seduzco de esta manera, que debo hacer un esfuerzo para no precipitarme, a la vez que me recreo en este arte. Sé cómo terminará, ambos lo sabemos, pero lo alargamos a propósito para convertirlo en un juego.
Acaricio sus senos, su vientre; y siento su jadeo, casi imperceptible, como una sombra escondida tras la vergüenza. Y hago que se sienta sobre mis rodillas, y acaricio su nuca y su espalda con las yemas de los dedos y luego con sus extremos, los excito para que sientan el más leve contacto, para que a través de mi piel pueda penetrar su cosquilleo. Quiero sensibilizar su piel tanto como sus sentidos, quiero ver como se eriza, como se estremece su cuerpo.
Le pido que se abandone, que se olvide de las convenciones, que sea ella y deje libres sus instintos, que disfrute sin amagar lo que siente. Y se lo digo con voz queda, insinuante, mientras con una mano sostengo su ingrávido cuerpo y con la otra araño con delicadeza la aureola de sus pezones. Vuelvo a besarla, le muerdo los labios y mi mano se desliza por su vientre y acaricia su pubis.
Ya es mía, la he conseguido. Soy feliz de sentir su placer, de oír sus gemidos sin atisbo de arrepentimiento, de ver cómo agita sus brazos, el chapoteo instintivo de sus pies en el agua. Extiendo una toalla en el borde de la bañera y le pido que se eche en ella. Quiero que se abandone más, absolutamente, que se convierta en hembra por encima de cualquier otra cosa.
Y después vuelve a mi lado, con sus ojos entrecerrados, con la maravillosa belleza de mujer satisfecha, feliz, poderosa. Apoya una vez más su cabeza en mi hombro, somnolienta, tranquila. Descansamos unos minutos, en silencio, como si necesitáramos digerir todo ese sexo. Nos miramos y hablamos con voz queda, casi en susurros, nos reímos. Mira la hora y se levanta con espanto. Se ríe de sí misma, de cómo ha pasado el tiempo, y nos vestimos.
El salón está en silencio, en uno de los sofás una pareja duerme. Me acerco con la esperanza de encontrar a Mónica. No es nadie que conozca. Ella busca a su alrededor, como yo, intuitivamente, por si encuentro el rastro de mis compañeras. Subimos al primer piso y abre con sigilo una habitación, oigo como susurra unas palabras y vuelve a cerrarla.
-Es tu compañera, pero no la molestes, está durmiendo.
Siento la fuerza de su mano, como si quisiera decirme algo. Se acerca a mi oído.
-Está con dos hombres –dice sin aguantar su excitación.
Me encojo de hombros. Es Amara, que, al contrario que Mónica, descubrió la manera de evitar el compromiso, que la empatía se convierta en algo más.
–De dos en dos los tíos nunca te complican la vida –dijo hace tiempo, tras su aventura con Santiago.
Abre la puerta de su dormitorio, la revisa con cuidado, imagino que buscando el rastro de su compañero, y vuelve a cerrarla. Pasamos cerca de una pequeña puerta, la mira durante unos segundos y la abre con cuidado. Unas escaleras llevan al desván, de él escapan suaves risas y algún que otro aullido femenino, tan sordo como ellas. Distingo la voz de Amara, de Anna y de Biel, junto la de Jose.
-¿A quién has visto en el dormitorio? Amara está arriba –pregunto divertido.
Me mira perpleja y me pide que espere, sube las escaleras en silencio y abre unos centímetros una portilla de madera. La cierra con el mismo cuidado, baja y me coge de la mano.
-Vamos. Hay una habitación vacía al lado del cuarto de baño. Allí estaremos bien y podremos hacer lo que nos plazca. Por cierto, ¿no era Mónica tu compañera?
Y no sé qué responder.

Nunca más supe de ella. En junio, justo después de mi aniversario, Anna y Biel marcharon a Sudamérica. Estuvieron más de un año incomunicados. A su vuelta, fugaz como siempre, Anna no me habló de ella ni yo le pregunté. Nunca me acerqué a su casa, a no ser que pasara cerca por coincidencia. Entonces me demoraba frente a ella con el coche en marcha, solo unos segundos.


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5 comentarios:

  1. Un poco triste ese final, sin posible continuidad expresado en "Nunca más supé de ella". Que pena verdad? Cuando alguien abandona nuestra vida de forma definitiva y no lo percibimos, hasta que han pasado muchos años.

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  2. Una historia larga y compleja. Hace unos meses que me prometí contarla.
    No es triste, al menos para mí. Son experiencias y encuentros que uno tiene en su vida, que los recuerda y escribe; que, seguramente, de haber ido a más hubieran terminado fatal.
    Así está bien, en la forma de un buen recuerdo.

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  3. "De dos en dos los tíos nunca te complican la vida" Nunca se sabe dónde encontramos un buen consejo...

    Me ha gustado mucho tu relato e intuyo que los anteriores también provienen de buena tinta, así que me quedaré un ratito más disfrutando de tus textos y te empiezo a seguir para no perderte.

    La voz de Silvia Pérez Cruz preciosa, es una lástima que a quienes cantan en catalán, no los conozcan más allá de las fronteras de Cataluña.

    Besos

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  4. Es una musica muy bella, te he puesto un bonito comentario en tu libro, espero que lo puedas leer!!! besitos!

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  5. "De dos en dos los tíos nunca te complican la vida"
    Nada más cierto. Y ni las tías. El problema es que el macho con una hembra tiene suficiente y a veces le sobra, mientras que una buena hembra puede permitirse pasar el rato con dos y hasta cuatro. Según la mujer de la que hablo, lo mejor es en parejas, aunque luego sumen muchos.

    Muchas gracias Ishtar.
    Ahora voy a ver.

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