miércoles, 10 de abril de 2013

UN APUNTE PARA "EL PODER DE UNA CONVICCIÓN"

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Recordé el desvío y el camino. María, con desdén me había prevenido en contra de los mapas. Has de recordar, a no ser que tengas miedo y no quieras llegar a tu destino, me había dicho con voz casi de desprecio.
Avancé con cuidado. El camino no estaba iluminado y debí reconocer que los faros del 2CV no eran ninguna maravilla; y el cristal, con tanta autopista e insectos, había perdido mucha transparencia. El trayecto estaba lleno de socavones, supuse que por las últimas lluvias. La plazoleta estaba desierta, no aprecié el movimiento de la primera vez, nadie me esperaba o eso parecía. A lo lejos y de una de las casas más alejadas, me pareció ver una tenue luz. Me dirigí hacia ella con la intención que, de no ver clara la situación, no saldría del coche y daría la vuelta a toda velocidad. De pronto unos faros se encendieron por detrás y segundos más tarde otros al frente que me deslumbraron. Poco pude hacer. Fue todo demasiado rápido. Unos tipos salidos de la nada abrieron la portezuela y, con el coche aún en marcha, me arrancaron del asiento arrojándome al suelo sin contemplaciones. Uno de ellos clavó su bota en mi cuello impidiéndome respirar, mientras otro me esposó por detrás. Iban armados con pistolas, pero era tal su seguridad, que ni siquiera hicieron el gesto de tocarlas.
-Diles que la chica no está y que por el camino nadie ha bajado –me pareció oír.
Me levanté como pude y uno de ellos me dio un puñetazo en los riñones que me hizo volver al suelo. Parecía desahogar su rabia. Intenté levantarme otra vez y una patada me volvió a lanzar al suelo, esta vez de cara, aunque pude evitar el encontronazo con el hombro. Alguien frenó al energúmeno.
-Lo necesitan entero y probablemente solo es un pajarito.
En ningún momento pude verles la cara y, por si fuera poco, al entrar cubrieron mi cabeza con un saco negro. Por el hedor que se sentí podía ser un antiguo establo. Me llevaban cogido por el saco a la altura de la garganta, de modo que solo podía moverme en la dirección que llevaban, a no ser que quisiera asfixiarme. Me sentaron en una silla con las manos esposadas tras los barrotes del respaldo. Así estuve mucho tiempo, horas, no sé cuántas.
Cegado por completo y con la poca serenidad que mantienes, cierras los ojos, te tranquilizas y agudizas los sentidos que te quedan. En mi caso apenas me llegaba algo que no fuera el ruido de algún coche entrando o saliendo de la plazoleta y el maldito olor a estiércol.
Creí oír voces y gritos, tenues por la lejanía, desgarradores por el significado de su tono. Quería pensar que se trataba de una comedia de mal gusto. Me devanaba los sesos pensando en María, si no me habría acompañado por sospechar algo; pero pasado el primer momento decidí abandonarme y dejar de darle vueltas. Mi aventura había durado menos que un respiro y debía asumirlo, y empecé a pensar en el negocio y en una nueva serie de brazaletes coloreados que tenía en mente, en un esfuerzo de despreocuparme por mi suerte.
Entraron dos tipos, quizá tres. Dos de ellos me desnudaron. Hacía frío. La inmovilidad me atenazaba y sentí mis piernas temblar. Habían dejado la puerta abierta y se oían claramente los gritos, esta vez con más lamento. Aquello parecía demasiado real y salvaje y empecé a preocuparme.
Uno de ellos empezó a hablar, tranquilo, sin gritos y con mucha seguridad.
-Te han engañado hijo, y cuanto antes terminemos mejor para todos. Ya tenemos a la puta de tu amiguita. Está en camino. No eres el primero al que engaña, pero sí que vas a ser el último de su carrera. A ver, cuéntame cómo pasó todo. Para empezar, ¿cómo te llamas?
Se lo dije, después de todo tenían el documento que me identificaba.
-Muy bien. ¿Dónde vives?
Le di la dirección de mis padres, la que salía en el carné.
-¿Solo?
-Si.
-¿No frecuentas otros?
-No.
-Qué raro. Tenía entendido que vivías en otro sitio. Cuando llegue tu amiguita lo aclararemos. ¿Y tu alias?
Debió notar mi turbación, porque levantó la capucha para verme mejor.
Un par de focos me deslumbraron y no pude verles las caras, pero sí que eran cuatro. Y pensé que lo hicieron para mirarme a los ojos.
-No tengo alias.
-Bueno... de eso hablaremos más tarde. ¿Y tu compañera cómo se llama?
De pronto se oyó un grito mucho más fuerte que los anteriores, agudo; luego como un estertor.
Uno de ellos gritó.
-¡Me cago en dios! Cerrad esta maldita puerta. Siempre con lo mismo.
Me dejaron solo, con una manta cubriendo mi cuerpo y la capucha en la cabeza. Estuve mucho tiempo, tanto que ni recuerdo. Al rato empecé a soñar, no podía dormir, pero si entrar en un estado de dulce ensoñación. Pensé en mil cosas que nada tenían que ver con mi situación, no quería vivirla. Quizá pasara la noche, porque mi cabeza se caía y de vez en cuando un tipo entraba y me daba agua. Como estaba desnudo no sentí reparos en orinarme encima, tampoco podía hacer otra cosa y no quise pedir nada a aquellos tipos, o quizá fuera mi instinto de supervivencia, al pretender que me olvidaran.
Volvieron a entrar, uno de ellos se reía…
-¿Dónde lo habíamos dejado? ¡Ha, sí! En lo del nombre de tu compañera.
Fue en aquel momento cuando me blindé. Dejé de sentir emociones con respecto a lo que me rodeaba y empecé a viajar con mi imaginación, tal como nos enseñó Bill.
–Si te interrogan siempre terminas cantando, pero no por ello te van a dejar tranquilo. Si es necesario inventarán preguntas para las que no tienes respuesta. Así pueden seguir golpeándote hasta el límite que te han asignado.
Y cuando le preguntamos qué técnica se utilizaba para evitarlo, respondió:
–Te inventas una historia para evadirte de la realidad, la más bella que puedas imaginar, triste o alegre, da lo mismo, y te aferras a ella, te recreas hasta que te envuelve y no puedes evitarla. Y si eres fuerte de espíritu, hasta llegas a disfrutarla.
Uno de ellos cerró la puerta y el tipo que se reía repitió la pregunta.
-Inés -dije.
No sé cómo me salió. Nunca había conocido a una tal Inés y no me dio la gana que se llamara Raquel, que era lo que María me había pedido.
Recibí una bofetada y silla y yo dimos en el suelo. El tipo parecía irritado. Uno de ellos me empezó a gritar. Decía que habían detenido a todo el grupo y que no tenía nada que esconder, que no serviría de nada. No les pregunté por qué me interrogaban si ya lo sabían todo. Mi mente voló imparable tras una historia con la tal Inés. E imaginé que era Mónica en Calella, desnuda, morena, espléndida y tierna, de espaldas a mí, con el agua hasta su cintura y la Luna reflejándose frente a ella. Y yo la abrazaba y la amaba.
Me golpearon y, pese mi ensoñación, me dolió terriblemente. Oía sus gritos, me sentía sucio y mojado por mis propios meados; pero ya no escuchaba sus preguntas, no me importaban. Y seguí con mi historia. Lloré, pero hoy no podría recordar si de dolor o de felicidad. Mi cabeza seguía lejos, muy lejos.
Pasaron muchas horas, no sé cuántas, dejé de contarlas o pensar en ellas. La rabia que sentía me impedía hablar. Y cambié a Inés por los policías de aquel día en la Diagonal, los aterrorizaba y los asesinaba; imaginé mil maneras de hacerlo, mil trampas distintas. Ya no era un asunto físico sino mental y de orgullo. Pensé que de allí no saldría vivo, estaba seguro, tanto que le daba más valor a la ensoñación que vivía, que salvarme de unos golpes que ya casi ni sentía. En un momento cambiaron de pregunta y, no sé cómo, los escuché. Era otro el que preguntaba, tal vez por cansancio del anterior o para desorientarme.
-¿Cómo empezó todo?
Eran solo dos y habían vuelto a quitarme la capucha. Noté sangre en mis labios, tosía...
Y les conté cómo, tras las rejas del Palacio Real, vimos a los perros cargar contra los estudiantes, porque un tal Pete Seeger había querido dar un recital.
-¿Conocéis a Pete Seeger? Seguro que no. Canta muy bien. No sabéis lo que os perdéis.
Y cómo, besándonos tras los barrotes, decidimos luchar contra la jauría.
En aquel momento había convertido a María en Mónica bajo el nombre de Inés.
Callaron, parecían tensos. Me levantaron y a rastras me llevaron a otra casa. En la calle debía hacer más frío, pero yo ya no lo notaba. Los golpes y la preciosa historia que me había montado y hasta creído, no me dejaban pensar en él.
Una vez en el interior, al pasar por una habitación me pareció ver a María conversando con dos tipos. Parecían muy tranquilos. Estaba de espaldas a la puerta, sentada en una silla y frente a una mesa. Intenté parar para asegurarme, pero un golpe me lo impidió.
-Si, es la puta de tu amiguita, no hace falta que te asegures. Por sus excesos os hemos trincado a todos, ya ves. Y no te preocupes, a ella no va a pasarle nada. Canta bien y con facilidad. Mejor que tu Pete Seeger.
Y se rió de la ocurrencia.
Me sentaron en una silla, allí hacía menos frío. Volvieron a encapucharme y me dejaron solo. Al cabo de unas horas entraron unos cuantos, supuse que los de antes. Y sentí como algo atravesaba los dedos de mis pies, de mis hombros. Parecían largas agujas. Dolía mucho, tanto que lloraba bajo la capucha, me temblaba todo el cuerpo. Y, luego, más dolor, mucho más, insoportable, intenso como ninguno que hubiera podido imaginar. Me ardía todo desde el interior, los pies, los hombros, los huesos... No podía moverlos, parecía que los tuviera clavados. Emití un grito sordo con la respiración contenida, y conseguí volver a mi mágica historia, esta vez solo para mí. Estaba en Cachemira, en las montañas. Ahora era Anna quien se había convertido en Inés, hacía el amor con ella, en los prados de alta hierba, al lado de ríos llenos de vida y de color, de mágico sonido; o en las cumbres y bajo la lona, rodeado de las nieves eternas y abrazado a ella. Estaba seguro que en pocos minutos me matarían. No estaba en una comisaría ni nada parecido y podían hacer lo que quisieran conmigo, no había testigos ni médicos. El juego había llegado a su fin y pensé que estaba en mi mano terminarlo de una u otra manera. No les daría ninguna satisfacción y me abandoné, separé el atormentado cuerpo de mi mente. El dolor era brutal. Pregunta, dolor, pregunta, dolor... alternándose sin fin. Si vacilaba, los instantes de descanso podían alargarse medio minuto o uno; no obstante, yo seguía con mi Inés mágica. No me importaban, porque en mi sueño no existía el descanso.
-¿Cómo se llama la puta de tu amiguita? 
Todo había empezado de nuevo. Y pensé que si con tanto afán preguntaban, es que ella también se estaba resistiendo, que haberla mostrado en el despacho podía ser una trampa. Al cabo de un rato me di cuenta que soñaba en voz baja. Hablaba de Inés, pero solo para mí, del amor, de su belleza, de su piel, de su ombligo, de cada célula de su cuerpo; y de su indomable espíritu, de su inteligencia, de su fuerza… Y me descubrí llorando, pero esta vez de felicidad.

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7 comentarios:

  1. Lo que te digo siempre, es que tu vida, es como de novela, a ver... es así, si esto que has escrito hoy, no parece ficción... vamos, pero no lo es, eso es lo grande de tus textos y de tu vida claro.

    Que bonito todo el párrafo último.

    Un beso Pau

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  2. Me ha costado mucho contar esta historia. Ahora ya está y no tiene remedio.
    Ya ves... eso de que no tenga remedio es un descanso.

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  3. Ay, Dios... es increíble como estábamos mientras te leíamos contigo...

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  4. Hay comentarios que descubren a su editor, aunque olvide o esconda su nombre y correo.

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  5. ¿Cuántas veces he corregido esta entrada?
    No puedo ni creérmelo. Hace años, cuando por vez primera la escribí sin atreverme a editarla, no habría sido capaz de corregirla. Ahora sí y su significado va más allá de la simple sintaxis.

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