sábado, 8 de mayo de 2021

El Camino Infinito, 42ª parte

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¡La incertidumbre! Amábamos la incertidumbre, hacía que nos sintiéramos vivos y seres humanos. No saber qué nos depararía el futuro, cuándo encontraríamos agua, si un leopardo caería sobre nosotros, si nos encontraríamos con un oso al doblar el camino; no conocer el país, no tener la garantía. Allí no había señales, excursionistas, latas de conserva, fogones de camping-gas. No sabíamos si nos encontraríamos con una patrulla del ejército hindú, una partida de la guerrilla o bandoleros, un pueblo o caseríos abandonados. Nuestra brújula era el sol y su puesta nuestra dirección.
Habíamos aprendido a hacer acopio de excrementos secos, a hacer yesca con cualquier cosa que pareciera combustible, a andar sin planos y sin conocer el nombre del siguiente pueblo, montaña, valle o río. Teníamos comida y agua para dos días, quizá tres si consumíamos con cuidado y lo justo, muchos más de volver a cazar, encontrar plantas comestibles asilvestradas y huevos. Era la mejor época y confiábamos en ello.

Hablando con nuestro amigo de la barba blanca, descubrimos que por mucho que hubiéramos andado, habíamos hecho pocos kilómetros en línea recta. Los valles eran pequeños, incluso el que nos pareció tan grande. De un pueblo a otro podía haber entre quince y veinte kilómetros, por carretera el doble y nosotros hacíamos el triple al zigzaguear por las altas montañas y los senderos. El esfuerzo también era mayor, aunque nosotros no lo notáramos porque no contábamos el tiempo.

Desde que cruzamos el valle, habíamos estado bordeando la frontera, lo cual hacía que por un lado nuestro camino fuera más accidentado y, por otro, más solitario y sin bandolerismo; pero peligroso por la soldadesca hindú, que podía disparar desde sus escondidos puestos de vigilancia solo por hacer tiro al blanco. Nuestro amigo nos explicó que el ataque podía haber provocado dos cosas bien distintas, que el ejército hindú abandonara su belicosidad por las consecuencias que acarreaba, o, al contrario, se explayara con caminantes solitarios para vengar la desaparición de su compañía.
Andamos durante toda la mañana, y aprovechamos el desayuno para descansar. El paisaje solo nos brindaba desolación y grandiosidad. Tan imponente era eso último, que convertía en belleza lo anterior.

El cansancio de los dos últimos días y haber dormido tan pocas horas nos pasó factura. De no haber sido ella, habría sido yo quien cayera rendido con una exclamación de queja. La marcha había sido lenta y difícil por un camino pedregoso, con constantes cambios de nivel y desprendimientos, que, se notaba, habían sido reparados con prisa y parcialmente. Paramos para descansar y almorzar, nos dolían las extremidades, desde la rodilla hasta el último dedo del pié. Y descubrimos que apenas habíamos probado bocado en dos días, que el desayuno de unas horas antes había sido el ágape más importante desde la mañana del bombardeo. La prisa del jefe tribal -teníamos claro que lo era sino alguien muy cercano a él- para que marcháramos del pueblo había impedido reabastecernos correctamente, y parte delos alimentos comprados en las tiendas de la carretera se había echado a perder por el destrozo, ya que los habíamos dispuesto para compartirlos con las maestras, o porque tanto nosotros como el resto de gente echó mano tanto de él como del que iba llegando.

Tres horas después del almuerzo encontramos un río, torrencial por su desnivel y muy caudaloso. Y nos preguntamos cómo sería su nacimiento, de dónde podía salir tanta agua en un lugar tan seco. De pronto oímos tronar y en pocos minutos el cielo se llenó de grandes y oscuros nubarrones. El día se convirtió en noche y empezó a llover, primero poco, pero en pocos minutos torrencialmente. No fue difícil encontrar un saliente de roca donde refugiarnos. La geología del terreno lo facilitaba, igual que al infortunado dueño del machete que nos apropiamos. Una hora después, quizá menos, tuvimos que cubrirnos con la lona, estábamos ateridos de frío, abrazados para conservar el calor corporal y ocupar el menor espacio posible. En el improvisado refugio el agua entraba y se encharcaba. Y construí un parapeto de piedra con bastante éxito, mientras Anna temblaba al fondo.
Al rato oímos un rugido y cogí el machete dispuesto a defender la madriguera, porque es lo que era, una madriguera que ahora ya considerábamos nuestra. Y es que al entrar tropezamos con algún resto de huesos y excrementos, aunque de mucho tiempo atrás.

Anna me preocupó. Arrebujada con una manta y la lona, solo oír el rugido levantó los ojos con impotencia, con clara postura de rendición. Al escuchar con más cuidado descubrimos que el rugido procedía del río, también oímos grandes rocas chocar entre sí, con violencia. Y pensé que un aguacero tan fuerte tenía que venir de lejos, y por fuerza haría daño en el valle. Estábamos a gran altura, muchos metros por encima del río, no obstante, salí del escondrijo para ver su crecida. Llevábamos dos horas y la situación empeoraba por momentos y había que estar alerta. Debían ser las cinco de la tarde y era difícil ver algo por la oscuridad y a través de la cortina de agua, como si a la vez que lloviera, estuviéramos en el interior de una espesa nube. Me acerqué al precipicio y me impresioné. Nunca había visto nada igual. Solo podía igualarse a lo que me contaron de lo sucedido, durante las famosas inundaciones del Vallès, en las que en una noche se ahogaron más de seiscientas personas, y en las que una riera más o menos seca y nada peligrosa, se convirtió en un río que se lo llevaba todo, incluso hormigoneras. Quedaban más de dos metros de pared para que el agua llegara donde estábamos, era mucho, pero sobre lo crecido era poco. De pronto, sin que nada pudiera predecirlo, la lluvia cesó. Una hora más tarde el río seguía bajando con la misma fuerza, pero ya no se oía bajar tanta piedra, y no por su falta, que de eso aquellas montañas andaban sobradas.

Anna seguía temblando, le puse la mano en la frente y me pareció que tenía fiebre. No parecía ser solo producto del frío, sino que debía arrastrarlo de uno o dos días atrás, o quizá fuera el resultado de la tensión posterior al bombardeo. La abracé para tranquilizarla, busqué una aspirina en nuestro botiquín para bajársela, limpié un par de zanahorias, y se las di con un poco de queso y agua. Y, sorprendido, vi que tenía ganas de llorar, pero no quería o no podía.
Mi compañera estaba en plena menstruación y los sucesos de la escuela se la habían cortado. Estaba débil, apenas había comido y el día anterior no había podido dormir. La abracé y la besé. Tuve la intuición que su mal era más espiritual que físico, y para curar el segundo debía enfrentarse al primero. A Anna le había estallado todo lo vivido de un golpe, justo en el momento que tuvimos que refugiarnos. Sus párpados habían palidecido. La palma de sus manos, siempre tan cálidas y secas, estaban frías y húmedas. La hice salir del refugio, y que apoyara su frente en mi mano y le introduje los dedos en la boca. Vomitó. Le di agua y, con cuidado, le ayudé a bajar hasta donde corría el río. Clareaba y vimos que estaba a punto de salir el sol. Y allí, sentados frente la corriente, hablamos de lo sucedido en el pueblo.

Mi amiga se sentía culpable, la niña había muerto en mis brazos, no en los suyos; no pudo hacer nada, se sintió impotente, incapaz de soportar la tensión y no le quedó más remedio que cedérmela. Anna estaba hecha para la acción, para curar, moverse, solucionar problemas irresolubles para la mayoría, pero sentir como la vida de la niña escapaba en sus brazos alteró sus sentidos y no pudo resistirlo.
Con las piernas cruzadas y la mirada puesta en el caudaloso río, recordé, aunque durante unos instantes, cómo el espíritu de la niña escapaba a través de su mirada y de sus suaves gemidos. Mi compañera necesitaba escuchar esta historia por mi boca, vivirla como suya. Y lloró casi en silencio, tal como era. Ver correr el agua del río le ayudó a ahuyentar sus demonios. Con la mano le refresqué la cara, con mis labios acaricié su rostro. Y de pronto se levantó.
- ¡Marchemos! Aquí no hacemos nada-

El suelo de roca se estaba secando por momentos. Hice que se sentara en la entrada del refugio, tendí la lona y nos cambiamos de ropa. Volví a darle de comer. Seguro esta vez que su cuerpo lo aceptaría.
Por el agua ya no debíamos sufrir. De las rocas se filtraba en abundancia, eso si no encontrábamos una fuente llena de vida animal y vegetal, señal inequívoca de su salubridad.
Era más o menos las cinco de la tarde y mi intención era quedarnos. La losa que nos cubría no podía considerarse un buen refugio y el piso donde podíamos descansar era bastante incómodo, apenas nos quedaban alimentos, pero vi a Anna débil e intuí que volvería a tener fiebre. Teníamos comida para un par de días y agua para muchos. El río poco a poco se tranquilizaría y, aunque tardara en volver a formar remansos, podríamos llegar a él y lavarnos. Pronto se haría tarde y nadie podía asegurar que haría buen tiempo.

Y una vez más se formaron nubes a nuestro alrededor, asaltando la montaña por el Este y el Sur a un mismo tiempo, chocando y retorciéndose donde nos encontrábamos. Un rato antes habíamos oído tronar, pero, engañados, creímos que era la tormenta que se alejaba. Esta vez, con la cautela que sordamente había despreciado de nuestro amigo, construí un muro de piedras y matojos con tierra, lo suficiente compacto para no dejar entrar el agua. Instalé la lona como cortina y con los excrementos que se habían conservado secos Anna hizo un fuego. Ya se sentía mejor y más tranquila. Y hablamos de nuestras inquietudes sexuales, de nuestros gustos y fantasías, de nuestros amantes. Nunca hasta entonces habíamos compartido este tipo de confidencias, al menos hasta ese punto. Y me descubrió su bisexualidad, su primera aventura con una mujer mayor que ella y más tarde con una de sus mejores amigas; y con hombres, no muchos, puesto que odiaba el compromiso y lo que representaba, y según ella los hombres, por mucho que renegaran de ella, pretendían estabilidad emocional o sexual. Amaba sin freno y sin condiciones, le atraían los hombres por lo que eran, no por lo que representaban; por su sexualidad, no por sus ideas.
- Tú nunca me gustaste, no eres el tipo de chico malo que me mola; nunca me había sentido atraída por ti hasta la mañana que nos bañamos en el cruce de Gilgit; no obstante, desde el primer día que te conocí supe que terminaríamos amándonos-
La escuché perplejo. Estaba hablando de más de un año atrás, justo cuando la conocí con Artur y se encaprichó de él. A Anna le gustaban los tipos de piel curtida y castigada, de voz masculina, fuertes y de mirada dura y, por encima de todo, muy trabajados. Y yo, de todo eso solo tenía la fuerza física o eso creía, pero no la aparente, esa que gusta a las mujeres, sino la real. No le atraje hasta aquella mañana, cuando, desnudos, nos bañamos en el Indo, y probablemente terminaría siendo algo pasajero. Me sentí patético, casi insultado, aunque por mucho que la idea me rebelara no engañado. Nunca pensé que pudiera gustarle. La creía inalcanzable y, por tanto, nunca hice nada por conquistarla. Por entonces Alba me tenía sorbidos el seso y el alma.

Volvió a llover, tanto o más que la primera vez, después de una fuerte tormenta eléctrica. El río volvió a rugir. Parecía que el cielo estuviese cayendo sobre la tierra. Y una vez más salí para comprobar que no iba a desbordarse, aunque allí, por mucho que subiera, era imposible que lo hiciera, no había por donde. El camino era su territorio, parte de su cauce.
Anna volvió a tiritar de frío, le castañearon los dientes. Le hice beber agua y la cubrí con una manta. Sabía que no era un buen remedio para la fiebre, pero realmente hacía frío y llegué a la conclusión que su enfermedad había terminado.
Tocándole la frente e introduciéndole un dedo en la boca, tal como mi madre me había enseñado de pequeño, no aprecié demasiada temperatura; y su pulso era normal, aunque un poco rápido. Ocho horas más tarde le di otra aspirina, con agua y algo de pan con queso para que su estómago no sufriera.
Estuvo lloviendo casi toda la noche, ininterrumpidamente. Nos instalamos en el rincón más resguardado. No teníamos miedo, nos daba todo igual. El mañana no nos importaba, nos deparase la mejor o peor de las suertes.

La observé mientras dormía, pudiendo recrearme en sus ojos, en su boca, en su nariz. Si el clima hubiera dependido de mí, de haber poseído en aquel momento el asa de la regadera de la lluvia, no habría dudado ni un instante y la hubiera descargado poco a poco en el lugar donde estábamos, para que aguantara el tiempo que hiciera falta. Así de enamorado estaba. Pero no me hice demasiadas ilusiones. La intuición me hizo ver con demasiada claridad cuál podía ser mi futuro con ella, a menos que supiera manejarlo y no me empeñara en aspirar en algo que yo tampoco comulgaba. Anna era demasiado parecida a mí, pero el amor juega malas pasadas y trastorna las ideas y los sentidos. De lo único que estaba seguro, es que a partir de aquel día nos convertiríamos en amigos hermanos amantes, un concepto que nunca había utilizado ni imaginado, que no había encajado con ninguna mujer de las que había conocido, y que nada ni nadie podría quebrar.

Serían las dos o las tres de la madrugada -hacía mucho que habíamos guardado los relojes en el fondo de las mochilas- cuando se puso a sudar, tanto que empapó la ropa. La desnudé con cuidado y sequé su cuerpo. La volví a cubrir, pero solo con la manta. Dormía tan profundamente que no se daba cuenta de nada. Estaba agotada de haber pasado la noche en vela con la maestra.
Por la mañana las nubes habían desaparecido por completo, no había rastro de ellas. Parecía que estuviéramos en nuestro país, con sus grandes chaparrones de verano que tanto daño hacen, y que al día siguiente todo era luz, frescura y color.
Se despertó con la luz, y al verse desnuda me preguntó lo que había pasado.
- Te aprovechaste de mí, seguro que sí,- dijo riéndose.
Y la miré con fingido disgusto.
- Pues claro. Destrozado por la noche que he pasado, contigo sudando, en este lugar y con el agua subiendo. Iba tan quemado que no se me ocurrió otra cosa que violarte-

Estaba fresca como una lechuga, habiendo dormido más horas que nunca y hambrienta. Por el contrario, yo estaba para el arrastre.
Comimos gran parte de lo que nos quedaba, con el convencimiento que algo encontraríamos por el camino. Recogimos nuestras cosas y nos pusimos en movimiento, poco a poco, con tranquilidad.

 

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