lunes, 28 de septiembre de 2009

DEBEMOS CAMBIAR PARA SEGUIR SIENDO


Debemos cambiar para seguir siendo, transformarnos tan rápido como la vida que llevamos, recordar lo que fuimos para entender donde estamos y tener confianza en nosotros mismos para sentirnos vivos.


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De vez en cuando el director me llamaba al despacho. Mis padres no pagaban la factura de mi enseñanza. Tendría trece, catorce años, suficiente edad para darme cuenta del problema. Mis padres no tenían ningún interés en cambiarme de escuela. Aquella era de pago, por supuesto, y de las caras.
Mis notas eran altas, no mucho, pero sí por encima de la media, hasta que el profesorado comenzó a boicotear mis estudios, a ignorarme y suspender mis exámenes sin que pudiera entenderlo.
Catorce años... podría haberme dado cuenta de la situación y forzar mi salida. No fue así y aún me pregunto por qué. ¿Tan inocente era?
La primera vez que la secretaría de la escuela me avisó, mis padres debían más de un año.


Cantaba en el coro desde los nueve años, a los doce me enamoré de una chica de once. Era una locura, bellísima según mi parecer. Veraneaba en el Pirineo, se bañaba en el río con agua de deshielo... estaba loco por ella. Todas las semanas la veía en el coro, tomaba asiento frente a mi grupo de voz. Podría dibujar la sala en el gran sótano de la escuela, un grandioso y antiguo convento en la zona alta de Barcelona.
Pasaron los años y seguía enamorado, sólo Albert conocía mi estado y desesperación.
Dieciséis, diecisiete... ya salíamos juntos, algún amigo se añadía al grupo. Unos años atrás, no recuerdo cuántos, supongo que dos, salíamos juntos de la escuela y nos sentábamos en el peldaño de una casa. Hablábamos de la vida, la muerte, el futuro, la justicia... Ada, le llamaré Ada, a los dieciséis entró en el mundo hippie y yo tras ella, era un grupo de gente increíble, sólido, muy culto. Éramos, con mucho, los más jóvenes.
Escuchaba a Joan Baez, aún la escucho ahora mientras escribo esta historia. Me introduje en el mundo del arte y la música. Fundó con unos amigos un grupo de música folk, la seguí por parroquias, salas de conciertos....


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Hay quien cree que se ha perdido el poder de los valores, que hemos olvidado el sentido de la moral. La humanidad es cínica, lamenta la moral perdida mientras atenta contra el derecho del prójimo, del vecino por un plato de mal contadas lentejas; es capaz de arriesgar el futuro por un placer pasajero e insustancial.
Algunos creen que se ha perdido el temor a dios, y me pregunto de qué dios. Los griegos ya lo perdieron, de ahí que imaginaran tantos castigos horrendos y crueles inflingidos por los dioses, a los hombres que pretendían parecerse a ellos.
El hombre, en su globalidad, nunca ha respetado la moral, ni siquiera la suya particular, la que pregona a los cuatro vientos. El temor a los dioses es una quimera, no lo padecen ni sus pregoneros, los obispos; tampoco los que siguen sus ancestrales ritos para conseguir el perdón eterno.


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¿Quince, dieciséis?
Tendría esta edad cuando con Ada y sus amigos monté el primer tenderete hippie de Barcelona, probablemente de España. Era de todos y debía servir para mantener su comuna. Tanto ella como yo no vivíamos con ellos por razones o circunstancias que hoy no recuerdo. La edad no tenía tanta importancia, nuestras respectivas familias se hubieran opuesto, eso seguro, pero no lo suficientemente; la mía por la imagen, la suya por la disciplina, ninguna de las dos por certidumbre ideológica.
Solía vivir con mis abuelos maternos, él un hombre antiguo e íntegro, ella cariñosa y condescendiente; él consideraba a mi padre débil y sin fondo ideológico. De mi madre, su hijastra, nunca oí ni sentí queja, aunque sé que no comulgaba con sus ideas.
La gran cantidad de amigos y el hecho que mi amor y pasión por Ada no fuera correspondido, hicieron que abriese mis sentimientos a otras mujeres; y la liberalidad que desprendía, la libertad que día tras día pregonábamos a los cuatro vientos, hizo el resto.



El director de la escuela, un cura algo moderno, llegó al extremo de presentarse en el aula para anunciar públicamente la cantidad que adeudábamos dos de nosotros. Aquel sacerdote no pensó en hablar directamente con nuestros padres, demandarlos o buscar otras salidas. Consideró que era mejor presionar a unos chavales de catorce años.
Ambos decidimos no hablar con nuestras familias. Más tarde, cuando tuvo que aprobarme, según él, contra su voluntad, le confesé que nunca había trasladado a mi familia la presión que me había infligido. Me quedé más ancho que largo, después de todo sería la última vez que lo viera y ya todo me daba lo mismo.
Nunca fui consciente del daño recibido hasta entrar en una academia nocturna mientras, de día, trabajaba en un laboratorio dental. Allí descubrí que mis bajas notas no habían sido producto de errores o la ansiedad sino parte de un plan para desembarazarse de mi.
Con Ada y el resto de los amigos de la escuela me seguí viendo. Con tres, uno de ellos Albert, más tarde montamos la comuna pirenaica.



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Se levanta y entra en la cabina del barco. El famoso arquitecto francés, sumamente excitado, nos mira, parece buscar una explicación al desparpajo de la soberana hembra, una disculpa por el inevitable contacto físico y la atracción que ella parece haber sentido por él.
Con José me río… está claro que Amara ha decidido llegar hasta el final; el francés debería rendirse y aceptarlo, pero para ello debemos tranquilizarlo...
- Creo que le gustas, no te incomodes por nosotros, disfruta de ella-
- Pero...-
- ¡OH! No te preocupes, sólo es una buena y sana amiga-
Y sale envuelta en una toalla, el cabello revuelto por su cara, la boca entreabierta; provocadora, mirada de hembra hambrienta. Y se apoya al mástil con el cuerpo ligeramente arqueado. Nos mira, sonríe... da la vuelta, la toalla se abre, solo la aguanta por delante, allí donde no llegan nuestros ojos,; vuelve la cabeza, retadora, sensual. Se gira, nos da la cara, muerde un extremo de la toalla con delicadeza... se desprende de ella.
Impresiona el arte de esta mujer, que unos momentos antes estaba desnuda y ahora ha conseguido sorprendernos, excitarnos hasta el límite, hacernos creer que su desnudez es distinta, la de otra.
De reojo veo como José se masturba con delicadeza, como intentando parar el tiempo. El francés tiene los ojos como platos y el sexo a punto de reventar el bañador. Hasta yo estoy excitado, terriblemente, aunque, como su amigo-hermano-amante, debería estar acostumbrado a las tórridas excentricidades de mi compañera.
Ella está ahora recostada en el palo, con una mano se acaricia el pecho, el estómago, el ombligo... la otra la tiene en lo alto, agarrada a una jarcia. El cuerpo algo más arqueado... se aprecia toda su belleza, erotismo; su plano vientre, ligeramente abombado debido la provocadora postura; su agresiva juventud, la protuberancia de su cuidado pubis, la maravillosa turgencia de sus pechos. Nos mira desafiante... sonrío... me acerco con José, acariciamos su portentoso cuerpo, lo masajeamos con calculada agresividad y ella se retuerce y gime de placer; y, con un gesto, invitamos al famoso arquitecto francés...



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Ayer fui a cortar el pelo a mi padre. Y hablamos, como siempre, de los negocios, la política y el futuro.
Curioso como un hombre que dice estar más en el otro mundo, que confiesa no importarle nada, puede llegar a estar tan al día de todo.
Mi padre es el ejemplo más evidente de la inteligencia desperdiciada y de lo muy estúpido que puede convertirse un hombre al caer en su complacencia.
Cualquiera diría que desprecio a mis progenitores, nada más lejos, sólo me gusta poner a cada uno en su sitio, el lugar que ocupa dentro de un organigrama tan sencillo como práctico: el de la utilidad en la sociedad y el bien o el mal que han hecho.
Mis padres, en un juicio humano pasarían desapercibidos; en uno deísta no serían absueltos. Hicieron el mal con delicadeza, sin propasarse; pero cuando pudieron hacer el bien, desaparecieron. Prefiero al errado, el que con sus acciones produce desgracia por error o impotencia, ya que demuestra ser hombre y estar vivo.
Nunca he escurrido mi culpa o mis errores, tampoco lo han hecho mis amigos. Ataco el de los demás, lo critico; pero siempre después de haberlo hecho con el mío.


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Eran muchas las veces que por aburrimiento, para no pensar o buscar una buena manera de pasar el tiempo, divertirse... terminábamos haciendo gozar a nuestras compañeras. Lo contrario no solía. Ellas pensaban distinto, buscaban otras salidas. Las reuniones de grupo, las cenas o comidas por motivo de una fiesta, un puente laboral, solían terminar igual. Nos sentábamos desordenadamente, o no tanto, porque cada uno buscaba lo que más le apetecía, el amigo o amiga que en aquel momento más deseaba, aunque fuera por el tipo de conversación, de cercanía ideológica. Y no era extraño que uno acariciase, bailara... Todo era empezar con lo esperado. El sexo no solía ser lo esencial, pero sí el resultado.
Hoy, al recordar aquellos días, no puedo menos que pensar que todo comenzó con mi relación con Mónica y Konsta, su irremediabilidad y la extrema liberalidad de José, Joan y Anna.


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En aquella casa vivíamos en un estado semisalvaje, sin cuarto de baño, cocina, camas... Los colchones en el suelo, el hogar servía de cocina y algunas viejas estanterías de soporte de los cacharros. La mitad de la casa estaba medio derruida. A unos cien metros sobre ella se encontraba una ermita en parecido estado, en ella aún podían apreciarse preciosos frescos, incluso en lo que quedaba de su techumbre. Había sido quemada en época reciente, por negligencia o vandalismo, ya que en aquel lugar ningún fuego puede propagarse involuntariamente.
A los pocos años de conocernos me acerqué con Amara. Sentí la necesidad de enseñarle el primer lugar donde me sentí hombre. La casa estaba restaurada por completo, demasiado como todas.
Les limpian la fachada, repican las piedras hasta dejarlas lustrosas, distando mucho de la autenticidad de cómo fueron construidas.
Antiguamente las casas eran rebozadas con una mezcla de cal y arena para evitar la pérdida de la argamasa y defender el interior de las humedades. Hoy, gracias al cemento ya no es necesario, pero el arte de la restauración debería tratar de imitar o copiar el estado primigenio, cosa que no se hace.
La pequeña ermita había sido levantada de nuevo, mas siguiendo las nuevas directrices: piedra repicada y unida con cemento. Los frescos habían desaparecido, no quedaba ni el recuerdo.
Curioso, me dije. Para eso no hacía falta restaurarla. Cubrirla con una cubierta cerrada hubiese sido suficiente y más edificante.
No sé a qué arquitecto se le habrá ocurrido. Los políticos sí, son los anteriores de CIU y esos tampoco llegaban demasiado lejos. Pujol tuvo mucho cuidado en escoger a los más dúctiles y menos exigentes de presupuesto para este cometido, y todos sabemos que eso significa estupidez y vagancia.
Aceptar los cambios es costoso. Siempre queda la melancolía, con la seguridad que nunca encontrará las cosas tal como las dejó y recuerda. Ahora bien, lo que no espera es que el elegido para mantenerlas o mejorarlas las destroce sin más.


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Cuando miro para atrás, lo primero que pienso es que no me salen las cuentas del tiempo. No puede ser que hiciera tantas cosas en tan poco tiempo. Y sí, lo que ocurre es que vivimos muy deprisa, sin dar respiro a la mente, al alma y al cuerpo.
A veces son mis amigos los que me relatan lo muy intensamente que viví aquellos días.


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En la escuela era un papanatas, torpe y miedoso. La asignatura de gimnasia la aprobaba por los pelos, todo lo contrario que Albert.
Saltar el plinton, el potro... un imposible. En el último momento frenaba, no podía. Después el vértigo, supuestamente provocado por las torturas maternas.
Un día, saltando la enorme valla de una casa abandonada con Albert, me quedé atascado en medio. No tiraba para adelante ni para atrás. Al fin salté. No podía dejar que llamaran a los bomberos. Aquel día cambió radicalmente mi vida. A partir de entonces uno de nuestros mejores deportes era saltar de rama en rama parodiando a Tarzan. No obstante ,el vértigo lo mantuve hasta llegar al Pirineo. Allí mi amigo Albert, en un altísimo risco de cuatrocientos metros, consiguió hacer desaparecer mi miedo y mareo. Después, aquel mismo día atravesamos desprendimientos cubiertos de resbaladiza nieve. Al fondo se veían los caminos y casas en toda su pequeñez, la mochila desequilibraba el cuerpo y los atravesábamos atados con cuerdas. Éramos cuatro y nos turnamos en ser el primero. Mis amigos, los mismos con los que monté la primera comuna, con delicadeza dejaron que escogiera el momento y el lugar.
Tiempo después y pasado mi entrenamiento, no dejaba de pensar en lo que aquel chaval cargado de miedo y perjuicios se había convertido. Si algo me quedaba de aquel vértigo, el rápel me lo quitó entonces. Poco más tarde Mónica me enseñó a mirar la calle sin miedo, a no marearme desde una cornisa de un escaso palmo, a andar con tranquilidad por la barandilla del tejado de un edificio de seis plantas.


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Sentíamos un morboso placer al escuchar los lamentos continuos y entremezclados de nuestras compañeras, sus orgasmos, sus suaves gemidos, sus roncos gritos, sus estentóreos alaridos de placer. Nos satisfacía, a mí el que más, y nos regodeábamos en ello. Y verlas desnudas sobre la mullida alfombra, los sofás, los múltiples colchones que extendíamos por el suelo. Gozar sobre ellos...



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Cuando sabes lo que buscas ves más claro, aunque no lo encuentres, y tu mirada te delata.

4 comentarios:

  1. Fascinante, Pau.
    ¿te traumatizó esa enseñanza hipócrita y tan caritativamente cristiana?
    Me parece que consiguieron justo lo contrario de lo que pretendían. De lo que me alegro. Y no esres el primer caso...
    Me has transportado a mis años de mercedarias y francesas...
    Un besazo
    La dama

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  2. Supongo que todo influye. En el primer párrafo aclaro lo que pienso sobre eso. Tal vez la palabra exacta es declaro.
    Todos somos producto de lo que fuimos, sin embargo, siempre tenemos la posibilidad de cambiar o retocar lo que no nos satisface.

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  3. Debemos cambiar para seguir siendo, transformarnos tan rápido como la vida que llevamos, recordar lo que fuimos para entender donde estamos y tener confianza en nosotros mismos para sentirnos vivos

    No creo que debemos cambiar para ser... creo que ser es lo que te hace cambiar y adaptarte a los cambios...
    Si creo que recordar lo que fuimos nos hace entender donde estamos, y si, si no tenemos confianza en nosotros... estamos al horno y salimos con papas

    Creo que es una constante: todas las personas que fueron a un colegio religioso, son los que no creen... sera por eso que yo creo... eso si, no creo en el "temor" a Dios... no le tengo miedo (aunque digan que hay que temerle...) No creo en el "Dios castigador", que si haces algo malo agarra el latigo y te da sin asco... creo que, somos nosotros los que nos damos sin asco, autoflagelandonos...

    Como siempre, tus relatos DE VIDA, me encantan!
    Besotes enormes

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  4. como siempre, hice un gran enriedo...
    yo fui a una escuela del estado

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