martes, 23 de marzo de 2021

El Camino Infinito, 33ª parte

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Por la mañana, justo al salir el sol, despertamos con el primer ruido de la casa. El granjero y su mujer ordeñaban unas búfalas en el establo vecino y se oían sus mugidos, tan distintos al de las vacas de nuestra tierra, que más bien parecían bramidos. Al poco, la mujer de nuestro anfitrión nos avisó con gestos y llamadas en su idioma, nos enseñó la leche recién ordeñada y las tortas con mantequilla y frutos silvestres de la época. Si no fuera por los sacos y la paja que nos envolvía, hubiera creído que era mi abuela la que me llamaba con los mismos manjares.
Nos vestimos y nos lavamos lo mejor posible en un abrevadero pegado a la fachada del establo, en el que corría agua sin cesar. Entramos con la fruta que habíamos comprado para compartirla, y por primera vez apreciamos disgusto. Nuestro atractivo amigo, un tanto irritado dijo “you are my guests”. Esta vez ya no: our sino my, dejando claro que era él y no su mujer el anfitrión. Pocas veces había desayunado tan bien y con tanta abundancia; pero también con el mismo disgusto.

Aquella familia, incluidos los tres niños, probablemente tardarían días en volver a comer bien por nuestra culpa. Mermeladas, miel, compotas, tortas y queso, no faltaba nada y si cogíamos algo, por mucho cuidado que tuviéramos, la mujer volvía a la cocina con otro cuenco lleno. Anna se sentía fatal, bastante más que yo, seguramente por la empatía que sentía hacia aquel hombre. Al final le pedí que le explicara lo que pensábamos, aunque fuera con dureza y simulando que traducía mis palabras.

Una discusión. Por vez primera durante nuestra estancia en Pakistán el choque de dos culturas y de dos maneras de ver al forastero. No sé si Anna tradujo correctamente mis palabras, quizá evitara algunas expresiones o ideas, en las que pesaba demasiado la ideología y las costumbres de cada uno; sin embargo, por la gravedad de su semblante al traducir mis palabras y responder a las de su interlocutor, se notaba que no se andaba por las ramas.
Para ser un buen anfitrión hay que evitar violentar al invitado, y, por supuesto, sabía que la comida con la que nos obsequiaba era muy superior a lo que podía permitirse; y eso yo no lo podía aceptar y para mí era extremadamente violento. Siempre con el yo por delante. En aquel pueblo, el maldito patriarcado estaba muy presente, sin embargo, en nuestro anfitrión percibíamos algo extraño, como si durante unos instantes se rebelara contra esta situación, sobre todo cuando se dirigía a Anna y no siempre.
El tipo, ya desolado, no pudo más que decir: “you are my protected”. Y entendí. No éramos sus invitados sino sus protegidos, y solo pensar que podíamos irnos de su casa por una sinrazón como aquella, superaba su entendimiento.

- Tú nos proteges y nos invitas, y nosotros, como buenos huéspedes, te regalamos lo que tenemos.

Eso le respondió Anna, ya sin necesidad que yo hablara y con un tono que no pareciera un ultimátum. Mi amiga parecía haberse hartado y no pude más que alegrarme. Durante unos instantes se miraron fijamente y en silencio. De no haber sido por su gran hospitalidad, habría jurado que el tipo estuvo a punto de estallar. Y lo hizo, pero riéndose con ella, al unísono y a carcajadas. Yo no supe qué cara poner, si reír con ellos o no disimular mi perplejidad. La extraña pareja había conseguido asombrarme. Una vez apaciguados, el tipo y yo nos dimos la mano, pensé que cerrando un pacto.

Llenamos una mochila con lo imprescindible y nos dispusimos a subir a uno de los picos más altos de la zona. Llevábamos los sacos y la lona con los cuatro palos por lo que pudiera pasar, comida para tres días y mucha agua. Nuestro amigo nos había avisado que no la había en todo el camino, y que una vez en la cumbre podríamos fundir nieve.
El camino nos maravilló. A los lados se levantaban dos cumbres hermanas, prácticamente gemelas, majestuosas y enormes, casi en vertical. No podíamos imaginar cómo podríamos subir a tanta altura, nos pareció imposible. A medida que avanzábamos el cañón se estrechaba. A nuestra izquierda y a unos diez metros más abajo, un riachuelo a duras penas mantenía la vegetación. De pronto el valle se abrió, y unas casas que apenas ocupaban treinta metros daban entrada al pequeño valle, sobre ellas, pequeñas terrazas profusamente cultivadas daban un toque de color y fantasía. Había tantas y tan bien delineadas que parecía un dibujo en plena naturaleza. Nos acercamos, parecían abandonadas de tan vetustas y solitarias. Llamamos y no salió nadie. Al fin nos decidimos, nos descalzamos y entramos en una de ellas, en su interior la limpieza más absoluta. Era como si la gente que la habitaba estuviera trabajando en el campo o en el monte con las cabras. Salimos y seguimos nuestro camino, esta vez por el sendero que nos habían señalado y que subía por la montaña en un inmenso zigzag desafiando la verticalidad. En algunos lugares pasábamos los dos con comodidad y en otros lo habíamos de hacer pegados a la roca y con los pies siguiendo una pequeña cornisa. Abajo y a más de cien metros, el pequeño valle; y si mirábamos para arriba solo podíamos sentir congoja.
Las casas se encontraban a media hora de camino del pueblo. La montaña era otra cosa y su altura llenaba de espanto. No había nieve ni la veíamos, pero lo más seguro es que la hubiera y nos salvara de la posible sed si nos quedábamos sin agua o fuerzas para volver.

A medio camino y tras cuatro o cinco horas de caminata, la montaña se ensanchó en forma de gran plataforma con suave pendiente y cubierta de una pequeña y desperdigada vegetación de color verde oliva, muy distinto al fuerte y luminoso que estábamos acostumbrados. Si no fuera por la latitud y la altura, se asemejaría al típico matorral mediterráneo. En el centro, una cabaña de piedra parecida a las que abundaban en nuestro país, excepto que la techumbre era de una especie de chamiza seca. Fuera había cabras pastando, las típicas de aquella tierra, de lana parecida a la seda. No vimos lo que comían, matojo seguro que no, porque los dejaban enteros, y allí, aparte de algún hierbajo despistado, solo podían encontrar liquen en abundancia. Nos asomamos por la abertura. Una densa pero suave tela de lona, en aquel momento recogida, hacía de puerta. El perro ya nos había anunciado. En su interior, un pastor había hecho un fuego y se notaba que ya había comido. Vestía como la gente del lugar, el kamez muy largo y confeccionado con el mismo tejido de la cortina, de color azul grisáceo, que no supimos si era por sucio o porque gustaba así. El shalvar era de pernera estrecha y su tejido muy robusto, de color más oscuro aún. -En el pueblo algunos hombres vestían de igual modo, sobre todo los más humildes o sencillos, pastores en su mayoría- A su lado y apoyado en la pared, un fusil con su cargador. Nos invitó con gestos y palabras incomprensibles. Iba calzado con sólidas alpargatas de piel, no obstante hicimos el gesto. Nunca se sabe, pensamos. No sería la primera vez que estuviéramos a punto de meter la pata, la bota para ser más exactos. En el campamento de Skardu, justo antes de entrar en la tienda del comandante para cenar, nos dimos cuenta que las botas estaban en la entrada, y lo primero que pensamos es que las tenían allí solo para airearlas; y como creímos que las nuestras también debían oler, nos las quitamos. La casualidad hizo que no cometiéramos el disparate de entrar con ellas.
Abrimos la mochila, sacamos la alfombra, la comida y compartimos en silencio. El pastor no paraba de mirarnos sonriendo sin cesar, y me dijo algo mirando a Anna. No lo entendí. En un momento juntó sus manos en posición de rezo dirigiéndolas hacia ella y bajando la vista y simulando vergüenza.

- Te dice que tienes una mujer muy guapa - dijo ella con ironía.

Me reí y afirmé con la cabeza.
Con los militares habíamos tenido ocasión de ver sus fusiles de cerca, pero nunca pedimos tocar uno o probarlo. Estaba seguro que en un año me hartaría. En doce meses justos entraría en el ejército, sin embargo, en aquel momento sentí curiosidad. El pastor tenía dos zamarras, una con la comida y la otra con munición y un par de cargadores. El tipo, al ver mi curiosidad dijo:

- Kalashnikov-

Y me lo pasó con toda la tranquilidad. Lo cogí con aprensión, se rió y me mostró que tenía el seguro puesto y que no había ninguna bala en la recámara, algo que en aquel momento no sabía lo que era ni para lo que servía, e intenté hacérselo saber. Y el tipo, en un abrir y cerrar de ojos lo desmontó y con signos me enseñó su funcionamiento. En un año yo mismo descubriría que el español funcionaba de manera parecida y era una maravilla de simplicidad y robustez.

Y seguimos nuestro camino hasta llegar a la nevada cumbre, desde donde se veía el pequeño valle, las nevadas montañas, aún más altas que la nuestra, y la bifurcación de los dos Indos, y cómo uno de ellos entraba en tierra hindú.
Habíamos utilizado casi todo el día, más por la tranquilidad de nuestro paso y la dificultad del camino y del poco oxígeno, que por la distancia recorrida. El sol había caído bastante y teníamos hambre. Nos sentamos en un saliente, en el pico no se había desgajado ninguna roca, estaba limpio, tanto que ni se apreciaban líquenes. Mientras comíamos se fueron formando espesas nubes, a lo lejos y casi a nuestra altura vimos un tremendo relámpago y oímos tronar. Levantamos el campamento y buscamos en la bajada un lugar donde guarecernos en caso de tormenta.

Haber visto aquel paisaje, la belleza que comportaba su desolación, los minúsculos espacios verdes poblados por gente tan hospitalaria como extraña, me incitó a seguir el viaje y dar comienzo a una aventura que ninguno de los dos podría haber soñado jamás. Era consciente de lo que representaba, de los grandes peligros que nos acecharían y, tal como había sido la subida, lo mucho que nos costaría; pero nos complementábamos y nos entendíamos hasta un punto, que juntos podíamos llegar al fin del mundo. Y sentí su respiración, su excitación, cuando, sin apenas pensar en lo que decía, le propuse la aventura. Sabía perfectamente como se sentía, era Anna. Días más tarde me confesó que temía que no le propusiera el viaje, que ella no se atrevió a hacerlo para no obligarme.

Anna, la mujer que se descubría y que la estaba descubriendo, escapaba a toda convención o regla, estuviera escrita o no. Mi compañera era, con creces, el paradigma de mi mujer soñada. Con creces, porque nunca podría haber imaginado que existiera un personaje tan fuerte y duro, tan dúctil como tierno; tan seguro de sí mismo como abierto al resto; tan sencillo y cálido como frío y cerebral; con tanta hombría, aun siendo la mujer más femenina y sensible que jamás había conocido; tan noble y fiel, como libre con los suyos. Y todo lo transmitía con su mirada, sus gestos y la postura que tomaba frente las situaciones y las personas. Anna me fascinaba y me enamoraba, con ella me sentía seguro y hombre, capaz de llegar al límite y sobrepasarlo si me lo pedía. La sentía mía como nunca antes había sentido a nadie. Y era mío su sentido de la libertad, innegociable, indiscutible, por encima de la vida y del bienestar. Se había convertido en mi hermana, en mi amiga y en mi amante aun sin siquiera haberla tocado.
Las nubes pasaron de largo, descargaron su contenido más al oeste, en la dirección que habíamos decido tomar para volver a Pindi, la senda de los pequeños valles y lagos. Pero ya era tarde para seguir nuestro camino, que hubiera significado andar por aquellos parajes con poca claridad.

Instalamos la lona como parapeto y colgando de la cornisa, salimos de nuestro refugio y nos sentamos al borde del precipicio, casi con las piernas colgando; y así estuvimos horas viendo como oscurecía, hablando del ser humano y de la vida, de nuestras emociones y necesidades. No hablamos de sexo, parecía un tema tabú entre nosotros, como si lo evitáramos. Era asombroso ver a dos individuos tan liberales y desinhibidos eludir un tema como aquel, a una edad que asalta los sentidos, que no puede dejar de relacionarse con cualquiera de las cosas que se hacen o se piensan. El sexo estaba presente en cada uno de nuestros gestos y pensamientos, de eso no había duda, pero aún escondido, como si lo guardáramos para un mejor momento.

 

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